01 noviembre 2008

La guerra en burro


La historia cuenta siempre, pero unas veces más que otras.
Recuerdo haber ido a Hungría hace unos cuantos años, como quince, y extrañarme porque la única autopista del país no uniese ninguna ciudad importante con Budapest y que para ir a las localidades que realmente tenían tráfico hubiese que tomar carreteras muy inferiores, casi imposibles para nuestro autobús. Cuando llegamos a nuestro destino, después de no pocas vicisitudes, preguntamos qué pasaba en ese país con las carreteras y nos dijeron que la única carretera buena la había hecho los nazis en los años cuarenta para llevar suministros al frente ruso.
Y el ferrocarril, igual.
Las guerras, como cumbres de la necesidad perentoria, destruyen hombres e infraestructuras, pero a veces ayudan a cambiar la mentalidad, la mecánica de las cosas y los conceptos tecnológicos y productivos. Por eso Japón y Alemania, con ser los derrotados, se convirtieron muy pronto e en potencias mundiales.
Aquí también tuvimos una guerra, más o menos por la misma época, pero en vez de construir autopistas y ferrocarriles para el suministro, hicimos la guerra en burro, y por eso tenemos ahora el problema que tenemos con los camiones.
El camión es caro, obsoleto, contaminante y peligroso. Transportar mercancía de Murcia a Barcelona, o de Sevilla a Coruña en camión es tercermundista. Cualquier manual de logística lo indica: las grandes distancias se superan en ferrocarril para, finalmente, distribuir la mercancía mediante camiones a su destino. Esas cosas se aprenden durante las guerras, y se supone que no se olvidan, pero aquí era todo infantería, bayoneta y cachiporra entreverada con tanques rusos y aviones alemanes.
Y lo poco que se aprendió, se fue olvidando. Y se cerró la ruta de la plata. Y en otras muchas vías férreas de todo el país crece la hierba a placer sin que nos demos cuenta de que un solo convoy ferroviario transporta lo mismo que cincuenta o sesenta camiones, gasta veinte veces menos, no estropea las carreteras y no provoca accidentes.
Aquí, en vez del modelo europeo, copiamos el americano, donde la gasolina iba a cuatro perras y los camiones los fabricaban ellos. Aquí, en esto como en tantas cosas, condenamos al tren porque genera vertebración, porque une y hace dependientes a unas tierras de otras, y eso les duele a más de cuatro quebrantahuchas que buscan la ocasión para largarse, y a ser posible con el ajuar y la cartera.
Y ahora, cuando el gasóleo se pone a doscientas y pico pelas de las de antes, nos lamentamos. Pero en vez de aumentar la capacidad ferroviaria de carga nos gastamos lo que no tenemos en AVEs, Alvias y otros trenes para ricos, a cien euros el viaje de ida y vuelta.
El milagro español existe: que aún no nos hayamos ido al carajo.

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