17 enero 2012

Efectos colaterales de la Relatividad






1

Me cae bien ese tipo. Fue uno de los primeros en comprender que la simpatía del autor colabora al éxito de sus obras, incluso en un campo tan obtuso como el de la Física Teórica.
Antes de él, al criminal le gustaba parecer peligroso en las fotos de la policía, el boxeador ponía gesto agresivo, el filósofo reflexionaba ante la cámara y el científico trataba de simular una conexión directa con la divinidad. Pero él no: él parecía la propia divinidad, justo después de una partida de dados, o un vendedor de coches de segunda mano, o el celador de un manicomio. Cualquiera de ellos o todos a la vez.
Quizás por eso consiguió que aceptasen su teoría de que el espacio y el tiempo son dos caras de la misma moneda, intercambiables, maleables, negociables entre sí a velocidades de vértigo. Ni siquiera el gremio de impresores, preocupados por la suerte de su industria de almanaques y calendarios, se opuso a sus tesis con la esperada vehemencia.
Cualquier cosa es verosímil si se presenta con una sonrisa. Desde hace siglos los bufones conocían este truco, pero ningún científico se atrevió antes a bajar de su estrado para utilizar las burlas como apoyo para su palanca.
Él lo consiguió, y desde entonces el pasado y el futuro se confunden según el punto de vista del observador. Y el descrédito, en vez de cebarse en su teoría, cayó sobre nuestra percepción de lo que llamábamos realidad.
Desde entonces los recuerdos son augurios y la anticipación, memoria. Y corren todos juntos, cuesta arriba, en el río de caos.

2


Es el viento y no el catastro el que en realidad mide los solares. Lo que estorba al viento es lo real, y este método funciona bien en la práctica aunque a primera vista pueda parecer un criterio de realidad dudoso.
Setenta y seis metros por cuarenta y dos. Una buena parcela, incluso descontando las sisas municipales para patios, aceras, farolas y faroles. Más de tres mil metros cuadrados para que el viento haga su ronda sobre los cardos, las piedras y las vacas, cuatro vacas escuálidas y tristonas, que pastan sin nuestro permiso en el terreno mientras el antiguo dueño les encuentra otro acomodo.
Cuando la tierra se convierte en solar se queda estéril. La sal con que se siembra se llama urbanismo y rivaliza con Atila. Los nuevos hunos, en cambio, amamos el césped, que es casi como la hierba, pero bien domesticada. Yo  soy uno de estos hunos de nuevo cuño, y me enorgullezco de mostrar urbanizaciones donde antes había pedregales y matojos.
En cuanto al viento, sigue indiferente recorriendo los solares, y nadie le da importancia salvo cuando va vestido de verde. Porque hay veces que el viento se viste de verde, sí.
Verde pistacho y cinturón blanco.

3


La vi por primera vez una tarde de invierno. Una de esas tardes que parecen haber nacido ya noches y aguantan unas horas disfrazadas de luz. Habíamos vallado el solar y hasta encargado el cartel con el nombre de la promotora y el arquitecto. Las vacas seguían allí y no supe nunca ni cómo ni por dónde habían entrado: ese es el primer efecto colateral de la Relatividad, el de la dimensión desconocida por el que entran las vacas en un solar cuando ningún labrador vive cerca porque el único que había se ha mudado a trescientos kilómetros. Un efecto misterioso, pero no hablaré más de él.
El viento soplaba a ratos, como si marchase al paso de la oca. Era un viento solemne y agresivo. Frío. Demasiado frío. Casi con casco en punta.
Al frente del viento iba ella: una mujer vestida de verde pistacho con un cinturón blanco. O la sombra de una mujer.  O una bandera agitada, colgando del propio cielo.
Como no podía ser real la miré con atención en busca de un rostro que no pude encontrar. Vino hacia mí y seguí sin verla. La mancha verde parecía sustentar una cabellera pero ningún rostro.
El escalofrío que sentí no merece descripción. Mi huida tampoco.
Regresé a los diez minutos, avergonzado y con un par de aguardientes en el cuerpo haciendo las veces de bofetadas recién administradas a un histérico, si no como remdio, al menos como escarmiento.
No la vi más aquel día.

4


Los coches son criaturas omnipresentes que se cuelan en las postales y hasta en las películas de romanos, así que no es extraño que exijan sus cobijos y guaridas en cualquier edificio, y alcen sus voces con fuerza de titanes.
Cuando excavamos el aparcamiento permanecí atento a lo que pudiesen encontrar. No había hablado con nadie del asunto, pero en cuanto hice un par de comentarios todo el mundo pareció darse por enterado de lo que había que buscar entre la tierra movida por las máquinas. El rumor había corrido por sí mismo después de que alguien más viese a la mujer, o a la mancha verde.
Muchos ojos, demasiados, escudriñaron cada cacetada de tierra que vertían las excavadoras. Revisamos, sin reconocerlo, miles de metros cúbicos de pedruscos, tierra y raíces.
No hubo tumba ni hubo nada. No hubo enterramiento clandestino, ni lápida funeraria, ni necrópolis olvidada. No hubo más que barro para cocer cien mil Adanes, pero ni una sola costilla de Eva.
Con eso pensé calmarme, pero volví a verla. Y otros la vieron también, seguramente, a juzgar por las razones que tuve que escuchar para justificar sus deserciones a empresas que pagaban peor que la mía.
Se acabó el aparcamiento y con él la posibilidad de cerrar la historia con una superchería conocida.  Las supersticiones reciben sólo este nombre cuando son viejas y repetidas; si son nuevas, se les llama tonterías.

5

El edificio avanzó a buen ritmo. Las vacas se replegaron a sus posiciones de retaguardia y al viento se le multiplicó el trabajo entre vigas, forjados y columnas. Los tabiques, poco a poco, fueron completando el laberinto.
No había puertas ni ventanas y el viento se divertía por los huecos de los ascensores, las escaleras interiores y los pasillos de las futuras viviendas. A veces yo lo seguía en busca de su cabecilla y a veces creí entrever en un patio o un salón la conocida bandera verde.
A fuerza de no encontrarla, me olvidé poco a poco de su presencia hasta que un día nos encontramos de frente y no pude seguir ignorándola. Era una mujer, o lo parecía, y casi me tendió la mano.
Quise hablarle y tuve la impresión de que ella lo intentó por su parte. Ninguno de los dos lo conseguimos y allí, entre sacos de cemento, vigas, viguetas y azulejos de segunda me convencí para siempre de que el silencio es una entidad real y palpable. Como una pedrada. Como aquel vestido verde con cinturón blanco venido de no sé dónde para decir no sé qué.
Luego se desvaneció.
Y yo, casi, también.

6


Se puede creer en lo imposible pero no en lo improbable. Es más fácil creen en fantasmas que en la lotería primitiva.
El encuentro de aquel día tuvo para mí el efecto de la espada de Alejandro cortando el nudo Gordiano: por fin podía tomar en serio el asunto sin burlarme de mí mismo. Y cuando algo se convierte en real es como si debutase en el teatro del mundo, cobrando de repente músculos, huesos y tendones. Los nervios ya los ponía yo.
A partir de aquella tarde la mujer de verde fue real. Pregunté a los obreros, a los vigilantes y a los capataces, y como yo era el dueño de la empresa y el primero en preguntar, salieron a relucir las cosas que nunca hubiesen dicho por propia iniciativa.
Muchos otros la habían visto. Muchos otros se la habían encontrado en diferentes lugares y habían tratado de hablar con ella, o de preguntarle si deseaba algo.
El fantasma de la obra se mencionaba sólo en privado, pero al fin era un tema del que se podía hablar abiertamente.
Aquello tampoco era cabal y un día los reuní a todos antes de la hora de salir y dejé claro que habría que negarlo si alguien de fuera preguntaba porque, en caso contrario, el rumor podría perjudicar la venta de los pisos.
Todos acataron mis instrucciones menos el arquitecto, que opinó que cualquier publicidad era un ayuda.
Tuvo razón: cuando vinieron a preguntar los periodistas y respondí con una sonrisa burlona que sólo eran rumores sin fundamento, la noticia corrió con más fuerza y agilidad que todas las páginas contratadas en la prensa y todas las cuñas pagadas en las emisoras locales de radio. Por pudor o por miedo al ridículo no se dieron datos concretos: algo extraño se movía algunas veces por el edificio Sarmentosa. Una luz. Un vapor. Algo.
Supongo que a algunos los echó atrás. Pero otros que nunca se hubieran acercado a nuestra promoción nos conocieron por ese rumor y fueron a ver nuestras viviendas.
Y los pisos se empezaron a vender.


7

El comisario Martínez no es un tipo al que se le pueda ir con tonterías. Ni siquiera siendo amigo. Cuando fui a verlo para pedirle que me ayudase con este tema casi me da con la puerta en las narices.
Sólo la vieja amistad consiguió que me escuchara los dos  minutos que tardé en explicarle que necesitaba su ayuda para la parte estrictamente material y verificable del asunto: quería saber si en los últimos años había desaparecido alguna mujer vestida de verde. Seguramente no era imposible conocer la descripción del atuendo de las mujeres desaparecidas en los últimos años en la ciudad, o la provincia, o la región entera.
No podía ser muy complicado.
Mi expresión, más que mis palabras, debió de parecerle convincente. En la ciudad no había desaparecido nadie que coincidiese con mi descripción en los últimos veinte años. Veinte años me parecieron poco y conseguí hacerle mirar en los archivos de los cincuenta anteriores: tampoco.
En cuanto conseguí picar su curiosidad, el resto vino rodado: no había ninguna descripción parecida a la mía en cien, ni en doscientos kilómetros a la redonda. Ni en veinte, ni en cincuenta, ni en sesenta años.
No había desaparecido ninguna mujer vestida de verde. No estaba enterrada en mi solar. Ni siquiera una víctima de muerte violenta se aproximaba a mi modelo.
No había caso para la policía ni caso para los ocultistas.
No había caso.

8

Supongo que el fin último de una investigación es despejar el misterio. Y así fue, porque en cuanto investigamos, el misterio se despejó. O teníamos un fantasma en el solar equivocado, porque también los fantasmas pueden extraviarse, o el simple hecho de considerarlo real y tomarnos la molestia de averiguar su pasado había sido suficiente para calmar sus demandas.
En los meses que transcurrieron hasta que se terminó completamente el edificio nadie volvió a ver el vestido verde. Se organizó el laberinto. Se cerró el paso al viento y la luz eléctrica inundó los futuros baños, las futuras cocinas y los futuros dormitorios.
La mujer desapareció al mismo tiempo que apareció la luz y eso fue bastante para que muchos se rieran de los que habían afirmado ver algo. Incluso los propios interesado se rieron de sí mismos.
Muerta la penumbra, muerto el misterio. Una aurora boreal puede tomarse por una lucha de dioses en el Walhalla. La canícula de agosto en Túnez, ya es más difícil de convertir en procesión de difuntos que un bosque gallego en medio de la niebla.
Sólo yo la vi una vez más, en un piso concreto, el cuarto derecha, cuando fui a comprobar si había alguna ventana rota porque unos posibles compradores se habían quejado de que había demasiado frío en aquella vivienda.
No había ninguna ventana mal instalada: el frío era ella.


9

Por prudencia dejé aquel piso para el final. No quería que alguien lo comprase y hubiese verdaderos problemas antes de que se hubiera vendido el resto.
Quedaban sólo cinco viviendas cuando un día se presento en la oficina una pareja con un niño. Ella iba vestida de verde pistacho y llevaba un cinturón blanco. Les enseñé todos los pisos y todos les parecieron demasiado bajos. Les dije entonces que me quedaba un cuarto y les gustó.
Firmaremos las escrituras en quince días, si el banco les concede la hipoteca.
No puedo culparme de nada, pero no me siento tranquilo.
Es una tontería. No va a pasar nada. Los fantasmas sólo vienen del pasado, ¿verdad?
Sólo del pasado.
La Relatividad sólo se cumple a la velocidad de la luz.
Nadie viaja a la velocidad de la luz vestido de verde pistacho.

10 enero 2012

Biografía con epitafio (un relato)




LLEGÓ

Vino al mundo un día cualquiera, como venimos todos, salvo príncipes y reyes, celebrados de antemano en las empresas y gobiernos que acaso acometerán. Nació en cualquier familia, con un padre funcionario y una madre bordadora de manteles que luego nunca se usaban.

VENCIÓ

El muchacho parecía despierto y en los colegios lo respetaron los cachetes de los maestros. No era el primero de la clase pero casi siempre se sabía la lección. La primera y más importante la aprendió de sobra: nada es gratis, y si es gratis, desconfía.

FUE VENCIDO

Sin embargo las exigencias para entrar en la academia de oficiales de Zaragoza fueron demasiado para él. Demasiadas pruebas físicas y demasiadas matemáticas a la vez. En lugar de las armas tomó las letras, opositó con éxito a profesor de instituto y se hizo sitio en un periódico local.

EN LO QUE QUISO VENCER

Tenía trabajo y no le faltaba de nadar. Tenía una novia guapa que esperaba ser su esposa  que a veces le permitía besarla en el portal. Lástima que al besarla cerrase los ojos para imaginar los labios de la que se casó con otro. En el periódico le hicieron popular los artículos en que no decía lo que de veras sentía.

ESCRIBIÓ

Sus éxitos como columnista le impulsaron a arriesgar una novela. la historia era buena y el estilo mostraba el vigor de su mucha experiencia. Sus personajes hablaban como la gente que uno ve por la calle, y los tejados de sus paisajes retenían la nieve del invierno.

Y EN EL TINTERO

La novela era un experimento y se vendió bien. Llegaron muchas caretas de lectores, y el editor, avispado, le recomendó algunos cambios, pequeñas minucias, que ayudasen a espolear el interés de los lectores. Eran sólo cuestión de formas, pero el fondo permanecería inalterable.

DEJÓ LO QUE QUISO HACER

El éxito le sonrió enseguida. La novela sobre el abandono del campo quedó pospuesta para otro momento, igual que la fabulación que preparaba sobre lo que ocurriría si los el mundo llegaba a la conclusión de que el arte era una actividad superflua e improductiva.

POR HACER LO QUE QUISIERON

En lugar de eso escribió treinta novelas sobre amores, unos traicionados y otros no, sobre las dificultades de los pobres para sobrellevar su miseria y la imposibilidad de los ricos de soportar su aburrimiento. Escribió sobre anécdotas de toda clase, escuchando atentamente la opinión de sus lectores.

Y SE FUE

Escribió hasta aquella tarde en que ya, cono setenta años, se encontró mal de repente y se fue a dar un paseo para que se le asentara el estómago. Pensó llevarse consigo la libreta para apuntar lo que se le fuese ocurriendo, pero siempre había escrito a pluma y el tintero no es cosa que un hombre prudente deba llevar en el bolsillo.

06 enero 2012

Lo que te enseñan los putos bichos (un relato)


I

Coreus marginatus (no es el del relato, conste...)

En un maltrecho rincón de un yermo sin censo, tres docenas de casuchas se apretujaban entre sí tratando de vencer el miedo a la inmensidad de la estepa. En uno de esos chamizos, malvivía un hombre extenuado por el hambre, el trabajo, y la falta de esperanza.
Su mal era el mal aquella tierra toda: demasiados años, demasiada soledad, demasiada desmemoria.
Sacudida por los elementos, la llanura había depuesto hasta el último de sus promontorios en la vana esperanza de que fuese aceptada su rendición, pero no existía el perdón en aquellas fieras regiones: innumerables hordas de vientos apátridas batían el cuarteado rostro de la estepa, dejando a su paso apenas piedras descarnadas y un horizonte sin lindes. En lo más crudo del invierno, la tierra se anegaba por efecto de la rasputitsa, ese extraño fenómeno de la inundación sin lluvia que se produce cuando se ha deshelado el curso del río, pero no su desembocadura, más al Norte; sólo en ese tiempo era posible creer que el río terminaba en alguna parte, que corría hacia algún mar, que no era un flujo circular de agua que vuelve una y otra vez, siempre la misma, con las mismas ramas secas flotando sobre sus ondas.
Así era la llanura: un tajo entre cielo y tierra. Sólo a veces algún árbol mellaba el filo del horizonte alzando sus sarmentosas ramas al cielo, como un extraño ídolo eternizado en la postura de clamar compasión, o venganza, mientras su tronco se enjoyaba con la perenne escarcha azulada del otoño.
En las casas, diminutas isbas de una sola dependencia,  los más afortunados convivían con sus animales. El implacable frío exterior obligaba a unirse a los moradores en un desmembrado abrazo de odio mientras vigilaban el estertor de la turba o lo que buenamente hubieran podido conseguir para alimentar el fuego, un fuego casi siempre tan hambriento como ellos, igual de tembloroso, no menos aluzado que  la convulsa piel que escondía sus huesos.
Pero el viejo vivía solo, en una soledad desmesurada, sin alivio siquiera en la memoria. Si alguna vez tuvo esposa, o hijos, o tan siquiera una cabra, ya no podía recordarlo; cuando al fin se atrevía a soplar el candil apestoso que animaba las sombras, el único calor que alentaba en la casa era el suyo.
Entonces, al sumergirse el anciano campesino en la inconsciencia del sueño, renacía la vivienda toda en un callado, incesante, furtivo crepitar de carcomas hambrientas, arañas voraces, cucarachas siniestramente obesas, flotantes mariposas y polillas espectrales. Como en una sepultura, el final de la vida marcaba el comienzo de innumerables existencias, infinitas historias fugaces que en nada modificarían el ebrio deambular del mundo: justo igual que las de los hombres.
Cada especie reclamaba su espacio y mediante una u otra destreza se imponía en su especialidad, pero de entre todos los merodeadores nocturnos, entre todos los animalillos que competían por aquel tristísimo hábitat, las chinches eran sin duda las reinas de la casa: poco después de la medianoche, en legiones incontables, abandonaban sus nidos en las grietas de las paredes y la reseca paja del techo para dirigirse a la cama del viejo, en busca de su flaca sangre. Y ante su impresionante desfile se posaban las polillas en los rescoldos del fuego, detenían su zapa las carcomas y hasta dejaban por un momento de tejer sus telas las arañas, orgullosas del imperio de los suyos.
Todo lo que hizo aquel hombre por exterminarlas resultó baldío. De nada sirvió que limpiara la casa hasta los cimientos, ni los sahumerios con distintas hierbas,  cada cual más pestilente, que sus vecinos le recomendaron.  Lo intentó con orines de burro, con vinagre caliente, con azufre molido, y en el colmo de la desesperación, hasta con agua bendita, pero ningún remedio parecía suficiente para acabar con aquella plaga infernal.
Cada vez que emprendía una de aquellas campañas contra las chinches conseguía que sus ataques disminuyeran algo durante un tiempo, pero aquellos malditos insectos se hacían enseguida resistentes a cada nuevo veneno y enseguida redoblaban sus asaltos, envalentonadas por el triunfo de su capacidad de adaptación sobre el orgulloso ingenio humano.
Tentado estaba el pobre viejo de pegar fuego a la casa  cuando se le ocurrió una idea que a su juicio podría ser de utilidad: introducir las patas de su cama en cuatro barreños de agua: así, cuando las chinches trataran de alcanzar el lecho, caerían irremisiblemente en ellos y morirían ahogadas, víctimas de su propia avidez.
La primera noche que puso en práctica el método, el hombre también fue atacado mientras dormía. El sistema no era perfecto, pues la inmensa abundancia de aquellas alimañas hacía que las últimas pasaran sobre los cadáveres flotantes de las primeras y llegaran a su objetivo, pero al menos así tenía por las mañanas la satisfacción de contar los cadáveres de las chinches ahogadas. El viejo pensó que aquel remedio sería temporal, como todos los anteriores, pero como se entretenía contando las chinches muertas, siguió poniendo cada noche los cuatro barreños, y a la larga el sistema dio resultado: las chinches, en lugar de volver con renovada fuerza y efectivos engrosados, acabaron por esfumarse.
El viejo no tardó en contar a sus vecinos el éxito de su idea. A la vista de los buenos resultados, el método de los cuatro barreños se impuso inmediatamente en todo el pueblo, y al cabo de diez años no quedaba una sola de las chinches. Habían desaparecido por completo.
La única lastima fue que el viejo campesino no viviera lo suficiente para contemplar la consumación de su triunfo, pero su nombre fue recordado con gratitud por todos. Siempre se creyó, acaso por la influencia del párroco, que aprovechó el asunto para ilustrar otras cuestiones morales, que la codicia era el peor de los venenos, y que lo que no pudieron hacer los humos, el vinagre y los orines, lo había hecho la propia codicia de las chinches.  Se decía que los venenos que vienen de fuera fortalecen, pero los que nacen del propio sera terminan por aniquilar al que los sufre, y que por eso es más fácil de curar un balzo que un tumor.
Sin embargo, con el paso de los años, tan edificante explicación dejó paso a otra que trajo el primer aldeano que había salido del pueblo para estudiar en la ciudad:
Cuando se usaban  los venenos, el humo, o cualquiera de las malolientes hierbas que tan populares fueran en otros tiempos, las primeras chinches en morir eran las más débiles, las enfermas o las menos adaptadas, y así aparecían y subsistían siempre nuevas familias más resistentes que las anteriores, pues sólo se reproducían las que habían logrado resistir el veneno.  Pero cuando se generalizó el uso del agua, la situación dio un vuelco  tan importante como inapreciable a simple vista: las primeras en llegar, y por tanto en morir, eran las chinches mejor adaptadas, las más rápidas, las que mejor habían desarrollado la habilidad de buscar cuerpos calientes en medio de la oscuridad. Morían, en suma, en primer lugar, las que en condiciones normales hubieran estado destinadas a triunfar y reproducirse; Las últimas en llegar podían pasar sobre los cadáveres de sus congéneres. De este modo, sobrevivían las chinches incapaces de encontrar alimento con la rapidez necesaria, las enfermas, las lisiadas y las que tenían sus nidos en los lugares menos convenientes. Esas eran, pues, las que a la postre se reproducían.
Luego, cualquier veneno, cualquier enfermedad o cualquier depredador hizo el resto.


II


En aquellos mismos años, sin dar tiempo al estudiante a concluir sus estudios, comenzó una gran guerra. Se trataba de la mayor guerra que hubieran conocido los siglos hasta ese momento, y las unidades de alistamiento recorrieron el país en busca de soldados con que nutrir los descomunales ejércitos que serían necesarios para hacer frente al enemigo.
Al principio, además de reclutar a todos los hombres jóvenes, sanos y fuertes, los oficiales de reclutamiento se los llevaban a todos, preocupados por el empuje del enemigo; pero con el tiempo las autoridades cayeron en la cuenta de que no era rentable el esfuerzo material necesario para instruir a los más débiles, viejos o afectados de ciertas dolencias, y los devolvieron a casa. Sólo los mejores servían para las armas.
El estudiante que explicó la solución contra las chinches habló de ello con sus compañeros y fue fusilado por sedición.
Murieron muchos hombres en aquella guerra.
Y luego hubo otra.
Y después otra…