15 abril 2009

Carnaval con tambores y cornetas


¿Qué es un tonto de capirote? La respuesta es fácil: uno que lleva capirote y además es tonto. O se lo hace. O le obligan a hacérselo para que todo siga procesionando mansamente mientras unos vocean y otros tienen que callar.
Ustedes perdonen que me lo tome así, pero los juegos de hipocresía, con tríos eróticos, cuernos consentidos y pellizcos en la nalga necesitan del consenso de todas las partes para ser divertidos, y en esta cama redonda en la que quieren meter a la lógica me parece que ya somos muchos los que pensamos en tirar la chica al río porque nos cansamos de gritar ¡organización!, como en aquel chsite de la orgía de funcionarios.
Hace sólo unos días todo el mundo estaba de acuerdo en que la iniciativa de promover un comedor social por parte de las Hermandades de Semana Santa era lo más apropiado para unas asociaciones cristianas, religiosas, católicas y que tienen su razón de ser en la práctica de una fe que enseña y manda caridad con los más pobres. Todos aplaudimos y todos quedamos como Dios: que las cofradías de Semana Santa empiecen a demostrar que su devoción no es sólo teoría, sino también práctica cristiana. O sea, que menos hacer penitencia teatral y más dar de veras el callo. Ovación y vuelta al ruedo.
Ahora, sin embargo, se le ocurre a alguien que las mismas cofradías defiendan la postura de la Iglesia en contra del aborto y se arma la marimorena. Ahora, de pronto, las Hermandades de Semana Santa son asociaciones laicas, culturales, y con fines folclóricos, dedicadas a prolongar el carnaval encapirotando y entunicando señores (y señoras) para que se paseen marcialmente por las calles de la ciudad. Pitos y salida de cabestros.
A ver: ¿en qué quedamos? ¿Son las cofradías de Semana Santa asociaciones con naturaleza religiosa y cristiana o no lo son?, ¿o es que lo son sólo cuando sus fines coinciden con la Propaganda del Ministerio de Asuntos Sociales pero no con las ocurrencias del Ministerio de Justicia?, ¿dependen del obispado o del Ministerio de la Propaganda?
¿Qué clase de cachondeo es este? ¿Acabarán las cofradías suprimiendo también las imágenes religiosas de los pasos para no ofender a nadie igual que las están quitando en las escuelas?, ¿sacarán en procesión un ejemplar de la Constitución para ser absolutamente correctos y que no los miren mal?
A mí que me lo expliquen: la peña del Zamora F.C. tiene que defender el fútbol, la protectora de animales a los perros, los gatos y los periquitos abandonados y las cofradías de Semana Santa las enseñanzas de la Iglesia. Y al que no le gusten, que no se meta y que se haga de la hermandad de feos con perilla, como yo mismo.
De lo contrario, con cofradías y hermandades que pasean cristos sin ser cristianas sólo quedará pensar que la Semana Santa no es más que un carnaval con tambores y cornetas.
Una burla y una blasfemia.

La mosca en el asado


A veces tengo la impresión de que vivimos en una permanente cena social, un banquete de etiqueta en el que acaban de dejar el asado en el centro de una mesa redonda. Todo el mundo ve que hay una mosca enorme y negra en la salsa, pero nadie se atreve a ser el primero en decirlo porque el que señale la mosca será acusado por los otros de haber estropeado la cena.
¿Les parece rebuscado? No me extraña, pero entiendan que soy escritor, y no fabricante de bazookas. El asado es nuestro estado de bienestar, nuestras libertades democráticas y una forma de vivir un tanto dada a lo inocuo, a lo que no tiene consecuencias y siempre se puede arreglar de alguna manera amable.
La mosca es el progresivo emputecimiento de la sociedad, tanto en sus bases políticas como morales, para llegar, como no podía ser de otro modo, a una quiebra económica de la que difícilmente se puede salir sin un consenso sobre qué es lo que estamos dispuestos a aportar para tener lo que deseamos tener.
No es nuevo que haya gente que robe. Desde los tiempos de la caverna ha sido así. Lo peor y diferente es que los ladrones se conviertan en personajes televisivos con espacio y ocasión para mostrarse como ejemplo. No es nuevo que la justicia y la política se metan en trapicheos, contubernios y componendas; lo peor es que ellos mismos confunden sus lugares, haciendo regresar a nuestro país a los siglos anteriores a la división de poderes. No es nuevo que la administración considere súbditos a los ciudadanos, nos esquile con impuestos y nos oprima con leyes imposibles de cumplir para que todos seamos culpables; lo peor y novedoso es que se haga simulando que se nos pide consentimiento y se nos señale como responsables últimos de nuestros propios males.
Decía el otro día que en lo privado se han cambiado los boxeadores por envenenadores, y quiero añadir ahora que en lo público cada día triunfa más el cambio del asalto a mano armada por el chantaje, con el delincuente oculto en la alevosía de una voluntad popular cada vez más difusa.
El ejemplo es claro: se votó en contra en varios países la nueva constitución europea, pero como interesa a la casta dirigente, porque le concede todo tipo de impunidades y prebendas, ya están repitiendo votaciones en algunos sitios o aprobando directamente el tratado en otros sin consultara nadie. Aquí, si se fijan, vamos por el mismo camino, con concesiones millonarias a andaluces y catalanes por no se sabe qué privilegios o deudas históricas, mientras los demás deben raspar el fondo de la cazuela en busca de las últimas migajas requemadas.
Y entre tanto, por supuesto, no hay quien se atreva a decir que para eso es mejor no ir a votar. Que para eso era mejor un sátrapa cualquiera al que poder pasar a cuchillo periódicamente, como en tiempo de los godos.
Entre tanto nos convencemos de que es mejor no ver la mosca, no sea que se lleven el asado y no haya más en la cocina.

14 abril 2009

La lotería de Hiroshima


Dice Eduardo Mendoza, con toda la exquisita mala uva que le caracteriza, que los catalanes son gente tenaz, hacendosa y amante del trabajo, y que si además supiesen hacer algo serían los dueños del mundo.
Algo parecido nos pasa a los zamoranos, que somos gente resistente, emprendedora y esforzada, que si además supiésemos hacer en nuestra tierra lo que luego hacemos fuera no tendríamos que colgar en nuestra provincia el cartel de "se traspasa por no poderla atender".
No sé si será cierto que España vive en una especie de remolino industrial en el que sólo el centro y la periferia logran atraer población, pero nuestro problema, el de verdad, es el censo. El mundo se va mansamente al carajo por culpa del aumento de población, que lleva consigo desertización, guerras, hambrunas y toda clase de desgracias. Nosotros, en cambio, nos despeñamos hacia la gloria de los muertos, que es la nada, o la esperanza de la resurrección, pero nunca la alegría del paso adelante. Las ciudades se ruralizan al tiempo que los pueblos simplemente se abandonan, y cuando se acabe la cuerda, una maroma que ya es sólo hilo, no habrá gente de los pueblos que sustituya los que se marchan de Zamora o Benavente, y entonces, sólo entonces, veremos la verdadera magnitud de la tisis que nos carcomido.
Lo grave, amigos lectores, no es que perdamos quinientos habitantes al año. Lo grave es que perdemos ochocientos jóvenes y ganamos trescientos viejos. A este paso, cuando desaparezca la generación de los que nacieron al final de la guerra civil, no va a quedar por aquí ni el apuntador.
Y entonces dará igual que AVE o pajarraco nos traigan, porque cualquier AVE será buitre. Y entonces ya dará lo mismo si cierran o no los consultorios de los pueblos, o quitan las líneas de autobuses que aún queden, o aniquilen con bombas de racimo las últimas escuelas de algún pueblo con la desvergüenza bastante para criar esas rarezas que llaman niños. Entonces será indiferente, porque habremos perdido un montón de riqueza que no sale en las estadísticas y seremos real y verdaderamente pobres.
La riqueza de una tierra se mide por lo que produce y por el valor de sus infraestructuras, pero nadie ha tenido el coraje de contabilizar en España las infraestructuras perdidas y por eso se supone que nos hemos hecho ricos. Sumar sin restar siempre sale a cuenta, pero lo cierto es que todos los tejados que se hundieron, las casas que se cayeron y los montes que se llenaron de maleza también han restado, anque no queramos verlo.
La risa del monte, abandonado y baldío, con las vacas en el limbo y las cepas ardiendo en la chimenea es la herida por la que realmente nos desangramos sin que aparezca en diagnóstico alguno.
Lo que dejamos perder ya no es nuestro. Es del lobo. Cada pozo que se ciega, son mil euros al garete. Cada tejado que se hunde en una aldea, otros diez mil.
Pensar que la riqueza sólo es producción y no masa de capital es como decir que a Hiroshima le tocó la lotería por la cantidad de edificios que levantaron después de la guerra.
Y no es eso.

La olla express




Recuerdo que de niño me gustaba mirar cómo daba vueltas el pitorro de la olla express, movido por la fuerza del vapor. Por ahí debe de seguir la olla, aún cociendo garbanzos, porque en aquella época las hacían con las planchas que sobraban de los carros de combate, y no como ahora, que parece que las fabrican reciclando horquillas y grapas.
La olla, por supuesto, es una alegoría, y el pitorro giratorio que hacía de válvula se me representa a mí como la realidad que ahora se nos escamotea.
Cuando yo era niño, la gente se moría, pero ahora a los niños no se les lleva a los entierros no vaya a ser que se traumaticen. Cuando yo era niño, jugábamos a indios y vaqueros, a policías y ladrones, con palos y pistolas, y ahora se han perseguido hasta el exterminio los juguetes bélicos.
Quizás, en principio y en teoría esté muy bien pensado el movimiento que deja la violencia fuera de las posibilidades efectivas, pero lo cierto es que la violencia sigue ahí, y como ha desaparecido la válvula de escape, el día que la violencia se acumula, en lugar de un pitorro giratorio tenemos una explosión en la cocina.
Eso es para mí lo que explica en cierto modo hechos como la matanza de Alemania, donde un chaval de diecisiete años vuelve a su antigua escuela y se lía a tiros con alumnos y profesores. Y además, no es le primero, sino sólo uno más de una larga lista de recientes crímenes masivos y juveniles.
La violencia es real, y si no se le da una válvula de escape se acumula hasta límites insoportables. No basta predicar paz y amor, como un gurú oriental fumado hasta las cachas: hay que dar salida efectiva a las frustraciones, evitar a toda costa que el menor se sienta con derecho a todo y, por tanto, infinitamente ultrajado cuando le falta algo o se siente tratado injustamente. Hay que saber entender al ser humano en vez de intentar cambiarlo con repugnantes técnicas de ingeniería social o con manipulaciones que llevan a extremos lamentables. Hay que decir de una vez que dos chavales que se lían a mamporros son más sanos y serán seguramente mejores amigos y menos violentos que los que se tragan la bilis de las humillaciones durante años.
El sistema, por contra, prefiere la insidia y la hipocresía. La sociedad y los medios alimentan la falsa paz de los juegos solidarios mientras en algunas almas se acumula, gota a gota, la presión de un rencor que no se lavó con el ancestral jabón de dos bofetadas compartidas.
¿Estoy diciendo que falta violencia? No. Violencia es lo que sobra. Pero no sobra tanto la violencia de dos chavales que se pegan como la dedos chavales que se odian mientras el mundo entero les aplaude por aprender a odiarse manteniendo una sonrisa en la boca.
Ese es nuestro problema: que nos creemos más civilizados por haber convertido a los boxeadores en envenenadores. Que nos creemos más cívicos por convertir a Thyson en Lucrecia Borgia.

Sólo una cosa no hay: es el olvido


Permitan que empiece en el título con un verso de Borges aunque no estemos para lirismos.
No hay olvido. No puede olvidarse un atentado como el de Madrid, con casi doscientos muertos y miles de heridos, entre ellos la confianza en nuestra democracia y los resortes que la ponen en marcha o la corrompen.
Han pasado cinco años y siguen coleando las controversias sobre pruebas falsas, testigos comprados, silencios forzosos y pruebas manipuladas o simplemente destruidas por parte de la policía. Ahora parece que uno de los condenados estaba demostrablemente en otro sitio mientras se montaron las bombas, pero se ocultó ese dato durante el juicio. Parece ser también que algunas muestras obtenidas en los lugares de la explosión, como atestiguan las fotos de los técnicos recogiéndolas, no llegaron a aparecer nunca.
Es triste, pero las dos maneras de interpretar este caso siguen dejando demasiadas lagunas. Si se utiliza la razón, o el sentido común, la historia oficial no se sostiene. Como novela no tendría ni pies ni cabeza y como película sólo podría formar parte de una especie de reallity spaghetti con Ozores, Esteso y Pajares de protagonistas, disfrazados de moros integristas. No cuela. Es imposible.
Y si se sigue la sentencia oficial del juicio, todavía es peor, y eso es lo que realmente me asusta. Como hubo un juicio y una sentencia, todo el mundo aprovecha la sacrosanta costumbre de no leer nada para decir que los hechos ya están juzgados y no hay más que hablar. Pero si se toma uno la molestia de leer esa sentencia, entonces tenemos que a la inmensa mayoría de los imputados se les condenó, sí, pero por otras cosas. Es un truco miserable, pero así funciona el asunto: la gente oye "juicio por el 11 M" y oye "condena", y da por hecho que lo uno tiene que ver con lo otro. Pero resulta que no: del montón de imputados, algunos fueron condenados por traficar con explosivos, aunque no pudo demostrarse que esos explosivos se usaran en Atocha. A otros se les condena por pertenencia a banda armada o asociación de malhechores, pero no se da por demostrado que participasen en los hechos. A otros se les condena, alucinen, por traficar con hachís, pero no por poner bombas. Y no hay autor intelectual ni nadie que lo planease.
Sáquenlo ustedes mismos a ojo: si a un etarra se le condena a tres mil años de prisión por siete asesinatos, ¿cómo es que por doscientos asesinatos y miles de heridos se imponen condenas de tres, de cinco, o de diez años a la mayoría de los acusados? Porque sólo dos de ellos son considerados autores, y el resto no tuvo gran cosa que ver con la matanza final. Eran relleno para simular un gran juicio.
Pero nadie lee nada, y menos aún la sentencia. Y en esa ignorancia activa y militante enclavan sus raíces los sacerdotes de esta nueva religión basada en hacernos comulgar con ruedas de molino.
Por eso, no habrá olvido. Porque para olvidar dicen los psiquiatras que primero hay que comprender y esto todavía no hay quien lo entienda.
Con Borges empecé y con Borges acabo: Dios mueve al jugador y este la pieza. ¿Qué dios tras ese Dios la trama empieza?
Eso nos seguimos preguntando algunos cuando recordamos los atentados de Atocha.

Tirar de la manta



¡Qué gran hombre fue aquel que dijo "haz lo que yo diga pero no lo que yo haga"! Si no fuera por frases como esta, la Humanidad sería otra cosa. Lo que uno no sabe es si mejor o peor, pero otra cosa.
Y lo digo de verdad, no se crean: cuesta trabajo decidir si es mejor un presidente como Felipe González, que repite hasta la saciedad OTAN no, y luego, ya en el gobierno, cambia de opinión para no perjudicar los intereses de España, o uno como Zapatero, que promete sacar en un mes las tropas españolas de Irak y lo cumple aunque eso perjudique al país que tiene que administrar. No sabe uno si es mejor tener un presidente como Churchill, borracho, fumador y trapacero, que no cumplía su palabra ni por equivocación, o uno como Hitler, vegetariano, abstemio, y que cumplía al pie de la letra, punto por punto, todo su programa electoral. O sea que ser cumplidor es bueno o no, dependiendo de lo que uno prometa.
En cualquier caso, cuando alguien se mete a agente moralizante o detergente social (biodegradable), debería tener un poco de cuidado con que no saltasen demasiadas alarmas respecto a su conducta. De lo contrario se acaba como Séneca, inventor del estoicismo, doctrina que propugnaba la máxima austeridad, el desprecio a las riquezas y el desinterés por las cosas materiales, cuando el propio Séneca se hizo rico hasta las cachas trapicheando con negocios navieros en plan especulativo.
Como ven, la cosa viene de antiguo, y parece inagotable. Gunther Grass, adalid alemán de la izquierda bienpensante, solidaria, humanitaria y verde, que ponía un grito en el cielo ante cualquier acto de militarismo o ante la muerte, aunque fuese por vejez, de una ballena, resultó haber sido miembro de las SS. Y en las SS, ¡qué mala suerte!, sólo se ingresaba voluntario y no pudo decir que lo llevaron forzoso por quintas como le pasó a Ratzinger, hoy Benedicto XVI, que sirvió en el arma antiaérea porque allí le tocó como recluta.
La traca, la nuestra, es que después de moralizar a medio mundo, juzgar a vivos y muertos como un pantocrátor con gafas y corbata, resulta que ahora denuncian al juez Garzón por haberse embolsado cuarenta millones de pesetas a base de cursos y conferencias sin haber dado cuenta al fisco, ni a sus superiores, ni al lucero del alba, aún a pesar de la prohibición expresa para actividades remuneradas fuera de la suya.
Visto lo visto, nos queda pensar que para tirar de la manta hay que estar muy bien agarrado al suelo. Eso, si somos buenos. Si somos malos podemos pensar también que hay quién se pasa el día moralizando al prójimo y predicando el bien para poder hacer la media.
O dicho a lo castizo: si eres padre de familia procura no ir de putas. Y si eres arzobispo, ¡menos!

Afectos de pago


El título suena a prostitución, no lo niego, y aunque no pretendo hablar del mercadeo carnal tampoco me atrevo a desdecir completamente la intención última de la idea.
Dicen que los inmigrantes no se sienten españoles, sobre todo en la segunda generación, y me siento lo bastante osado para proponer que semejante fenómeno se debe a que salieron de una nación para llegar a un Estado. Una nación es un hecho emocional, o un proyecto común, mientras que un Estado, que es como le gusta llamar a los proxenetas políticos a España, es solamente un proyecto mercantil, como una comunidad de bienes o una sociedad anónima.
Si la Unión Europea no ha calado en el ánimo de los europeos es precisamente por eso: porque suena demasiado a empresa, a sacar lo que se pueda y vender las acciones en cuanto dejen un beneficio para que sea otro el que tire del carro.
Mientras cualquier rasgo de apego a la nación española como idea sea considerado un reflejo de fascismo, los inmigrantes no se adherirán a España, ni tampoco a las ideas regionales. Tratarán de obtener los dividendos que puedan de esta sociedad, en forma de educación, o sistema sanitario, o infraestructuras, pero sin haber pagado nunca su cuota en el capital. Ya lo dije una vez: el inmigrante es un usuario, como el que compra un billete de avión, y tiene derecho a lo que el billete que ha pagado le ofrezca, pero no es nunca accionista, porque no fueron sus abuelos ni sus tatarabuelos los que se partieron el lomo para construir y mantener lo que hay.
De todos modos, hay que decir muy claramente que no es culpa suya, como no es culpa del ratón el entrar en el granero. Es culpa del agujero en la pared, que somos nosotros; es culpa de nuestro desapego, de nuestra falta de compromiso con lo que recibimos y que no tenemos intención alguna de conservar para lo que nos sucederán.
En España, a mi entender, se ha extendido tremendamente la mentalidad del solterón sin hijos, que aprovecha al máximo el capital, lo expolia y lo depreda, sabiendo que no tendrá a quién dejarle lo que quede. Ha prosperado, por decirlo de otro modo, la mentalidad terminal, el modo de pensar del que está a punto de extinguirse y no cuenta con que exista ningún futuro.
Y un colombiano que viene a nuestro país, seamos serios, sale de Colombia, que es su patria, para venir a un sitio que se llama España como se podía llamar Westinghouse; un sitio que cree sólo en sí mismo mientras da de comer, que mira hacia adelante sólo hasta la próxima junta de accionistas o la próxima convocatoria electoral, y que contrata y despide según las necesidades de la producción y el mercado.
Si nosotros mismos no nos consideramos una nación y nos avergonzamos de nuestra historia, nuestro proyecto y de cualquier cosa que nos una, no podemos pedir a los demás que sientan un afecto mayor.
Si en vez de una familia somos un club de alterne, podemos pedir que se nos pague, pero no que se nos quiera.

Una historia de espiritismo



A veces hay que escuchar a los muertos, aunque sólo sea para usarlos como espejo y saber si en un siglo hemos cambiado tanto. Permítanme que invoque hoy, con la ouija de las letras, a un político de 1924, cuando la gran crisis.
En estos momentos amargos debemos estar más unidos que nunca.
No basta ya con gritar, con estar presente en las calles y hacer valer la razón de que un país próspero tiene que ser antes de nada un país en orden. Pero para tener un país en orden debemos, en primer lugar, saber cultivar y defender la justicia. Un país que tiene orden mientras carece de justicia es una nación de cadáveres, de medio hombres, un repugnate gallinero dispuesto a transigir con todo a cambio de su ración diaria de grano.
El gobierno anterior nos propuso endeudarnos, y nos endeudamos. El gobierno actual ha tenido la decencia de no proponernos nada, y se lo agradecemos de todo corazón.
Para eso, para decirnos que hay que esperar y soportar es para lo que tenemos un Gobierno. Para comentar las estadísticas en vez de intentar modificarlas, para mirar antes las cuentas que las personas.
Lo primero de todo, debemos permanecer unidos ante los momentos difíciles que se avecinan. Nuestros enemigos son por igual los que pretenden desnaturalizar nuestro país y los capitalistas que nos arruinan. La banca, la gran industria, los trust, las asociaciones de empresarios roban al obrero y se aprovechan de que hay una larga cola a la puerta de su fábrica para ocupar el puesto del que no transija. La banca, los trust, la gran industria son enemigos del pueblo, porque sus beneficios no redundan en beneficio de todos. El que arriesga el capital debe obtener un beneficio: eso es cierto, es lícito y es necesario. No se discute la legitimidad del lucro empresarial ni de la libre iniciativa. Pero cierto es también que la única diferencia entre ganar dinero y robarlo estriba solamente en los métodos que se empleen. No se enriquece lícitamente el que zarandea una anciana para quedarse con su monedero. No se enriquece lícitamente el que obliga a un padre de familia en apuros a trabajar como un burro durante doce horas, porque la fuerza del bruto aplicada al débil no sólo es un delito cuando la fuerza proviene de los músculos. El beneficio es lícito, sí, pero el beneficio es otra cosa.
Yo no soy partidario de las grandes palabras. Yo no os mencionaré la patria, ni el orgullo de la nación. Todo eso está muy bien, es digno de respeto y hasta sagrado si queréis, pero demasiados engaños se han consumado ya en nombre del honor y del orgullo. La gran pelea no está tan lejos como creemos a veces; está aquí mismo, en nuestras casas, a nuestro lado. Yo no os voy a decir que tenemos que luchar por España, ni por el pisoteado orgullo de la nación, ni por la tierra de los antepasados. No: yo os emplazo a que luchemos por seguir creyendo que vale la pena trabajar, o que vale la pena ahorrar y esforzarse. Quisiera ver tenacidad y coraje por la juventud que tuvimos los que ya no lo somos tanto, por la que os están arrebatando a los que aún lo sois, sin futuro y sin aspiraciones.
Porque si cumplimos con lo que viene sobre nosotros los haremos caer, al fin caerán, aunque sea envenenados por el polvo de nuestros huesos.
Y entonces viviremos.

12 abril 2009

Cofrados y cofradas



No debería, pero me troncho. Las declaraciones, asambleas, golpes de hisopo y meneo de incensario a que han dado lugar las reivindicaciones de unos y las resistencias de otros, tienen mucho de surrealista. Viendo estas cosas ya no se extraña uno de que el cimborrio de la catedral tenga aires bizantinos: el cimborrio y las discusiones. Zamora se bizantiniza sin haberse constantinopolizado porque nunca fuimos sede arzobispal ni tuvimos arzobispo que nos arzobispoconstantinopolizara. Así, aunque nos pese, en vez de ese trabalenguas nos acabaremos quedando con el de los tres tristes tigres pasándolas putas en un trigal. Por zopencos.
Y el caso es que estamos en lo de siempre: meterse a opinar donde no te llaman, o a mandar en casa del vecino. Gaseosas Gómez compra el camión que le sale de las narices, lo pinta de azul, de blanco o de rosa fosforito si se le pone en el arco de triunfo, y le echa gasóil en la gasolinera que le apetece. ¿Y saben por qué? Porque Gaseosas Gómez es una empresa privada y de lo suyo hace lo que le parece. El Real Madrid, o el Zamora F.C. contrata al defensa central que mejor le viene a su presupuesto, o el que más le conviene por estatura, o el que dicen que sabe sacar los córners y meter alguno directo de vez en cuando. Y el Zamora F.C. fichará a ese jugador independientemente de que haya tres negros, dos chinos y un lisiado en la cola del paro futbolero que digan ser discriminados por su condiciones de tales. Y si al Zamora F.C se le obliga a comprar a un defensa negro para ser igualitario, entonces que lo pague y lo entrene el Ministerio de Igualdad.
Otro ejemplo, y más conocido, son los estatutos del Corte Inglés, que no puede cotizar en bolsa y que no puede ser vendido a alguien que no sea de la familia del fundador. ¿Injusto? No sé, pero la empresa es suya y hacen lo que les parece. Y me alegro, no vayan a venir luego a decirme lo que tengo que sembrar en los secarrales de mi pueblo o el nombre que debería ponerle al gato.
Pues con las cofradías, igual. El que quiera, que se apunte, y el que no, que se dé de baja. Y si hay que cambiar los estatutos, se vota y se hace lo que diga la mayoría. Y si la mayoría de esa asociación privada decide que hay que salir con vestido de topos y volantes, pues se sale de bailaora o se solicita la baja. ¿Pero quién puñetas somos los de fuera de la asociación para decirles lo que tienen que hacer en su casa? Esto es como la gente que critica a la Iglesia pero se declara atea: ¿a usted qué carajo le va en lo que diga el papa, o el presidente de Letonia, si no se considera súbdito ni socio de ninguno de los dos?
El caso, seguramente, es sentar el precedente de meterse en casa de otro y mandar en lo que no es tuyo. Si para ser cofrade del Cristo de la Talega al Hombro hay que haber vendimiado en Francia, ser feo y llevar barba, pues el que cumpla los requisitos que entre si quiere, y el que no, que busque otra. Y si hay que ser hombre, mujer, zurdo de las dos manos o barítono de opereta, pues lo mismo.
Pero no. Aquí no. El caso es dar la lata y con lo ajeno.
Cualquier día denuncian a la ONCE por discriminar a los que ven.
Es de traca.

La boina a rosca




Me dijo una vez el director de un periódico: tú escribe lo que quieras, pero que lleve boina, que aquí no nos interesa lo que no huela a sudor conocido. Por supuesto, no fue el director del periódico que está usted leyendo, porque si no a buenas horas estaría dirigiéndome a ustedes, después de hablar de las cosas que hablo, pero me viene ahora a la memoria aquella anécdota con motivo de los debates postelectorales gallegos y vascos.
Los terruñismos son unas anteojeras de burro que nosotros mismos nos ponemos, tratando de imponerlas a los demás a través de las elecciones, o del menosprecio a todo lo que nos quede un poco lejos, en la geografía o en la mente. Si, como decía Pessoa, cada hombre es de la estatura de su mirada, el terruñista equivale en lo intelectual a esos indios del amazonas que reducían la cabezas de sus víctimas para usarlas de trofeos. El terruñista reduce, empequeñece, engendra enanos mentales constreñidos a unas fronteras que casi nadie sabe de dónde salieron.
¿O se creen que las fronteras y territorios que tan fieramente defienden algunos las señaló Dios con un dedo? En España, las provincias actuales fueron establecidas en 1833 por Javier de Burgos, o sea que ya ven que de tiempos inmemoriales, nada. Un funcionario, un día, se sentó en su despacho y dijo que ya era hora de organizar el Estado un poco mejor para el cobro de contribuciones y el nombramiento de gobernadores. Y de allí, que no del Espíritu Santo, nacieron las provincias que luego se han empleado para crear supuestas naciones, supuestos territorios históricos, y supuestos hechos nacionales. Un pueblo puede estar hoy en Orense o en Léon, en Burgos o Vizcaya, no por razones de sentimiento, lengua, cultura o historia, sino porque así le vino bien a Javier de Burgos, que además de subsecretario de Fomento (ni siquiera ministro) fue también director de El Imparcial, un periódico que se reía de la boina terruñista a mandíbula batiente.
O sea que no se dejen engañar: ser de Zamora no impide hablar de astronomía, de las repúblicas bálticas o de los matices de Heidegger, ni siquiera en un periódico como La Opinión. Les aseguro que se trata de todo lo contrario: estar un poco al margen, lejos del centro, permite otear el horizonte con cierta perspectiva, o la menos con la tranquilidad del que no tiene que ponerse a cubierto de todas las pedradas.
La libertad la da, por definición, el que aumenta las opciones del otro. Una persona o una institución que reduce tus opciones ante la vida es un carcelero. Y el que reduce el mundo disponible, eliminando de los libros los ríos que no pasan por su pueblo, los personajes que no nacieron en su pueblo y los hechos que no sucedieron en su barrio, es, a la postre, tan demente como el que prefiere no mirar a las mujeres de la calle porque prefiere a su hermana.
Porque al final el terruñismo es eso: boina a rosca y endogamia.

Caparazón de tortuga




No tengan miedo, que no se trata de una receta de cocina para tiempos de crisis. Para eso ya está inventada la sopa de piedra, aquella del cuento que nos contaban los abuelos cuando tenían ganas de y hablarnos de pícaros y tunantes, tan comunes en la fauna ibérica.
La historia del caparazón, según Ortega, es lo que define al heredero, y en eso me parece a mí que estamos los españoles de unos años a esta parte.
El heredero es una persona que disfruta de una posición, un puesto o unos bienes que ni ha creado, ni sabe de dónde proceden ni realmente tienen nada que ver con él. Quien crea una empresa, una nación o un patrimonio es, cuando menos, una persona de carácter, que ha sabido olfatear la ocasión, o de esfuerzo, o una persona, en el peor caso, que ha tenido el coraje y la mala fe para cometer el delito oportuno. El heredero en cambio se encuentra con unos bienes o unos privilegios que le son ajenos y vive como una tortuga joven dentro el caparazón de una tortuga muerta, mucho mayor. Este caparazón, que parece una defensa, se convierte muchas veces en un estorbo porque el heredero no sabe moverse con él.
En todo Occidente, y en particular en España, estamos padeciendo ese síndrome de la concha de tortuga vieja. Disfrutamos unas infraestructuras, un bienestar, y unas condiciones sociales que se crearon en un tiempo en el que regían otras normas. Pensamos que ese bienestar, o los pantanos, o la energía, proceden de una especie de limbo inagotable al que tenemos derecho por la sola casualidad de haber nacido, pero en realidad no nos sentimos responsables ni partícipes de los mecanismos que generan la prosperidad en la que vivimos.
España consiguió levantar cabeza y competir con sus adversarios políticos y comerciales porque fue la primera nación europea en unirse. ¿Eramos más cultos, más inteligentes o más hábiles que los árabes? No, pero ellos se dividieron en taifas y se fueron al carajo, en columna de a dos, con su poder autonómico. ¿Qué pensamos que ha cambiado para repetir ahora ese error?
España consiguió salir del subdesarrollo con unas infraestructuras construidas bajo criterios de eficiencia y unidad, con pantanos que regaban otras provincias, carreteras que llevaban a otras regiones y centrales energéticas que alimentaban fábricas afincadas donde menos costaba luego transportar productos o materias primas. ¿En qué estamos pensando ahora, cuando cada cual defiende su valle, se opone a cualquier línea de alta tensión que pase por su pueblo, o apedrea las máquinas que construyen la autopista?
Somos el heredero que vive aún de los restos de consenso, buena fe y sentido común de otros tiempos. Mientras sobraba de todo, se arreglaban cada año las goteras del tejado, o se remendaban los pantalones del frac, pero ahora que llega la época de verdadera necesidad, veremos el verdadero estado en que hemos conservado lo que recibimos: una ruina que no se conforma ya con tres tejas, un zurcido, o tres botes de pintura.
Y el heredero no construye. Sólo exige.

La foto fea

A mi siempre se me ponen los dientes largos de envidia cuando recuerdo que el canciller alemán Willy Brandt dimitió al saberse que unos de sus secretarios trabajaba para los servicios secretos de la difuntísima RDA. Que un presidente se considere responsable de la gente que trabaja a su lado me ha parecido siempre un ejercicio de máxima responsabilidad. Eso, y un sueño imposible en España.
¿Se imaginan lo que hubiese pasado aquí? Si un secretario del presidente trabaja para un país extranjero se le echa la culpa al país extranjero, a los encargados de la seguridad, al Centro Nacional de Inteligencia, al lucero del alba o al cambio climático, pero no dimite ni el vigilante de noche.
Pero esta vez, por fin, dimitió un ministro. Tenía tras de sí un historial de meteduras de pata y actos impresentables que hacía difícil su permanencia en el cargo, en un cargo además donde se espera que el que lo desempeña dé ejemplo de transparencia, seriedad y mano firme. Se trataba de un ministro que se había gastado doscientos cincuenta mil euros en una reforma de un piso oficial justo cuando los españoles empezaban a pensar con qué iban a pagar su hipoteca, y que salía de caza con el mismo magistrado que acusaba de corrupción al partido de la oposición, creando una sospechosa sensación de complot entre los dos poderes.
Sin embargo, si me lo permiten, creo que nada de esto ha conducido a la dimisión de Bermejo. A Bermejo lo derribó la foto fea. Y me explico: el partido socialista puede llegar a justificar ante su parroquia que sus altos cargos roben, contraten sicarios, o se bajen los pantalones ante el nacionalismo. No lo justificará directamente, pero todos hemos escuchado frases como que más robaron otros durante cuarenta años, algo había que hacer con los etarras en Francia, o también pactó con los nacionalista el PP.
Lo que el partido socialista no puede justificar ante sus incondicionales es la foto de uno de sus ministros matando ciervos como si fuese un seño feudal. Lo que no puede tolerar es la foto de miembros de su partido escopeta en mano, matando animales salvajes, y con pobres criados alrededor aderezando la escena triunfal del señorito. Esa foto reúne sobre sí misma todos los males: destroza la imagen pacifista del partido ante los enemigos de las armas, molesta a los ecologistas y cabrea a todo el que tenga un mínimo de memoria de esos cuarenta años franquistas que tanto tratan de explotar a nivel de propaganda.
Esa foto es la ruina y por eso se ha acabado marchando Bermejo cuando ni siquiera se lo planteó por el cuarto de millón del piso o por el compadreo de poderes.
Y es que en este país y en esta democracia nuestra todo es cuestión de foto y de lo que la foto recuerda. ¿O por qué creen que nadie sale ya inaugurando un pantano? A lo mejor también porque no los hacen. O no los hacen por miedo a la foto del día que haya que inaugurarlos, lo que tampoco es descartable conociendo al personal.

El tonto del pueblo (una de fábulas)




Cuentan que un sabio un día, tan pobre y mísero estaba que sólo se sustentaba de rencores que comía.
No era así, ya lo sé, ¿pero a quién le importan ahora las moralejas de las fábulas? La calle no está para bromas, y las que se oyen por los cafés son cada vez más amargas y más devotas del ancestral rito cainita según el cual las cosas no van tan mal si el vecino las pasa putas.
Porque algo de eso hay, no sé si por mala sangre, por impotencia, o por aquel rasgo tan conocido del tonto del pueblo que siempre jaleaba al equipo que iba ganando, a ver si se le pegaba a él algo de la grandeza y el prestigio del ganador. El ganador ahora es la ruina, y el tonto urbano, que es una variedad asfaltada y con ínfulas de lo que era el tonto del pueblo, jalea las quiebras y los despidos con la esperanza de que lo tomen por rico o, mejor aún, de que le den una subvención, como han hecho ya con tantos y tantos otros que sólo servían para llevar pancartas.
Quedan algunos rasgos en común, ya ven, pero el tonto del pueblo de toda la vida sabía correr y esconderse de las pedradas, mientras que este de hoy, aunque lleva casi siempre la vida de una gallina ponedora, sale a recibir los pescozones a pecho descubierto, quizás convencido de que ahora en el país de los ciegos ya no es rey el tuerto, sino el que además de ciego es cojo, manco, o todo a la vez, y no se queda atrás el día que llaman a agitar los muñones, los miedos y las miserias como si fuesen estandartes.
Lo de los muñones convertidos en banderas de una nueva clase social lo decía Saint Exupery, pero es mejor recordarlo por El Principito y que siga pareciendo manso. ¡Otro rasgo de la nueva sociedad!
El mundo ha cambiado, ya ven. Cuando el tonto del pueblo escardaba los ajos, se podía seguir el hilo de la economía con un poco de sentido común: los bienes salían de la tierra, se transformaban en las fábricas y terminaban en los mercados; ahora, a lo que parece, los bienes surgen en la bolsa, se transforman en los bancos, y acaban en ventanillas de los funcionarios.
Todo es una fábula, y el nuevo tonto del pueblo se ha convencido de que no hay relación alguna entre el precio de un producto y su coste, o de que no existe ningún vínculo entre lo que la gente gana y lo que finalmente puede gastar.
Y si el mundo es fábula, mejor unirse a ellas.
Bermejo y Garzón se comieron un capón. Después de haberlo comido trataron en conferencia si obrarían con prudencia en comerse el asador. ¿Lo comieron? No señor. Era un caso de conciencia.
Otro día les cuento la del rey de las ranas. Hoy no me atrevo, no vaya a ser que no me explique bien. O peor aún: que sí me explique.