03 febrero 2009

País de cómic


Yo no digo que haya que ser cristiano, ni creyente siquiera, pero el evangelio hay que leerlo, aunque sólo sea por razones literarias. Hay un pasaje concreto que habría que aprendérselo de memoria, y no perderlo de vista en ningún momento: "que no se hizo el hombre para la ley, sino la ley para el hombre".
A fuerza de crear leyes y normas, nos han convertido a todos en delincuentes, de manera que en cualquier momento nos puedan echar mano si no somos lo bastante dóciles con el poder de turno. Hay, por tanto, dos modos de dictadura: el de toda la vida, que consiste en destruir el estado de derecho, y el actual, que consiste en hacerlo llegar tan lejos que todo lo que no está prohibido acabe por ser obligatorio.
Por ejemplo, cuando me me he enterado de que han echado a las bandas musicales de semana santa de debajo del puente, he tenido un sobresalto. No entro a juzgar las razones, pero el hecho, como símbolo estético, da miedo: ya ni el proverbial recurso de marcharse a vivir debajo de un puente va quedando, si las cosas empeoran.
Algo está cambiando en la sociedad, bajo el disfraz de normativas de toda clase y calaña, y a menudo para mal. Algo hay de hombres sirviendo de alimento a las leyes para que engorden, como si fuesen sapos, y no de leyes sirviendo a la prosperidad común. Tengo la impresión de que si Carpanta, el famélico monigote de Ecobar, viviese en nuestros días, acabaría en prisión, constantemente interrogado por una equipo de asistentes sociales que se empeñarían en encuadrar su caso en alguna patología social o algún trastorno afectivo.
Tengo la impresión de que Zipi y Zape acabarían en un centro de acogida después de que a don Pantuflo Zapatilla se le retirase la patria potestad por malos tratos psicológicos reiterados, y que el cuarto de los ratones sería convertido, con dinero público gestionado por afines, en una especie de museo de la tortura infantil.
Creo sinceramente que el botones Sacarino estaría en estos momentos en la cola del paro, tras haber hecho caso a algún sindicalista que le hubiese convencido de que sus condiciones laborales eran infrahumanas y que su puesto no era digno de un español, que debía aspirar a algún puesto en el pujante sector de la Investigación y el desarrollo. Eso sin contar con que no parecía tener dieciséis años y, por tanto, no podía estar trabajando.
Al final, como ven, de todos los personajes de aquellos tebeos que leímos todos los de mi generación en la infancia, sólo quedan Mortadelo y Filemón en el Ministerio del Interior, Anacleto en el Centro Nacional de Inteligencia y Pepe Gotera y Otilio en la construcción, pero muy venidos a menos después de que la abuelita Paz se declarase en suspensión de pagos.
Qué triste.

Los apartes de la vida



A mi entender, el mejor prosista portugués de todos los tiempos fue Bernardo Soares, un tipo gris que vivía en un cuartucho de la calle de los doradores, en Lisboa, y que, entre otras cosas, no existió nunca. Sigan ustedes esa broma exquisita y tal vez les ayude a conocer mejor el espíritu de nuestro vecinos, gente que ni siquiera necesita existir para ser grande.
Ya hablé una vez de las famosas costas atlánticas de Zamora, y de los berberechos y percebes que recogemos en nuestra frontera occidental, pero no está de más insistir, sobre todo en estas fechas en que se celebra a bombo y platillo la cumbre hispanolusa.
Vivimos sin ferrocarril, sin comunicaciones, sin carreteras adecuadas, sin infraestructuras comunes, como si fuésemos una provincia costera. Pero al Oeste no está el mar. Al Oeste está Portugal, una tierra que no hay antropólogo ni historiador medio serio capaz de distinguir de la nuestra sin que alguien haya trazado previamente una línea roja.
Hay fronteras naturales, como el Rhin, los Pirineos, el estrecho de Gibraltar o el Canal de la Mancha, y otras que si se borran nadie las sabe trazar de nuevo. Y si no se lo creen, les invito a coger un mapa en blanco de la península ibérica y a tratar de trazar de memoria la frontera con Portugal. No lo van a conseguir ni de broma, ya se lo digo, como no sea en el trocito que marca el Guadalquivir. Yo lo he intentado dos veces y una vez me anexioné Oporto y la otra regalé Vigo.
Para todos los españoles esta es una gran estupidez, pero para los zamoranos en particular es una tragedia. No podemos vivir de espaldas a la mitad de lo que nos da sentido. Su abandono y el nuestro forman un aislamiento mayor que la suma de ambos, azotados los dos por las preferencias de los políticos hacia zonas periféricas. Lo que aquí se va a Madrid , Barcelona, Valencia y Bilbao, allí se va a Lisboa y Oporto, convirtiéndo la región entera, la nuestra, en una depresión humana.
Hay doscientos setenta kilómetros a Madrid y trescientos cuarenta a Oporto, que bien podrían reducirse a una distancia equivalente con carreteras o ferrocarriles adecuados. ¿Se imaginan lo que seríamos a medio camino entre dos grandes urbes, una continental y otra marítima?
Eso es lo que perdemos mirando siempre a Oriente, como si esperásemos todo el año los reyes magos, en vez de al rey Sebastián de la leyenda portuguesa.
Y ya va siendo hora de que nos demos cuenta de que a nosotros nos saldría más rentable pagar a escote una autovía hasta Murça, que hasta Murcia. Sería más rentable y más satisfactorio llegar a algún acuerdo con Portugal que seguir jugando al trágala con algunas autonomías españolas.
Porque los portugueses están como nosotros y además no van diciendo por ahí que les debamos nada. Y eso también cuenta.
Como el espíritu de sentirse "una especie de aparte de la vida, un entresuelo de pequeña ciudad sin tren".
¡Qué bueno era Bernardo Soares!