24 enero 2007

Ni Largo ni Caballero



Dicen que una vez, en uno de sus arranques de retranca gallega, Franco se opuso al nombramiento de Ortega y Gasset como ministro de educación escribiendo "no y no" al lado de su nombre en la lista de candidatos que le presentaron. Ortega era partidario de reducir a cuatro las asignaturas de los estudiantes hasta los diez años, concretamente lengua, matemáticas, música y gimnasia, de modo que sobre esa sólida base pudieran luego aprender fácilmente cualquier cosa, y seguramente a Franco le dio miedo que la gente pudiese aprender cosa. El dictador era partidario de que a los chavales se les enseñase de todo antes que a leer y a hacer cuentas. Como los de ahora. Casualidades.
Franco ni quería a Ortega ni quería a Gasset. Eso está claro. Pero Franco se murió hace treinta y pico años (no hace dos días como parecen pensar algunos), y ahora tenemos un presidente del gobierno con la mente puesta en otro de esos apellidos casi dobles: el Largo Caballero de la revolución de Asturias y la voluntad de aniquilación de la derecha.
Igual que los pintores buscan su maestro, y los escritores tratan de encontrar inspiración en la sobras de sus antecesores, no es de extrañar que los políticos busquen sus raíces ideológicas en los orígenes de su propio partido. Con Zapatero, estoy cada vez más convencido de que trata de reflejarse en Largo Caballero y no en Negrín.
Zapatero trata de seguir los pasos al político que dijo que si la democracia servía para que gobernasen los mismos que gobernarían sin ella, mejor no tenerla. Zapatero parece imitar al que pensaba que la derecha tenía que ser eliminada de las instituciones, relegándola al silencio, y si eso no era posible, llegar a su ilegalización, como se hizo en su día con la CEDA.
Porque Largo Caballero, no nos engañemos, fue un político que trató de fomentar desde el poder las condiciones necesarias para la subversión, para la revolución obrera y para la implantación en España de una dictadura del proletariado. Por eso alentó la revolución de Asturias de 1934, y por eso apoyó los obreros asturianos hasta el último momento.
Hoy en día nos toca preguntarnos qué prepara el presidente Zapatero con tanto nuevo estatuto de autonomía y con tanto diálogo con los terroristas: seguramente la formación de un amplio frente en el que, aunando voluntades de nacionalistas y descontentos profesionales de diversa índole, se haga imposible cualquier gobierno que no sea el suyo. Se prepara aquí un corralito político al estilo mexicano, un PRI de setenta años de revolución institucional, con los medios de comunicación al servicio del pesebre y la estigmatización como fascista de todo el que no esté de acuerdo con sus proyectos expropiadores. Por al final estas cosas siempre pasan por robar, no se crean otra cosa.
Zapatero quiere repetir la revolución fallida de Largo Caballero siguiendo sus mismos pasos: si entonces ilegalizaron la CEDA, hoy deben acabar con el PP. Acallarlo. Reducirlo a cuatro terruños hambrientos y despoblados y pactar con quien sea, ETA incluso, a costa de Navarra o de la sangre de quien haga falta, para estructurar una dictadura bolivariana en España. El caso es llegar a la dictadura; formal, tácita o encubierta, pero a la dictadura.
Y en algo hay que reconocerles la razón: lo mismo que se dejó linchar la CEDA en su día después de ganar unas elecciones se dejaría hoy linchar el PP, entre lágrimas de protesta, y tartamudeos de legalidad impotente. Pero en algo se equivocan y eso también hay que recordárselo antes de que nos conduzcan a algún desastre: que Zapatero no es Largo Caballero, porque no tiene ni su coraje, ni si talento, ni su credibilidad, ni su carisma. Tiene, eso sí, su voluntad de imponerse por la fuerza sin respeto a ninguna norma y su convencimiento de que gobernar significa aniquilar la adversario y negarle incluso la palabra.
Pero en un país lleno de estómagos satisfechos no va a ser bastante con eso. Sin hambre no.
Ánimo, Presidente: arruínenos a todos y a lo mejor lo consigue. Usted puede.

20 enero 2007

Devaluación académica


En este país siempre ha gustado mucho eso de promulgar un Real Decreto que devalúe la moneda, uno como aquellos dos o tres que firmó Solchaga comiéndose de un plumazo un tercio de los ahorros de los españoles.
Como ahora la moneda no está a su alcance, parece que siguen empeñados en sus devaluaciones y atacan al sistema académico con leyes que reparten graduados a todo el mundo, bachilleres a mogollón y títulos a tutiplén. Por supuesto, aquello que tiene todo el mundo, carece de valor en el mercado y a la larga son los de siempre, lso que pueden pagarse algo que los diferencie, los que acaban quedándose con los buenos trabajos.
El asunto es particularmente grave en el ámbito universitario, donde de unos años a esta parte hemos visto cómo se reducen dramáticamente los salarios que cobran los diplomados y licenciados universitarios una vez concluidos sus estudios.
Sería muy interesante que las universidades españolas, las públicas y las privadas, informasen a la sociedad, que las paga, de qué trabajos desempeñan sus estudiantes y cuánto cobran por ellos, a los dos, a los cinco y los diez años de haber terminado su carrera. Sería tan interesante que ni intentan conseguirlos ni publican esos datos así se les encañone con un revólver.
Todas las ciudades, y también la nuestra, andan como locas para que se implanten más títulos universitarios en sus campus, pero mucho me temo que eso no se debe a que crean que van a dar un mejor servicio a los ciudadanos, sino a tratar de conseguir potenciales clientes para sus tiendas, sus bares y sus pisos de alquiler. Los estudiantes son hoy en día una mercancía política más con que premiar a los afines y castigar a los díscolos. Son consumidores, usuarios, y fuentes de ingreso. Pero poco más.
Tal y como está planteada la enseñanza universitaria, la empresa privada tiene cada vez más dudas respecto a la preparación de los titulados, exige cada vez más años de experiencia, y sabe que puede requerir para un puesto cualquiera una titulación que nada tiene que ver con el puesto de trabajo que se va a cubrir. ¿Por qué la banca exige ahora un título de económicas para ponerte detrás de una ventanilla? Porque sobran economistas. ¿Por qué un veterinario acaba como ayudante en un laboratorio de análisis? Porque sobran veterinarios y ya no hay animales en el campo que los requieran.
De otras titulaciones mejor no hablo, porque habría que buscar a los licenciados en puestos de cajero de supermercado, telefonista y otros trabajos, perfectamente dignos, pero que no requieren cualificación.
Al final, como el mercado no los valora en absoluto, para lo que sirven muchos de estos títulos es para opositar. O sea: que el Estado da los títulos y el estado los requiere y los hace valer. Juan Palomo: yo me lo guiso y yo me loco.
Con este sistema de universidad para todos, lo que tenemos, en resumen, son títulos devaluados que no permiten aspirar a sueldos acordes con el esfuerzo y el dinero que cuestan. Eso, y un gasto público desmesurado en enseñanza, un gasto además que gastan a su antojo los rectorados contratando a quien les parece de manera opaca, impune y casi siempre desvergonzada.
¿Pero quién se atrevería a restringir el acceso a la universidad y a endurecer las pruebas de selectividad?, ¿quién privaría a algunas ciudades agónicas de dos o tres mil jóvenes consumidores? Nadie, seguramente.
Por eso es mejor devaluar y dejar que la gente crea que tiene algo. Así, por lo menos, el que se cree importante no se mete a revolucionario.

Tendremos cuchillos largos


Viene ya de antiguo esa manía de los historiadores de intentar parecer periodistas deportivos y presentar con titulares impresionantes los episodios de la historia, como si tuviesen que vendernos los hechos disfrazados de novelas. A lo mejor es que saben de antemano que en realidad escriben ficciones, y así, entre novelistas que toman sus tramas de la historia e historiadores que nos cuentan el pasado con veleidades de novelista tenemos el actual éxito de la novela histórica. Y de la memoria histórica.
Uno de esos episodios que recibió nombre altisonante fue lo que se dio en llamar la noche de los cuchillos largos. A pesar de la épica que puede insinuar una denominación tan sugerente, la realidad del asunto es bastante prosaica y bastante repugnante: después de que el partido nazi de Adolfo Hitler llegase al poder ganando las elecciones, al Führer ya no le pareció de buen tono mantener en la calle bandas de matones exaltados que acallasen toda oposición; teniendo bajo su mando todo el aparato del Estado, resultaba inútil y problemático seguir contando con los viejos camaradas que le había ayudado a auparse a la cancillería. Por eso una noche los hizo detener a todos y los fusiló al amanecer. Amigos. Compañeros. Camaradas de otras luchas. A todo el que le estorbaba para ofrecer una nueva imagen de líder democrático recién ascendido por las urnas.
La naturaleza de los españoles, sobre todo de una de las dos Españas, me hace pensar que también nosotros veremos una noche, o una semana, o cuatro años de cuchillos largos. Ya los tuvimos cuando Aznar ganó las elecciones y el juez que se atrevió a acusar a Polanco acabó él mismo procesado. Ya los tuvimos cuando Aznar volvió la espalda al diario que había destapado los escándalos del GAL, o no quiso ejecutar las sentencias, sentencias firmes, del caso de Antena tres radio.
Los tuvimos y no duden que los volveremos a tener, seguramente con la COPE y otros medios de tendencia conservadora que tratan de llevar en volandas o a empujones a Rajoy hasta la Moncloa. Tendremos cuchillos largos porque la derecha española quiere llamarse centro y para conquistar fama de dulce y moderada alejará de sí como apestados a todos los que le sacaron las castañas del fuego en los tiempos de peregrinar por el desierto.
Tendremos cuchillos largos porque la derecha española distingue en todo momento a quienes son acreedores de ganar una fortuna y a quienes sólo lo son de una palmada en la espalda. La derecha española pide servicios y favores, pide que se asuman riesgos y se defiendan posiciones, pero luego ni da la cara, ni salva la de los suyos, ni sabe corresponder a lo que pide. La derecha española piensa en términos de rentistas aburridos en su quinta de Estoril o de ganapanes a los que se satisface convidando a un cochinillo. Esas son las dos tipologías que maneja.
Tendremos cuchillos largos porque la derecha española pide a los escritores, a los artistas, a los periodistas y hasta a los cantantes que se decanten en favor suyo, pero luego, en cuanto llega al poder, acaba contratando a los de siempre, subvencionando a los de siempre y favoreciendo a los mismos que la izquierda. Para que no protesten. Para que no armen jaleo. Para que estén contentos y se callen de una vez. Por eso cuando la derecha trata de organizar un “pásalo”, no lo pasa ni su padre.
Tendremos cuchillos largos porque la derecha española sólo paga a los conversos; sólo paga los silencios de los adversarios; sólo paga al que lleva tal o cual apellido. A los suyos los considera parroquianos gratuitos o vulgar infantería satisfecha de recibir una medalla.
Ahora hay mucha gente que se esfuerza antes de las próximas elecciones en sacar adelante la única oposición creíble al aventurerismo, la desmemoria y las mañas trileras de Zapatero, un presidente que alterna los muertos de hace setenta años con los de hoy para consumar una política de inagotable cementerio.
A todos esos esforzados de la derecha autollamada liberal, un consejo: que se cuiden, porque habrá cuchillos largos.

16 enero 2007

El teorema de la garrapata


En mil novecientos veinte, Henry Ford pagaba a los obreros de su fábrica de automóviles el equivalente actual de ciento cuarenta euros diarios. Sí, lo han leído bien: casi unas veinticinco mil pesetas de las de antes, con lo que no era raro que uno de sus trabajadores se fuese a casa a fin de mes con algo menos de un millón de pesetas.
Sus competidores le dijeron que estaba loco y esperaron tranquilamente a que quebrase. Aún están esperando, entre las malvas del cementerio, porque Ford, como todos sabemos, se hizo asquerosamente rico y su fábrica aún produce automóviles.
El secreto de Ford no era tal: al pagar los mejores salarios consiguió que los mejores especialistas y los mejores trabajadores manuales de todo el país se peleasen literalmente por trabajar para él. Mientras los demás perdían jornadas en huelgas y conflictos, Ford trabajaba todos los días del año a tres turnos y ni siquiera las convulsiones de la ley seca lograron para sus factorías. Cuando sus tesis se extendieron Estados Unidos se convirtió en la primera potencia del mundo.
Se trataba, sobre todo, de fomentar el consumo pagando buenos salarios, porque el que gana mucho acaba gastando mucho.
Hoy, por lo que vemos, la idea es la contraria: se trata de conseguir que los demás paguen buenos salarios para que compren tus productos, mientras tú produces en China o en Macao. El capitalismo actual se basa en vender en Occidente a precio de oro lo que se ha producido en Oriente a precio de risa. Ahí es donde está el margen.
Lo que pasa es que sólo se puede vender en Occidente a precio de oro mientras alguien pague salarios de oro en Occidente, y las empresas, de una u otra manera, ven que si se incrementan sus costes salariales no pueden enfrentarse a la competencia, así que aprietan el cinturón a sus trabajadores io se marchan también a producir lejos. Si en Occidente se dejan de cobrar buenos salarios, no se podrá seguir vendiendo en Occidente.
Así que la cosa está clara: si yo soy un empresario y pretendo tener muchos compradores, desearé que se paguen buenos salarios para vender mucho. Por eso tenemos la paradoja de que algunas grandes multinacionales apoyan a los movimientos obreros europeos. La gracia está en que, al mismo tiempo, me llevo mis fábricas a China para que sean OTROS los que paguen esos salarios, mientras yo procuro mantener a MIS trabajadores lo más cerca posible del esclavismo.
La definición de semejante conducta es clara: esas empresas son garrapatas, parásitos que extraen la masa salarial de nuestra zona para reinvertirla lejos o no reinvertirla en absoluto. Su teorema se enuncia con facilidad: la prosperidad está siempre en que paguen mucho, pero que paguen los demás.
Pero la mayoría lo niegan, por supuesto, alegando razones de libre competencia. No se dejen engañar: la competencia sólo es libre cuando se basa en las mismas normas, y aquí parece que estamos jugando al futbol con alguien que puede tocar el balón con la mano, agarrarlo, y hasta llevárselo a casa si quiere. Aquí jugamos a competir con alguien que hace trabajar a niños, sin sanidad y sin seguridad social, y muchas empresas buscan a cualquier precio esa clase de trabajadores.
Por este camino que cualquiera puede comprobar buscando el origen de lo que compra en la etiqueta, compraremos muy barato algunos años, y luego, no tendremos con qué seguir comprando, porque el obrero que entraba en nuestra tienda se fue al paro, el labrador dejó las tierras de balde y el profesional se quedó sin clientela.
Pero claro, dirán muchos: ¿a nosotros qué más nos da si en Zamora sólo hay bares y funcionarios?
Estamos buenos.

Un timo descomunal


Esto de que se acelere la historia y de que el mundo cambie tan deprisa tiene la ventaja, o el peligro, de que algunos hemos podido ver los dos lados de lo que osadamente llaman mejoría material de España antes de que puedan tildarnos de abueletes nostálgicos de sus años mozos.
Es evidente que en las últimas dos décadas el país ha mejorado, a pesar de los políticos y a despecho del sistema educativo. Se vive mejor de lo que se vivía y se vive más. Las viviendas son mejores. Los coches son mejores y hasta las gafas son mejores. Y es normal, porque el progreso consiste justamente en eso: aportar inteligencia y tecnología a la vida diaria para hacerlo todo más eficaz, más cómodo y más fácil.
Pero oigan: ¿no tienen a veces la impresión de que aquí ha fallado algo?, ¿no les parece a menudo que somos como el portero al que le han metido un gol y no sabe por dónde ha entrado? Yo sí.
Tengo ahora treinta y tantos años y no me cuesta mucho recordar cómo eran las cosas hace veinte. Sin nostalgias ni sentimentalismos. Y recuerdo que en mi casa éramos tres y que con un sueldo de aquellos que pagaba el estado vivíamos perfectamente. Algunos vecinos eran cinco o seis de familia y vivían también con aquel sueldo, sin tirar cohetes, pero con coche, casa y estudios de los hijos fuera. Y mis amigos igual: un sueldo de dependiente de comercio, o de empleado de banca, o de obrero de la azucarera, y tiraban sin problemas.
Y ahora resulta que para vivir hacen falta dos sueldos. Y no es que hace veinte años la gente ahorrase más y se privase de más gustos, que también, sino que las cuentas reales no salen. Con el aumento de precio de algunos bienes, como la vivienda, nos encontramos con que en las casas en que no trabajan dos, la cosa se pone peliaguda. Y nada de tener tres hijos. Uno, a lo sumo, y a los cuarenta años.
Si para tener lo mismo que teníamos, más la mejora que aporta la tecnología, tenemos que trabajar el doble, ¿cual es la mejora tecnológica? El ferrocarril fue una mejora sobre el carro de bueyes, y el transporte se hizo más barato. El avión supuso una mejora sobre el barco, y cruzar el océano también fue más barato. En general, como dice un amigo mío, el ingeniero sabe hacer lo mismo que el albañil, pero mejor, más rápido y más barato. Un ordenador hace veinte veces más cosas y no es más caro que una calculadora, una máquina de escribir y un archivador juntos. Pero si avanza la técnica y tener el doble nos cuesta el doble, ¿qué hemos ganado en realidad?, ¿dónde está el margen del progreso?, ¿quién se lo ha llevado? Nosotros no.
Trabajamos más horas y la necesidad de trabajar se lleva parte de los ingresos generados por el trabajo. ¿Cuántos hay que tiene un segundo coche para poder trabajar y cuánto les cuesta?, ¿cuántos hay que tienen que gastarse una parte del salario en guarderías?, ¿cuánto les deja realmente ese trabajo una vez hecha la cuenta?
Trabajamos el doble para obtener menos del doble: alguien nos ha dado el gran palo, sin navaja y sin callejón oscuro.
Y a eso le llaman bienestar
Jo.

08 enero 2007

El precio de la victoria



El talón de Aquiles de las democracias son los plazos. Ahora, como los demócratas empiezan a controlar el congreso en los Estados Unidos parece ser que el presidente Bush va a anunciar una nueva estrategia para la guerra de Irak. Pero observen que no han sido los combatientes, ni las condiciones climáticas, ni los estrategas militares los que han forzado este cambio: han sido las elecciones, que casualmente se celebraban en estos meses y no en otros.
Cada día que pasa parece más claro que la vieja táctica asiática de retrasar el enfrentamiento hasta que el agotamiento y la frustración del enemigo le prive de toda posibilidad de victoria va a funcionar una vez más, en esta ocasión en Irak y Afganistán. Ese camino parece que lleva. Nuestra prisa no es la suya. La avalancha de información con que a nosotros nos abruman no significa allí lo mismo y esa aparente oscuridad puede tener también su valor estratégico.
No se trata ya de hacer la guerra de guerrillas, como se hizo siempre en España o en los Balcanes, sino de dejar bien claro que esta guerrilla puede convertirse en cualquier momento en una amenaza real para el invasor o su gobierno títere, a menos que la potencia ocupante mantengan una importante fuerza en el país. Y los ejércitos fuertes, máxime los modernos, cuestan muy caros cuando están desplegados sobre el terreno.
Por tanto, nos encontramos con que en estas guerras en las que se metieron y de rondón nos metieron, van a acabar llevándonos a todos a la ruina económica a través del incremento del déficit. ¿Les extraña la relación? No es tan difícil: una guerra de alto coste tiene que ser financiada de algún modo, y como los recursos son limitados y las necesidades muchas, resulta que la primera potencia económica mundial, los Estados Unidos, incrementan su déficit público. Un incremento del déficit conduce a una subida de los tipos de interés, y los demás, para que los capitales no huyan allí a donde se paga mejor interés, tenemos que subir también el precio del dinero. La conclusión es obvia: suben las hipotecas y los cotes de financiación de las empresas, con lo que, por dos caminos distintos, tenemos que a la gente le van a subir menos los salarios y tendrá menos para gastar en otra cosa que no sea pagarla casa, la letra del coche y los gastos imprescindibles. O si gasta se endeuda, y se endeuda a intereses más altos, lo que es igual de ruinoso, pero dejando la píldora amarga para más adelante.
Así, resulta que cada día que se prolongan las guerras aventureras, los ciudadanos de a pie nos preparamos para vivir un poco peor. La oposición a la guerra no es, por tanto, una mera cuestión ética, o un reacción automática heredada de los aquellos tiempos de la guerra fría en que algunos pretendidos pacifistas recibían dinero de Moscú por oponerse a estas cosas cuando las hacía alguien distinto de Rusia. La oposición a la guerra es ahora cuestión de garbanzos y lentejas.
Las guerras modernas son para ganarlas en pocos meses o para no librarlas nunca. Con la superioridad material de que dispone occidente, sería posible ganarlas, por supuesto, pero ganarlas tendría un coste anímico que podían permitirse nuestros tatarabuelos, los que iban a un país y aniquilaban al cuarenta por ciento de la población en tres meses sin despeinarse ni pasar luego mala noche.
Nosotros me temo que tenemos los estamos demasiado satisfechos para desear ganar. Pero no tanto como para permitirnos perder.
Veremos en qué para. Si es que para.

Que les vaya bien (o que no)



A veces tengo la impresión de que los buenos deseos, tan comunes en estas fechas, son parecidos a las buenas intenciones: una temible arma de guerra en manos de desaprensivos.
Las obligaciones sociales se enmarañan, se entraman y se entrampan hasta originar verdaderos laberintos, competiciones soterradas sobre quién es más cumplidor, queda mejor, o envía tres días antes la tarjeta o el parabién.
Sinceridad, la de siempre, viniendo de los de siempre, por supuesto, pero hasta los bancos te escriben deseando felices fiestas y un feliz año entrante con dichosa hipoteca un punto más cara. Los bancos, y los grandes almacenes, que introducen la fecha de tu cumpleaños en una base de datos para que automáticamente te felicite el ordenador cuando llegue el momento.
No veo mal estas prácticas. Cada cual se gana los cuartos como puede. Lo que veo doloroso, duro, y hasta si quieren sangrante, es que haya quien se sienta agradecido por estas felicitaciones y estas palmadas en la espalda propinadas por un maniquí. Lo malo no es que se haga: lo malo es que se hace porque funciona. Lo malo es que funciona porque el nivel de soledad al que hemos llegado nos conduce a agradecer cada sonrisa, aunque sea de cartón piedra, aunque sea por la tele, aunque sea la del cocodrilo.
Nos aislamos. Nos amurallamos. Desde hace siglos sabemos que el hombre es un lobo para el hombre, pero las sociedades pequeñas comprendían mucho mejor que nosotros el concepto de contrato social: si al otro le va bien, tú prosperas. Si sube el nivel del agua, se elevan todos los barcos, tanto los grandes, como los pequeños.
Pero ahora parece que no lo creemos. Tratamos de competir con el de al lado no como siempre, tratando de superarle, sino con la táctica viciosa del rebaja y crecerás. Y para eso también vale saludar antes, felicitar más, parecer más amable que él o más sensible a las penurias ajenas.
Sobre todo más sensible. Ese es el truco, pero es sólo un truco, créanme.
Decían los sabios antiguos, aquellos que eran sabios profesionales y habían nacido en Atenas o en Helicarnaso, que al buen amigo se le conoce en la dificultad, y que si un día estás enfermo, en prisión o en un apuro, será entonces cuando veas quienes te aprecian y quienes no. Pero los sabios antiguos no conocían esta moderna forma de corrupción que es el voyeurismo sentimental y la solidaridad obligatoria; no conocían la pornografía de la lágrima fácil, el achuchón de cartón piedra y el apenarse por el qué dirán; no conocían el perfecto cumplimiento, palabra formada, como todos saben, por la unión de cumplo y miento.
Yo, que en vez del diploma de sabio tengo solamente un puñetero título de contable, y que en vez de ser de Atenas soy de san Pedro de Ceque, creo que tengo que decirles todo lo contrario: prueben un día a llegar a su barrio o a su pueblo diciendo que les ha tocado la lotería, que les han hecho directores generales de algo o que un tío multimillonario les ha dejado de herencia una mansión en Venezuela y entonces, entonces sí, verán quiénes son de veras sus amigos: los cuatro que se alegran; los cuatro que no cogen una úlcera en cuanto se enteran.
A lo mejor sería bueno decirlo aunque fuese mentira. Por probar a los amigos como probaban las tentaciones a los santos.
Sería bueno probar. O mejor no. Mejor dejarlo como está.
Feliz año nuevo.