08 enero 2007

El precio de la victoria



El talón de Aquiles de las democracias son los plazos. Ahora, como los demócratas empiezan a controlar el congreso en los Estados Unidos parece ser que el presidente Bush va a anunciar una nueva estrategia para la guerra de Irak. Pero observen que no han sido los combatientes, ni las condiciones climáticas, ni los estrategas militares los que han forzado este cambio: han sido las elecciones, que casualmente se celebraban en estos meses y no en otros.
Cada día que pasa parece más claro que la vieja táctica asiática de retrasar el enfrentamiento hasta que el agotamiento y la frustración del enemigo le prive de toda posibilidad de victoria va a funcionar una vez más, en esta ocasión en Irak y Afganistán. Ese camino parece que lleva. Nuestra prisa no es la suya. La avalancha de información con que a nosotros nos abruman no significa allí lo mismo y esa aparente oscuridad puede tener también su valor estratégico.
No se trata ya de hacer la guerra de guerrillas, como se hizo siempre en España o en los Balcanes, sino de dejar bien claro que esta guerrilla puede convertirse en cualquier momento en una amenaza real para el invasor o su gobierno títere, a menos que la potencia ocupante mantengan una importante fuerza en el país. Y los ejércitos fuertes, máxime los modernos, cuestan muy caros cuando están desplegados sobre el terreno.
Por tanto, nos encontramos con que en estas guerras en las que se metieron y de rondón nos metieron, van a acabar llevándonos a todos a la ruina económica a través del incremento del déficit. ¿Les extraña la relación? No es tan difícil: una guerra de alto coste tiene que ser financiada de algún modo, y como los recursos son limitados y las necesidades muchas, resulta que la primera potencia económica mundial, los Estados Unidos, incrementan su déficit público. Un incremento del déficit conduce a una subida de los tipos de interés, y los demás, para que los capitales no huyan allí a donde se paga mejor interés, tenemos que subir también el precio del dinero. La conclusión es obvia: suben las hipotecas y los cotes de financiación de las empresas, con lo que, por dos caminos distintos, tenemos que a la gente le van a subir menos los salarios y tendrá menos para gastar en otra cosa que no sea pagarla casa, la letra del coche y los gastos imprescindibles. O si gasta se endeuda, y se endeuda a intereses más altos, lo que es igual de ruinoso, pero dejando la píldora amarga para más adelante.
Así, resulta que cada día que se prolongan las guerras aventureras, los ciudadanos de a pie nos preparamos para vivir un poco peor. La oposición a la guerra no es, por tanto, una mera cuestión ética, o un reacción automática heredada de los aquellos tiempos de la guerra fría en que algunos pretendidos pacifistas recibían dinero de Moscú por oponerse a estas cosas cuando las hacía alguien distinto de Rusia. La oposición a la guerra es ahora cuestión de garbanzos y lentejas.
Las guerras modernas son para ganarlas en pocos meses o para no librarlas nunca. Con la superioridad material de que dispone occidente, sería posible ganarlas, por supuesto, pero ganarlas tendría un coste anímico que podían permitirse nuestros tatarabuelos, los que iban a un país y aniquilaban al cuarenta por ciento de la población en tres meses sin despeinarse ni pasar luego mala noche.
Nosotros me temo que tenemos los estamos demasiado satisfechos para desear ganar. Pero no tanto como para permitirnos perder.
Veremos en qué para. Si es que para.

No hay comentarios:

Publicar un comentario