14 febrero 2012

Espiritismo para idiotas (un relato)


el público, supongo
Como un pastor despidiendo afablemente a los fieles a la puerta de su templo, Sir Benjamin Malory estrecha la mano de los miembros de la Society for Researching of Unexplaineden el jardín del sólido edificio que sirve de sede a la Sociedad, una de las más reputadas, ya que no de las más antiguas, del Edimburgo elegante. Absolutamente decidido a no ofrecer ninguna explicación sobre lo ocurrido, acaba de presentar su dimisión como presidente, e incluso ha solicitado la baja como miembro.
    Sólo una hora antes maldecía el infausto momento en que se ocurrió invitar a aquel condenado Dr. Shore, geólogo y psiquiatra, a la sociedad paracientífica que dos semanas atrás le brindara el honor de la presidencia. No había sido una imprudencia, ni siquiera una decisión poco meditada: los muchos y celebrados experimentos del doctor en el campo de la detección de presencias paranormales parecieron un inmejorable aval para elegirlo como primer conferenciante dentro del ciclo programado. De hecho, todos los miembros de la Sociedad que vivían a menos de cien millas acudieron puntualmente para ocupar su sitio en el salón. A la hora de inicio de la conferencia sólo quedaba media docena de sillas vacías, tantas como cartas de disculpa dirigidas a Si Benjamin felicitándole por su criterio y aclarando que la inasistencia se debía a otras razones, y nunca a desinterés por el acto programado. 
    Cuando el doctor Shore se presentó en la sala fue recibido por una cerrada ovación que dio paso enseguida a un silencio casi ritual, somo si el eminente especialista en fenómenos paranormales se dispusiera a conjurar un espectro sobre la tarima en vez de a exponer sus conocimientos sobre los procedimientos técnicos. 
    Los primeros treinta minutos, destinados a explicar la metodología de sus experimentos, resultaron verdaderamente sustanciales, brillantes hasta el punto de obligar a la concurrencia —poco dada a reconocerse lega en tales materias— a tomar notas sobre la marcha del torrente de novedades que desde el estrado se exponía. Concluida la detallada descripción de los procedimientos, pasó acto seguido a enumerar los hallazgos a que estos habían dado lugar, deteniéndose muy especialmente en las magníficas fotografías de hectoplasmas que se habían ido acumulando en su laboratorio. Tres de ellas fueron arrancadas ansiosamente de mano en mano por los asistentes, que no pudieron evitar romper el casi sacro silencio mantenido hasta ese momento.
    Si la conferencia hubiera concluido en ese punto, Sir Benjamin Malory hubiera podido seguir dedicando su tiempo a la gratificante desocupación de presidir la Sociedad, y con todos los parabienes además, pero el Dr. Shore pasó a continuación a precisar, aún más minuciosamente si cabe, las técnicas con que los mediums profesionales falsificaban tales pruebas. No menos de una docena de ellos estaban presentes, pero ninguno quiso ser el primero en darse por aludido mientras desfilaba ante el público una veintena de fraudes, trucos de magia, prestidigitación, manipulación de placas fotográficas y cuantas añagazas pasaron alguna vez por mente humana: los fuegos fatuos fueron acumulaciones de fósforo, la maldición de Tutankhamon envenenamiento por esporas de un hongo venenoso y hasta la resurrección de Jesucristo se convirtió allí en un simple acto de profanación de sepulcros. El irrefrenable doctor había conseguido en sólo quince minutos poner en su contra a los mediums, los investigadores de la magia egipcia y hasta a los cristianos en general, pero  el malestar se tornó ya en estupor cuando, tras recoger las fotografías que con tanto agrado acababa de contemplar su auditorio, pasó a describir los métodos que él mismo había empleado para conseguir aquellas falsificaciones. Y lo dijo así, textualmente.
    El altercado que contemplaron los adustos salones de la Royal Society diez años antes con motivo de la poco diplomática teoría de William Walham fue una tibia protesta comparado con el que allí se formó. Acaso los caballeros de la Royal conservaran cierta compostura en aquellos momentos por débito a su linaje y posición, también porque vivían casi todos de otra cosa (rentas, principalmente), pero la abigarrada colección de tahures, quiromantes, mediums, egiptólogos, hipnotistas, astrólogos, espiritistas, hechiceros, adivinos, telépatas, exorcistas, curanderos y levitantes, se tomó mucho peor que fuera tan directa e impúdicamente vituperada su medio de subsistencia. No se pararon tales personajes en apelativos cultos: fue mencionada allí la madre del doctor, la compleja identificación de su padre, sus gustos sexuales, el consentido adulterio de su esposa y su extraordinario parecido con  no pocas especies animales de poco recomendable aspecto y cualidades.
    El Presidente, Mr. Malory, más por sentirse en su deber que por desacuerdo con lo escuchado de labios de sus administrados, trató de poner orden, pero sólo lo consiguió cuando los insultaros comenzaros a ser repetitivos. Al fin, tras arduos esfuerzos, logró imponer su  voz sobre el griterío, y la severidad judicial de sus palabras decretó al fin una pizca de orden en aquel injurioso maremágnum.
    —Abandonar la conducta que dos mil años de civilización nos han enseñado como la más apropiada entre personas sensatas no va ayudar en absoluto a demostrar lo veraz de nuestras posturas. Guarden, por tanto, silencio, y escuchemos lo que el doctor tenga que decirnos.
    —Gracias— empezó el doctor, que se había mantenido absolutamente indiferente al escándalo de la platea—. Quería decir hace un momento que mis investigaciones no han hallado más que fraudes porque no es posible otra cosa en el campo que nos ocupa. No sabemos qué hacer con los muertos y como nuestra conciencia no nos permite abandonar a los seres queridos en el cementerio y dejar que allí se pudran tranquilamente, inventamos mil historias distintas con que resucitarlos a medias. Y los resucitamos, eso sí, con poderes extraordinarios, con conocimiento e inteligencia superlativas, de lo que resulta que la muerte da más de lo que quita, pues hasta el fantasma del más imbécil puede responder a las difíciles inquisiciones de un espiritista avezado. Pero no es así, señores; se impone la seriedad: los muertos pueden ir al cielo o al infierno, según los creyentes, o a ninguna parte, según los ateos, pero de ninguna manera es admisible pensar que se quedan por aquí, flotando en el vacío, apareciéndose estúpidamente sin mensaje alguno que comunicar. Reconozco, cierto es, que a lo largo de la historia son tantos los casos en que se informa de su presencia que sólo ese motivo es suficiente para dar crédito a su existencia, pero si por un momento se deciden a razonar, convendrán conmigo en que tan perenne es su presencia en la historia como las causas que a mi parecer originan la alucinación que les da vida: el miedo a la muerte y el ansia de justificar lo injustificable.
    Nuevos murmullos, atajados sin piedad por la presidencia.
    —Cuando se es una persona importante, un rey digamos, resulta doloroso reconocer que el día en que nos abrace la tierra se acabará nuestra influencia, nuestro poder y nuestro dominio sobre las decisiones ajenas. Los que en tal coyuntura no se conforman con escribir testamentos, que es la forma en que habitualmente tratan los muertos de seguir imponiéndose a los vivos, suelen ser los más propensos a ver las almas de quienes les antecedieron, o a creer a quienes dicen haberlas visto; y si el rey lo cree mejor será a sus súbditos hacer otro tanto. Nace así un mito que de puro conocido llega a ser indiscutible: la literatura no hace más que darme la razón, y ustedes que lo niegan, mejor harían en leer a Shakespeare en vez de esos burdos folletones que tan ajados descansan ahora en la biblioteca de esta sociedad.
        Regreso de los gritos, sofocados sin necesidad de intervención alguna al margen de quienes querían seguir escuchando, así fuera por curiosidad, el resto del razonamiento.
    —Si, por contra, una persona ni ha sido rey, siquiera en su casa, ni ha hecho nada en la vida, ni encuentra posibilidad alguna de hacerlo, parece lógico que el deseo de prolongar la existencia, y no en mundo superior alguno, sino al lado de parientes, conocidos y enemigos, le impulse a creer que es posible vagar por las casas, los campanarios o los cruces de caminos. De ese modo no es extraño que esas gentes, que de pura abundancia son legión, suelan creer lo que otras más imaginativas les cuenten acerca de lo visto u oído en tal o cual abandonado paraje. Porque convendrán conmigo en que los fantasmas jamás son vistos por muchedumbres.
    Dos docenas de discursos brotaron entre el público, tratando de contradecir al orador, pero Sir Benjamin quería acabar con aquello cuanto antes y con un gesto ordenó silencio. Con menos partsimonia de la habitual, secó el sudor que coronaba su frente e indicó al doctor que podía continuar.
    —Pero hay otras muchas causas que producen las apariciones que hoy nos interesan. Una de los más interesantes partos de un fantasma es el del que sabe algo que no debe saber o quiere decir algo que no debe decir, y se libera de las crueles ataduras del sigilo o la prudencia atribuyendo sus palabras al oráculo de un muerto. ¡Bravo por su osadía!, pero si bien está creerlo en público para evitar otras investigaciones, siempre enfadosas, no han puesto aún los lingüistas nombre a la superlativa estupidez que constituye seguir creyéndolo en privado. Tal sería seguir defendiendo la existencia de Papá Nöel o los Reyes Magos después de que los niños se hayan acostado.
    Los gritos que siguieron a esta aseveración tardaron en ser silenciados algo más que los anteriores.
    —Por último, porque observo que poco tiempo más podré dirigirme a ustedes, está el aburrimiento. La gente se aburre, terrible, espantosamente se aburre, y en tales sofocos de fastidio está dispuesta a buscar lo que sea, cualquier superchería capaz convencerles de que la vida que llevan es algo distinto de la porquería que en realidad es. Los fantasmas cumplen la doble misión de prometerles una prolongación más allá de la fosa y entretenerles mientras viven, ¿qué más se puede pedir?
    Y para que no digan que no dejo una puerta abierta a la posibilidad, porque posible lo es todo, quiero terminar diciendo que si alguien tuviera una existencia posterior a la muerte sería alguien con una gran obra inconclusa, y los hombres con grandes obras son gente de talento o de coraje, gente muy ocupada que ni se dejaría convocar por mediums ni fotografiar por espantajos como ustedes, de lo que resulta que el famoso Más Allá del que esta Sociedad se ocupa está habitado por las almas de los tontos muertos que se dedican a dejarse interrogar y retratar por los tontos vivos. Muchas gracias.
    Como nadie recordaba otros distintos, los insultos del principio se repitieron de nuevo, aunque diez veces magnificados en volumen.
    Viendo que allí no tenía nada más que hacer ni que decir, el doctor Shore se puso tranquilamente su abrigo, dio la mano a su anfitrión, se calzó los guantes y atravesando la pared, se fue.

09 febrero 2012

El blog escrito desde Marte (un relato)


Mijail Mijailovich Atanasiev es ruso, pero su nave lleva el emblema de la NASA y en su traje espacial luce una bandera azul con estrellitas que no es de ningún país pero significa, de todos modos, que detrás de ella hay un montón de gente aportando fondos y exigiendo responsabilidades de todo tipo.

Hay más símbolos por ahí desparramados, cuidadosamente olvidados por toda el área visible para las cámaras, pero a pesar de su aparente insignificancia, sus dueños dan tres veces más la lata que los de la banderita azul o los de las barras rojas y blancas.  Al menos los de las banderas saben lo que les corresponde a cambio de lo que aportaron y no piden otra cosa.

Mijail piensa que seguramente se trabajaba más a gusto antes, cuando las misiones espaciales eran secretas y las respaldaban naciones a menudo enfrentadas entre sí.  Porque las naciones creen en cosas como el honor y el prestigio, y son capaces de pelear a muerte por recursos naturales o dominios estratégicos, pero en cambio no se preocupan de conceptos como la imagen corporativa o el impacto en prime time, y no se ensañan con sus trabajadores por unos segundos más o menos de presencia ante las cámaras.

Y además, el secreto tenía otra ventaja: que cuando hacías algo que no se debía saber, nadie te molestaba, ni mucho menos te perseguía con una cámara o un micrófono en la mano.  Eso sí que tenía que ser una maravilla.  En una misión secreta, si la pifiabas, te formaban consejo de guerra y te fusilaban, pero no te incordiaban a todas horas mientras estabas trabajando.

Esto es lo que piensa Atanasiev mientras reposa unos instantes con los ojos cerrados, pensando qué dirá hoy a la Tierra.

Atanasiev es el primer ser humano en Marte.  Ha tenido que soportar un viaje de varios años hasta su destino, y otro que le queda para regresar, si es que regresa, porque no tiene muy claro que los cálculos se hayan hecho correctamente, y la gravedad del planeta Marte no es moco de pavo para vencerla así como así con el combustible con el que ha llegado a su superficie.  O a lo peor los cálculos se han hecho a la perfección y el único que no conoce los resultados exactos es él: los de la Agencia son capaces de haberlo enviado con sólo billete de ida para que construya la primera fase de la estación marciana; que la construya y luego que espere allí a que vayan a recogerle.  O a que vayan a hacerle compañía.  Porque el siguiente no tiene por qué ser el que vaya a buscarlo, sino otro idiota al que engañen como a él.  Ojalá tuviesen el detalle de mandarle a una idiota, en ese caso.

Porque llegar no es difícil, relativamente, pero para salir hay que montar una plataforma, y realizar un despegue en unas condiciones muy determinadas de fuerza, angularidad y hasta posición en el espacio, porque la Tierra y Marte no siempre están a la misma distancia.

Para volver hay que realizar con éxito un despegue que necesita una gran fuerza de impulso, por mucho que Marte sea más pequeño que la Tierra.  "Todo el combustible que lleves a bordo será un peligro para la maniobra de amartizaje", le dijeron.  Sí, genial.  ¿Pero sin combustible cómo se vuelve?  Lleva algún tiempo pensando en ello y le preocupa la escasez de combustible.  La vaguedad de las instrucciones para la plataforma de despegue.  Y además, hay demasiada comida en el almacén.  Demasiada agua.

Lo van a dejar allí, los muy cabrones.  Fijo.  Lo van a dejar allí hasta que alguien vaya a buscarlo, si es que no surge una crisis en la Tierra y los fondos se necesitan para otra cosa: para la lucha contra el calentamiento global, por ejemplo.  O para un nuevo modelo de teléfono portátil, con más probabilidad aún.

Lo van a dejar allí.

Pero eso ya se verá.  Faltan todavía dos años para el momento del regreso.  Hasta entonces, tiene que trabajar sin descanso en la construcción de la primera colonia y escribir el blog, o la bitácora, que ni en la denominación se ponen de acuerdo los protocolos de instrucciones.  La misión hay que financiarla, y hay que ilusionar a los humanos con la posibilidad de una emigración masiva a Marte.  Uno de sus principales tareas es escribir un blog, una especie de diario electrónico, donde explicar cómo se vive en el planeta rojo y publicar fotografías y experiencias.

Lo último que le dijeron, tres semanas atrás, fue que tenía alrededor de mil quinientos millones de visitas diarias en su bitácora.

Mil quinientos millones.  Menuda animalada.  Y todos pendientes de lo que siente el primer hombre en Marte, de sus pequeñas vivencias e inquietudes, de los problemas cotidianos y los inconvenientes con los que no se contaba.

Tiene que convencer a la audiencia de que los problemas se van solucionando poco a poco, con esfuerzo y con tesón, como un pionero de los tiempos de las tierras vírgenes.  Tiene que parecer una gran aventura, en vez del trabajo duro y rutinario que es realmente.  Tiene que caer simpático y hacer que la Humanidad se interese.  Tiene que convertir la emigración en una posibilidad agradable, y hasta deseable, una posibilidad que se tenga en cuenta como una más en el momento de decidir qué se va a hacer en la vida o dónde se va a ir a trabajar.  Tiene que satisfacer a toda esa gente, darles su ración diaria de mito y héroe, de exotismo y aventura.

Pero no se le ocurre nada.  Se pone ante el teclado y no se le ocurre nada.

Vivir en Marte es como vivir en cualquier otro lado, porque te llevas contigo todo lo que eres.  Y Atanasiev es astrofísico, no escritor, y después de tres días se hartó de los amaneceres marcianos, y después de cuatro empezó a sentirse como un pez en una escafandra, observado por millones de ojos, y además obligado a saludar con la mano porque en la tienda de mascotas lo vendieron como pez sociable y no debe dejar mal a su patrones.

Sabe que de su habilidad para crear simpatías en la Tierra puede depender que no se atrevan a abandonarlo en aquel cochino pedrusco rojo; sabe que si logra suscitar adhesiones habrá una posibilidad más de que no se atreverán a abandonarlo allí con cualquier pretexto, y que el coste económico de ir a buscarlo sólo se sufragará si es menor que el coste político de prolongar indefinidamente su misión.  Sabe todo eso y no le sirve de gran cosa repetírselo de nuevo: por más que se esfuerza en pensar algo que decir, no se le ocurre nada.

Mil quinientos millones de seres humanos miran a diario una pantalla en busca de sus experiencias, en busca quizás de apoyo o compañía, y el caso es que a él le importa un carajo toda aquella maldita legión de fisgones, porque se siente solo, y la radio no le hace compañía, y el conocimiento cierto de que figurará en las enciclopedias del futuro ya no le parece recompensa por la que merezca la pena ni siquiera bostezar, y la desconfianza de que no va a poder volver pesa más que toda la vanidad y todo el orgullo de ser precisamente él quien ha dado el gran paso para la Humanidad.  A la Humanidad le pueden dar por el saco, haciendo el pino y sobre un pódium olímpico.

Se sienta ante el teclado y saluda al blog.  Sabe que si dice algo inconveniente se lo censurarán.  Demasiada audiencia para permitir que un sólo tipo tenga tanta influencia sobre la opinión pública.  Debe de haber un equipo de cien psicólogos, sociólogos y politólogos revisando a diario lo que envía.

De pronto, sonríe: cree haber encontrado la salida: los días que no tenga nada que decir, bastará con soltar impertinencias y ya se buscarán alguien allí abajo que escriba lo que no ha escrito él.  Que escriba lo que la gente quiere leer.  ¿No se ha hecho eso siempre en todos los medios?  Pues que empiecen también con el marciano; que digan lo que quieran por él y que no fastidien.

Sí.  Eso es.  Él ya está en esa mierda de roca enrome que tanto interesa a los humanos porque se cargaron su propio planeta.  Él ya ha cumplido su parte.  La crónica que la redacte si quiere el que no ha hecho el viaje.  Como siempre.  Como Julio Verne, que no salió de casa en toda su vida.

Empieza a teclear.

«Hoy estoy hasta los huevos.  Trabajar a solas en un sitio donde no hay nadie más en un millón de kilómetros a la redonda es una porquería insoportable.  El que espere encontrar una vida nueva en Marte que se venga acá con otro cerebro, porque no es posible cambiar nada si no cambiamos nosotros.

Esto es una mierda, como cualquier agujero de Siberia, de Alto Volta o de Arizona.

Esto es una puñetera mierda, y además sin la esperanza de encontrar una sonrisa en la camarera que te sirve una cerveza, o un buen cantante en una bar de carretera.

Esto es la gran boñiga sin esperanza y sin sorpresas.

Esto es como soñar que caminas sobre los raíles del tren mirando al horizonte, pero sabiendo que caminas sobre el transiberiano y no te despertarás hasta que hayas llegado a Vladivostok.

Esto es levantarse cada día porque sí, y trabajar, y no saber por qué trabajas, y volver a la cama cansado pero sin ganas de dormir.  Justo como a veces pasa en la tierra.

Esto como el tormento de aquel griego al que castigaron los dioses por haber robado el fuego, pero en versión para ateos: sin acrópolis, sin Homero que lo cante, ni Herodoto que lo glose ni Sócrates que lo entienda.

Esto es, y al fin lo digo, como una vida cualquiera, pero solo.  Como un trabajo cualquiera, pero lejos.  Como un destierro cualquiera, pero sin culpa.

Creedme, amigos: no vale la pena ir a ninguna parte.  Si lo que buscas no está a tu lado es que es un cepillo de dientes de modelo raro o alguna otra chorrada por el estilo.  Si se trata de algo importante, seguro que lo tienes junto a ti o no está en ninguna parte.

Por hoy, vale.  En Marte también hay días chungos.» —Ya está.  Que escriban ahí abajo lo que quieran —se dijo Atanasiev, mientras enviaba el documento.

Pero no le censuraron.  Se publicó tal cual y la audiencia de su blog subió a dos mil millones.

06 febrero 2012

El diablo que vivía en la impresora

Los que pronosticaron que la proliferación de la informática sería un alivio para los bosques metieron la pata hasta el fondo. Me lo temía, pero ahora, además, dispongo de datos: Según el proveedor de material de oficia Esselte, el consumo de papel aumenta en las empresas alrededor de un 40 % cuando se informatizan todas su áreas. Este dato es muy similar al que ya conocía de modo extraoficial sobre el consumo de papel en los despachos de las universidades, con lo que tengo que darlo por bueno.

Los que tratan de explicar estas cosas dan dos motivos para ello: que las viejas costumbres prevalecen, y que hay mucha gente que imprime esos correos antes de leerlos. Por tanto, al aumentar el tráfico de correos con la implantación del email, se gasta más papel que antes en vez de menos.


La otra razón es el acceso a documentos que antes no estaban accesibles, y que la gente imprime para llevarse a casa o para trabajar con ellos. Cuando había en la oficina o en la Universidad un ejemplar de un libro, este ejemplar se prestaba y se devolvía. Cuando lo que hay es un documento word o un PDF, se imprimen fragmentos de este documento de manera recurrente, consumiendo mucho más papel que antes.

Al final, aunque el papel sea sólo un ejemplo, lo que tenemos es una terrorífica expresión práctica de la temida paradoja de Jevons, que "afirma que a medida que el perfeccionamiento tecnológico aumenta la eficiencia con la que se usa un recurso, lo más probable es que aumente el consumo de dicho recurso, y no que disminuya".

Por tanto, las mejoras tecnológicas no nos van a ayudar a hacer el crecimiento más sostenible ni a consumir menos recursos del planeta, sino todo lo contrario.


Según nos cuenta la Wikipedia, "en su obra de 1865 titulada The Coal Question (La cuestión del carbón), Jevons observó que el consumo del carbón se elevó en Inglaterra después de que James Watt introdujera su máquina de vapor alimentada con carbón, que mejoraba en gran manera la eficiencia del primer diseño de Thomas Newcomen. Las innovaciones de Watt convirtieron el carbón en un recurso usado con mayor eficiencia en relación con el coste, haciendo que se incrementara el uso de su máquina de vapor en una amplia gama de industrias. Ello, a su vez, hizo que aumentara el consumo total de carbón, aunque la cantidad de carbón necesaria para cada aplicación concreta disminuyera considerablemente."


La impresora y su demonio son, por tanto, sólo un ejemplo que tenemos a la vista de lo que puede suceder si no encontramos otro modo de producir y trabajar. Un modo de irnos alegremente a tomar por el saco...

17 enero 2012

Efectos colaterales de la Relatividad






1

Me cae bien ese tipo. Fue uno de los primeros en comprender que la simpatía del autor colabora al éxito de sus obras, incluso en un campo tan obtuso como el de la Física Teórica.
Antes de él, al criminal le gustaba parecer peligroso en las fotos de la policía, el boxeador ponía gesto agresivo, el filósofo reflexionaba ante la cámara y el científico trataba de simular una conexión directa con la divinidad. Pero él no: él parecía la propia divinidad, justo después de una partida de dados, o un vendedor de coches de segunda mano, o el celador de un manicomio. Cualquiera de ellos o todos a la vez.
Quizás por eso consiguió que aceptasen su teoría de que el espacio y el tiempo son dos caras de la misma moneda, intercambiables, maleables, negociables entre sí a velocidades de vértigo. Ni siquiera el gremio de impresores, preocupados por la suerte de su industria de almanaques y calendarios, se opuso a sus tesis con la esperada vehemencia.
Cualquier cosa es verosímil si se presenta con una sonrisa. Desde hace siglos los bufones conocían este truco, pero ningún científico se atrevió antes a bajar de su estrado para utilizar las burlas como apoyo para su palanca.
Él lo consiguió, y desde entonces el pasado y el futuro se confunden según el punto de vista del observador. Y el descrédito, en vez de cebarse en su teoría, cayó sobre nuestra percepción de lo que llamábamos realidad.
Desde entonces los recuerdos son augurios y la anticipación, memoria. Y corren todos juntos, cuesta arriba, en el río de caos.

2


Es el viento y no el catastro el que en realidad mide los solares. Lo que estorba al viento es lo real, y este método funciona bien en la práctica aunque a primera vista pueda parecer un criterio de realidad dudoso.
Setenta y seis metros por cuarenta y dos. Una buena parcela, incluso descontando las sisas municipales para patios, aceras, farolas y faroles. Más de tres mil metros cuadrados para que el viento haga su ronda sobre los cardos, las piedras y las vacas, cuatro vacas escuálidas y tristonas, que pastan sin nuestro permiso en el terreno mientras el antiguo dueño les encuentra otro acomodo.
Cuando la tierra se convierte en solar se queda estéril. La sal con que se siembra se llama urbanismo y rivaliza con Atila. Los nuevos hunos, en cambio, amamos el césped, que es casi como la hierba, pero bien domesticada. Yo  soy uno de estos hunos de nuevo cuño, y me enorgullezco de mostrar urbanizaciones donde antes había pedregales y matojos.
En cuanto al viento, sigue indiferente recorriendo los solares, y nadie le da importancia salvo cuando va vestido de verde. Porque hay veces que el viento se viste de verde, sí.
Verde pistacho y cinturón blanco.

3


La vi por primera vez una tarde de invierno. Una de esas tardes que parecen haber nacido ya noches y aguantan unas horas disfrazadas de luz. Habíamos vallado el solar y hasta encargado el cartel con el nombre de la promotora y el arquitecto. Las vacas seguían allí y no supe nunca ni cómo ni por dónde habían entrado: ese es el primer efecto colateral de la Relatividad, el de la dimensión desconocida por el que entran las vacas en un solar cuando ningún labrador vive cerca porque el único que había se ha mudado a trescientos kilómetros. Un efecto misterioso, pero no hablaré más de él.
El viento soplaba a ratos, como si marchase al paso de la oca. Era un viento solemne y agresivo. Frío. Demasiado frío. Casi con casco en punta.
Al frente del viento iba ella: una mujer vestida de verde pistacho con un cinturón blanco. O la sombra de una mujer.  O una bandera agitada, colgando del propio cielo.
Como no podía ser real la miré con atención en busca de un rostro que no pude encontrar. Vino hacia mí y seguí sin verla. La mancha verde parecía sustentar una cabellera pero ningún rostro.
El escalofrío que sentí no merece descripción. Mi huida tampoco.
Regresé a los diez minutos, avergonzado y con un par de aguardientes en el cuerpo haciendo las veces de bofetadas recién administradas a un histérico, si no como remdio, al menos como escarmiento.
No la vi más aquel día.

4


Los coches son criaturas omnipresentes que se cuelan en las postales y hasta en las películas de romanos, así que no es extraño que exijan sus cobijos y guaridas en cualquier edificio, y alcen sus voces con fuerza de titanes.
Cuando excavamos el aparcamiento permanecí atento a lo que pudiesen encontrar. No había hablado con nadie del asunto, pero en cuanto hice un par de comentarios todo el mundo pareció darse por enterado de lo que había que buscar entre la tierra movida por las máquinas. El rumor había corrido por sí mismo después de que alguien más viese a la mujer, o a la mancha verde.
Muchos ojos, demasiados, escudriñaron cada cacetada de tierra que vertían las excavadoras. Revisamos, sin reconocerlo, miles de metros cúbicos de pedruscos, tierra y raíces.
No hubo tumba ni hubo nada. No hubo enterramiento clandestino, ni lápida funeraria, ni necrópolis olvidada. No hubo más que barro para cocer cien mil Adanes, pero ni una sola costilla de Eva.
Con eso pensé calmarme, pero volví a verla. Y otros la vieron también, seguramente, a juzgar por las razones que tuve que escuchar para justificar sus deserciones a empresas que pagaban peor que la mía.
Se acabó el aparcamiento y con él la posibilidad de cerrar la historia con una superchería conocida.  Las supersticiones reciben sólo este nombre cuando son viejas y repetidas; si son nuevas, se les llama tonterías.

5

El edificio avanzó a buen ritmo. Las vacas se replegaron a sus posiciones de retaguardia y al viento se le multiplicó el trabajo entre vigas, forjados y columnas. Los tabiques, poco a poco, fueron completando el laberinto.
No había puertas ni ventanas y el viento se divertía por los huecos de los ascensores, las escaleras interiores y los pasillos de las futuras viviendas. A veces yo lo seguía en busca de su cabecilla y a veces creí entrever en un patio o un salón la conocida bandera verde.
A fuerza de no encontrarla, me olvidé poco a poco de su presencia hasta que un día nos encontramos de frente y no pude seguir ignorándola. Era una mujer, o lo parecía, y casi me tendió la mano.
Quise hablarle y tuve la impresión de que ella lo intentó por su parte. Ninguno de los dos lo conseguimos y allí, entre sacos de cemento, vigas, viguetas y azulejos de segunda me convencí para siempre de que el silencio es una entidad real y palpable. Como una pedrada. Como aquel vestido verde con cinturón blanco venido de no sé dónde para decir no sé qué.
Luego se desvaneció.
Y yo, casi, también.

6


Se puede creer en lo imposible pero no en lo improbable. Es más fácil creen en fantasmas que en la lotería primitiva.
El encuentro de aquel día tuvo para mí el efecto de la espada de Alejandro cortando el nudo Gordiano: por fin podía tomar en serio el asunto sin burlarme de mí mismo. Y cuando algo se convierte en real es como si debutase en el teatro del mundo, cobrando de repente músculos, huesos y tendones. Los nervios ya los ponía yo.
A partir de aquella tarde la mujer de verde fue real. Pregunté a los obreros, a los vigilantes y a los capataces, y como yo era el dueño de la empresa y el primero en preguntar, salieron a relucir las cosas que nunca hubiesen dicho por propia iniciativa.
Muchos otros la habían visto. Muchos otros se la habían encontrado en diferentes lugares y habían tratado de hablar con ella, o de preguntarle si deseaba algo.
El fantasma de la obra se mencionaba sólo en privado, pero al fin era un tema del que se podía hablar abiertamente.
Aquello tampoco era cabal y un día los reuní a todos antes de la hora de salir y dejé claro que habría que negarlo si alguien de fuera preguntaba porque, en caso contrario, el rumor podría perjudicar la venta de los pisos.
Todos acataron mis instrucciones menos el arquitecto, que opinó que cualquier publicidad era un ayuda.
Tuvo razón: cuando vinieron a preguntar los periodistas y respondí con una sonrisa burlona que sólo eran rumores sin fundamento, la noticia corrió con más fuerza y agilidad que todas las páginas contratadas en la prensa y todas las cuñas pagadas en las emisoras locales de radio. Por pudor o por miedo al ridículo no se dieron datos concretos: algo extraño se movía algunas veces por el edificio Sarmentosa. Una luz. Un vapor. Algo.
Supongo que a algunos los echó atrás. Pero otros que nunca se hubieran acercado a nuestra promoción nos conocieron por ese rumor y fueron a ver nuestras viviendas.
Y los pisos se empezaron a vender.


7

El comisario Martínez no es un tipo al que se le pueda ir con tonterías. Ni siquiera siendo amigo. Cuando fui a verlo para pedirle que me ayudase con este tema casi me da con la puerta en las narices.
Sólo la vieja amistad consiguió que me escuchara los dos  minutos que tardé en explicarle que necesitaba su ayuda para la parte estrictamente material y verificable del asunto: quería saber si en los últimos años había desaparecido alguna mujer vestida de verde. Seguramente no era imposible conocer la descripción del atuendo de las mujeres desaparecidas en los últimos años en la ciudad, o la provincia, o la región entera.
No podía ser muy complicado.
Mi expresión, más que mis palabras, debió de parecerle convincente. En la ciudad no había desaparecido nadie que coincidiese con mi descripción en los últimos veinte años. Veinte años me parecieron poco y conseguí hacerle mirar en los archivos de los cincuenta anteriores: tampoco.
En cuanto conseguí picar su curiosidad, el resto vino rodado: no había ninguna descripción parecida a la mía en cien, ni en doscientos kilómetros a la redonda. Ni en veinte, ni en cincuenta, ni en sesenta años.
No había desaparecido ninguna mujer vestida de verde. No estaba enterrada en mi solar. Ni siquiera una víctima de muerte violenta se aproximaba a mi modelo.
No había caso para la policía ni caso para los ocultistas.
No había caso.

8

Supongo que el fin último de una investigación es despejar el misterio. Y así fue, porque en cuanto investigamos, el misterio se despejó. O teníamos un fantasma en el solar equivocado, porque también los fantasmas pueden extraviarse, o el simple hecho de considerarlo real y tomarnos la molestia de averiguar su pasado había sido suficiente para calmar sus demandas.
En los meses que transcurrieron hasta que se terminó completamente el edificio nadie volvió a ver el vestido verde. Se organizó el laberinto. Se cerró el paso al viento y la luz eléctrica inundó los futuros baños, las futuras cocinas y los futuros dormitorios.
La mujer desapareció al mismo tiempo que apareció la luz y eso fue bastante para que muchos se rieran de los que habían afirmado ver algo. Incluso los propios interesado se rieron de sí mismos.
Muerta la penumbra, muerto el misterio. Una aurora boreal puede tomarse por una lucha de dioses en el Walhalla. La canícula de agosto en Túnez, ya es más difícil de convertir en procesión de difuntos que un bosque gallego en medio de la niebla.
Sólo yo la vi una vez más, en un piso concreto, el cuarto derecha, cuando fui a comprobar si había alguna ventana rota porque unos posibles compradores se habían quejado de que había demasiado frío en aquella vivienda.
No había ninguna ventana mal instalada: el frío era ella.


9

Por prudencia dejé aquel piso para el final. No quería que alguien lo comprase y hubiese verdaderos problemas antes de que se hubiera vendido el resto.
Quedaban sólo cinco viviendas cuando un día se presento en la oficina una pareja con un niño. Ella iba vestida de verde pistacho y llevaba un cinturón blanco. Les enseñé todos los pisos y todos les parecieron demasiado bajos. Les dije entonces que me quedaba un cuarto y les gustó.
Firmaremos las escrituras en quince días, si el banco les concede la hipoteca.
No puedo culparme de nada, pero no me siento tranquilo.
Es una tontería. No va a pasar nada. Los fantasmas sólo vienen del pasado, ¿verdad?
Sólo del pasado.
La Relatividad sólo se cumple a la velocidad de la luz.
Nadie viaja a la velocidad de la luz vestido de verde pistacho.

10 enero 2012

Biografía con epitafio (un relato)




LLEGÓ

Vino al mundo un día cualquiera, como venimos todos, salvo príncipes y reyes, celebrados de antemano en las empresas y gobiernos que acaso acometerán. Nació en cualquier familia, con un padre funcionario y una madre bordadora de manteles que luego nunca se usaban.

VENCIÓ

El muchacho parecía despierto y en los colegios lo respetaron los cachetes de los maestros. No era el primero de la clase pero casi siempre se sabía la lección. La primera y más importante la aprendió de sobra: nada es gratis, y si es gratis, desconfía.

FUE VENCIDO

Sin embargo las exigencias para entrar en la academia de oficiales de Zaragoza fueron demasiado para él. Demasiadas pruebas físicas y demasiadas matemáticas a la vez. En lugar de las armas tomó las letras, opositó con éxito a profesor de instituto y se hizo sitio en un periódico local.

EN LO QUE QUISO VENCER

Tenía trabajo y no le faltaba de nadar. Tenía una novia guapa que esperaba ser su esposa  que a veces le permitía besarla en el portal. Lástima que al besarla cerrase los ojos para imaginar los labios de la que se casó con otro. En el periódico le hicieron popular los artículos en que no decía lo que de veras sentía.

ESCRIBIÓ

Sus éxitos como columnista le impulsaron a arriesgar una novela. la historia era buena y el estilo mostraba el vigor de su mucha experiencia. Sus personajes hablaban como la gente que uno ve por la calle, y los tejados de sus paisajes retenían la nieve del invierno.

Y EN EL TINTERO

La novela era un experimento y se vendió bien. Llegaron muchas caretas de lectores, y el editor, avispado, le recomendó algunos cambios, pequeñas minucias, que ayudasen a espolear el interés de los lectores. Eran sólo cuestión de formas, pero el fondo permanecería inalterable.

DEJÓ LO QUE QUISO HACER

El éxito le sonrió enseguida. La novela sobre el abandono del campo quedó pospuesta para otro momento, igual que la fabulación que preparaba sobre lo que ocurriría si los el mundo llegaba a la conclusión de que el arte era una actividad superflua e improductiva.

POR HACER LO QUE QUISIERON

En lugar de eso escribió treinta novelas sobre amores, unos traicionados y otros no, sobre las dificultades de los pobres para sobrellevar su miseria y la imposibilidad de los ricos de soportar su aburrimiento. Escribió sobre anécdotas de toda clase, escuchando atentamente la opinión de sus lectores.

Y SE FUE

Escribió hasta aquella tarde en que ya, cono setenta años, se encontró mal de repente y se fue a dar un paseo para que se le asentara el estómago. Pensó llevarse consigo la libreta para apuntar lo que se le fuese ocurriendo, pero siempre había escrito a pluma y el tintero no es cosa que un hombre prudente deba llevar en el bolsillo.

06 enero 2012

Lo que te enseñan los putos bichos (un relato)


I

Coreus marginatus (no es el del relato, conste...)

En un maltrecho rincón de un yermo sin censo, tres docenas de casuchas se apretujaban entre sí tratando de vencer el miedo a la inmensidad de la estepa. En uno de esos chamizos, malvivía un hombre extenuado por el hambre, el trabajo, y la falta de esperanza.
Su mal era el mal aquella tierra toda: demasiados años, demasiada soledad, demasiada desmemoria.
Sacudida por los elementos, la llanura había depuesto hasta el último de sus promontorios en la vana esperanza de que fuese aceptada su rendición, pero no existía el perdón en aquellas fieras regiones: innumerables hordas de vientos apátridas batían el cuarteado rostro de la estepa, dejando a su paso apenas piedras descarnadas y un horizonte sin lindes. En lo más crudo del invierno, la tierra se anegaba por efecto de la rasputitsa, ese extraño fenómeno de la inundación sin lluvia que se produce cuando se ha deshelado el curso del río, pero no su desembocadura, más al Norte; sólo en ese tiempo era posible creer que el río terminaba en alguna parte, que corría hacia algún mar, que no era un flujo circular de agua que vuelve una y otra vez, siempre la misma, con las mismas ramas secas flotando sobre sus ondas.
Así era la llanura: un tajo entre cielo y tierra. Sólo a veces algún árbol mellaba el filo del horizonte alzando sus sarmentosas ramas al cielo, como un extraño ídolo eternizado en la postura de clamar compasión, o venganza, mientras su tronco se enjoyaba con la perenne escarcha azulada del otoño.
En las casas, diminutas isbas de una sola dependencia,  los más afortunados convivían con sus animales. El implacable frío exterior obligaba a unirse a los moradores en un desmembrado abrazo de odio mientras vigilaban el estertor de la turba o lo que buenamente hubieran podido conseguir para alimentar el fuego, un fuego casi siempre tan hambriento como ellos, igual de tembloroso, no menos aluzado que  la convulsa piel que escondía sus huesos.
Pero el viejo vivía solo, en una soledad desmesurada, sin alivio siquiera en la memoria. Si alguna vez tuvo esposa, o hijos, o tan siquiera una cabra, ya no podía recordarlo; cuando al fin se atrevía a soplar el candil apestoso que animaba las sombras, el único calor que alentaba en la casa era el suyo.
Entonces, al sumergirse el anciano campesino en la inconsciencia del sueño, renacía la vivienda toda en un callado, incesante, furtivo crepitar de carcomas hambrientas, arañas voraces, cucarachas siniestramente obesas, flotantes mariposas y polillas espectrales. Como en una sepultura, el final de la vida marcaba el comienzo de innumerables existencias, infinitas historias fugaces que en nada modificarían el ebrio deambular del mundo: justo igual que las de los hombres.
Cada especie reclamaba su espacio y mediante una u otra destreza se imponía en su especialidad, pero de entre todos los merodeadores nocturnos, entre todos los animalillos que competían por aquel tristísimo hábitat, las chinches eran sin duda las reinas de la casa: poco después de la medianoche, en legiones incontables, abandonaban sus nidos en las grietas de las paredes y la reseca paja del techo para dirigirse a la cama del viejo, en busca de su flaca sangre. Y ante su impresionante desfile se posaban las polillas en los rescoldos del fuego, detenían su zapa las carcomas y hasta dejaban por un momento de tejer sus telas las arañas, orgullosas del imperio de los suyos.
Todo lo que hizo aquel hombre por exterminarlas resultó baldío. De nada sirvió que limpiara la casa hasta los cimientos, ni los sahumerios con distintas hierbas,  cada cual más pestilente, que sus vecinos le recomendaron.  Lo intentó con orines de burro, con vinagre caliente, con azufre molido, y en el colmo de la desesperación, hasta con agua bendita, pero ningún remedio parecía suficiente para acabar con aquella plaga infernal.
Cada vez que emprendía una de aquellas campañas contra las chinches conseguía que sus ataques disminuyeran algo durante un tiempo, pero aquellos malditos insectos se hacían enseguida resistentes a cada nuevo veneno y enseguida redoblaban sus asaltos, envalentonadas por el triunfo de su capacidad de adaptación sobre el orgulloso ingenio humano.
Tentado estaba el pobre viejo de pegar fuego a la casa  cuando se le ocurrió una idea que a su juicio podría ser de utilidad: introducir las patas de su cama en cuatro barreños de agua: así, cuando las chinches trataran de alcanzar el lecho, caerían irremisiblemente en ellos y morirían ahogadas, víctimas de su propia avidez.
La primera noche que puso en práctica el método, el hombre también fue atacado mientras dormía. El sistema no era perfecto, pues la inmensa abundancia de aquellas alimañas hacía que las últimas pasaran sobre los cadáveres flotantes de las primeras y llegaran a su objetivo, pero al menos así tenía por las mañanas la satisfacción de contar los cadáveres de las chinches ahogadas. El viejo pensó que aquel remedio sería temporal, como todos los anteriores, pero como se entretenía contando las chinches muertas, siguió poniendo cada noche los cuatro barreños, y a la larga el sistema dio resultado: las chinches, en lugar de volver con renovada fuerza y efectivos engrosados, acabaron por esfumarse.
El viejo no tardó en contar a sus vecinos el éxito de su idea. A la vista de los buenos resultados, el método de los cuatro barreños se impuso inmediatamente en todo el pueblo, y al cabo de diez años no quedaba una sola de las chinches. Habían desaparecido por completo.
La única lastima fue que el viejo campesino no viviera lo suficiente para contemplar la consumación de su triunfo, pero su nombre fue recordado con gratitud por todos. Siempre se creyó, acaso por la influencia del párroco, que aprovechó el asunto para ilustrar otras cuestiones morales, que la codicia era el peor de los venenos, y que lo que no pudieron hacer los humos, el vinagre y los orines, lo había hecho la propia codicia de las chinches.  Se decía que los venenos que vienen de fuera fortalecen, pero los que nacen del propio sera terminan por aniquilar al que los sufre, y que por eso es más fácil de curar un balzo que un tumor.
Sin embargo, con el paso de los años, tan edificante explicación dejó paso a otra que trajo el primer aldeano que había salido del pueblo para estudiar en la ciudad:
Cuando se usaban  los venenos, el humo, o cualquiera de las malolientes hierbas que tan populares fueran en otros tiempos, las primeras chinches en morir eran las más débiles, las enfermas o las menos adaptadas, y así aparecían y subsistían siempre nuevas familias más resistentes que las anteriores, pues sólo se reproducían las que habían logrado resistir el veneno.  Pero cuando se generalizó el uso del agua, la situación dio un vuelco  tan importante como inapreciable a simple vista: las primeras en llegar, y por tanto en morir, eran las chinches mejor adaptadas, las más rápidas, las que mejor habían desarrollado la habilidad de buscar cuerpos calientes en medio de la oscuridad. Morían, en suma, en primer lugar, las que en condiciones normales hubieran estado destinadas a triunfar y reproducirse; Las últimas en llegar podían pasar sobre los cadáveres de sus congéneres. De este modo, sobrevivían las chinches incapaces de encontrar alimento con la rapidez necesaria, las enfermas, las lisiadas y las que tenían sus nidos en los lugares menos convenientes. Esas eran, pues, las que a la postre se reproducían.
Luego, cualquier veneno, cualquier enfermedad o cualquier depredador hizo el resto.


II


En aquellos mismos años, sin dar tiempo al estudiante a concluir sus estudios, comenzó una gran guerra. Se trataba de la mayor guerra que hubieran conocido los siglos hasta ese momento, y las unidades de alistamiento recorrieron el país en busca de soldados con que nutrir los descomunales ejércitos que serían necesarios para hacer frente al enemigo.
Al principio, además de reclutar a todos los hombres jóvenes, sanos y fuertes, los oficiales de reclutamiento se los llevaban a todos, preocupados por el empuje del enemigo; pero con el tiempo las autoridades cayeron en la cuenta de que no era rentable el esfuerzo material necesario para instruir a los más débiles, viejos o afectados de ciertas dolencias, y los devolvieron a casa. Sólo los mejores servían para las armas.
El estudiante que explicó la solución contra las chinches habló de ello con sus compañeros y fue fusilado por sedición.
Murieron muchos hombres en aquella guerra.
Y luego hubo otra.
Y después otra…