Llevamos años hablando de la necesidad del decrecimiento y de su llegada inevitable. De hecho, hay mucha gente que lleva años repitiendo que es la única salida y que lo único que hay que decidir es cómo queremos plantearlo, porque su llegada será inevitable.
Pues bueno:
aquí está. El decrecimiento es esto.
Decrecer es producir
menos, trabajar menos y consumir menos de todo.
Decrecimiento
es también vivir menos, elegir a quién se dedican los recursos, a quién se
admite en el hospital y a quién se dedican las dosis de medicamentos escasos.
Decrecimiento
es plantear el dilema de a qué círculo llega
nuestra solidaridad: a nuestra familia, a nuestro pueblo, nuestra región,
nuestro Estado, nuestra unión supranacional o a la Humanidad en general. ¿O
también a otras especies otorgando derechos a los animales?
El
decrecimiento es conflicto. El decrecimiento es riesgo. La mezcla de
conflicto y riesgo es altamente explosiva.
El
decrecimiento es elegir, y saber que lo haces, entre morir, con una
probabilidad del 2% o “no vivir”, con una probabilidad del 98%. De ahí, de ese
corrupto dilema, proceden la crispación actual entre quienes exigen que se
tomen todas las precauciones y los que prefieren seguir con su vida, asumiendo
riesgos y obligando a los demás a asumirlos.
Ninguno quiere que sea el otro el que imponga el nivel de riesgo al que hay que
mantener la existencia. No hay conflicto más difícil de resolver.
El
decrecimiento es aceptar peores condiciones laborales. Aceptar que los que
están lejos no podrán acercarse. Aceptar que no podrás ver a los seres
queridos, y quizás tendrás que resignarte a saber que han muerto por una carta,
un aviso telefónico o un mensaje de texto.
El
decrecimiento es dejar, a menudo, el poder en manos de los miedosos, de los
cobardes, de los inactivos, de los que
no quieren o no saben emprender, acercando a nuestras vidas la dictadura de la
vieja del visillo.
El
decrecimiento es relajar la ley pero intensificar el uso de la fuerza.
El
decrecimiento es
reducir la complejidad pero aumentar el control, reducir la libertad para
coordinar en lo posible la administración e lo que va quedando.
El
decrecimiento es feudalismo: pequeños señores locales que no temen a instancias
superiores, imponiendo su ley sobre súbditos a los que llaman ciudadanos, sobre
siervos a los que llaman compañeros, mientras fortifican su castillo y exigen a
mano armada el fruto del trabajo de los demás para, dicen, repartirlo mejor.
El
decrecimiento es el poder, cualquier poder, poniendo trabas para mejor
reservarse la parte de los recursos escasos que los poderosos desean para su
uso exclusivo. Ya no hay para todos, amigos, y hay que reducir. Pero vais a
reducir vosotros. Eso es decrecimiento.
El
decrecimiento es resignación.
El
decrecimiento es sospechar
que sobran tres mil millones de seres humanos y preguntarse a cada paso si
te va a tocar a ti formar parte del cupo de los sobrantes.
¿Hay más
opciones? Claro que sí. Y puede que alguna llegue a convertirse en realidad,
pero no sin antes pasar por todos los significados de decrecimiento que he
enumerado y otros que me dejo en el tintero.
El
decrecimiento puede ser solidaridad, ¿Pero cómo es que no hemos sido solidarios
en la abundancia y lo vamos a ser en la escasez? ¿De dónde procede semejante
lógica?
El
decrecimiento puede ser una enorme mejora medioambiental. Y tanto. No hay más
que medir las emisiones de CO2 de los cementerios.
El
decrecimiento puede estar lleno de oportunidades. Seguro, ¿pero para ti? ¿De
verdad que el decrecimiento va a mejorar la vida del 75% inferior de la población?
¿Con qué base se podría afirmar tal cosa?
El
decrecimiento puede representar un
avance contra la desigualdad. Igualar por abajo nunca fue difícil.
Y sin
embargo, amigos, el decrecimiento está aquí y no hay modo de soslayarlo o
aplazarlo. Vamos a decrecer. Estamos decreciendo. Del nuevo equilibrio que se
alcance dependerán los años que nos quedan y el futuro de los que vienen tras
nosotros. No soy catastrofista por mucho que mi artículo suene negativo: creo
que ese equilibrio es posible, y tiene que serlo porque no hay más remedio.
Pero nadie
en sus cabales puede desear el decrecimiento. Nadie en sus cabales se
va a conformar ahora con un “ya os lo habíamos dicho”.
Javier Pérez