03 abril 2016

La goma delante del lápiz

Errar es humano, nadie lo duda, pero cuando llevamos la goma por delante del lápiz, está claro que nos pasamos.

Eso es justamente lo que sucede cada vez que evitamos plantear un problema por el solo hecho de que sacarlo a la luz nos genere problemas. No se trata sólo del imperio de lo políticamente correcto, sino de una especie de rechazo al debate que encuentro cada días con más frecuencia.

Hasta hace poco pensaba que era cosa de mi entorno, peor de un tiempo a esta parte, frecuentando otros ambientes y observando otros grupos, me doy cuenta de que la actitud se ha generalizado: ¿No os ocurre también a vosotros que cada días más conversaciones acaban en comentar qué serie estás viendo, por qué temporada vas, o cualquier chorrada de vídeo que alguien colgó en Facebook?

¿De veras vamos tan escasos de problemas como para sustraer el debate y el intercambio de ideas de nuestra vida diaria?

Lo que sucede, pienso yo, es que debatir supone confrontar ideas y que una gran parte de la gente que nos rodea, e incluso nosotros mismos a veces, damos por sentado que ya está todo hablado, que está todo dicho, y no vale la pena arriesgarse a que surja un pequeño conflicto cuando lo que de veras nos apetece es un rato de vacío, de jacuzzi mental y de todo va bien, pase lo que pase.

Y así, callamos con las personas conocidas lo que luego gritamos en ambientes de anonimato. Y así rechazamos saber lo que el otro piensa, o decir lo que nosotros pensamos, en un ejercicio de autocensura que alcanzaba primero a temas delicados y que hoy alcanza a cualquier cosa, a fuerza de convertir cualquier tema en algo de lo que no se debe hablar. No se debe hablar de política, no se debe hablar de religión, no se debe hablar de dinero, no se debe hablar de relaciones de pareja, no se debe hablar de trabajo... ¿De qué se debe hablar? Fundamentalmente de tonterías que no afecten a nadie.

Esa es la goma por delante del lápiz.

Esa es el síndrome que nos convierte en anuncios, en transmisores de chorradas virales y en pancartas humanas para el último producto de otro.

El ágora se convirtió en centro comercial. Triste historia.