Dicen por ahí, y lo dicen en voz baja para que no nos cabreemos, que la actual ola de prosperidad que disfruta España procede en buena medida del aumento de la población. Dicen los que hacen los censos, aunque sólo cuentan a los que están en España legalmente, que en cinco años la población del país ha aumentado en cuatro millones de personas, y que esto mueve la demanda, la vivienda, el consumo y la producción.
Será verdad, no lo dudo, y todavía puede que se queden cortos, pero aun a riesgo de que me tachen de insolidario, me pregunto yo si esto no será en realidad una forma más, una torcida y refinada, de arrastrarnos a los españoles a la pobreza, permitiendo que se enriquezcan cuatro grandes empresarios mientras desaparecen las clases medias.
Porque el caso es que los que vienen, trabajan y pagan sus impuestos, pero usan unas infraestructuras y adquieren unos derechos que nunca pagaron. Y si uno quiere hacerse accionista de Iberia, por ejemplo, no basta con pagar el billete, porque eso te da sólo derecho a que te lleven de un lado a otro. Si uno quiere hacerse accionista de Iberia y ser dueño de una parte de las pistas, de los aviones, los hangares, las patentes y las líneas comerciales, tiene que comprar acciones. Acciones, y no billetes de vuelo, que son cosa bien distinta.
Lo que nos pasa aquí, me parece, es que no distinguimos al accionista del usuario. Porque el usuario tiene todos los derechos, los de uso, pero no los de propiedad, y si es una estupidez impensable darle a alguien una participación en un avión por el hecho de haber volado alguna vez, también es una tontería inaudita concederle a alguien derechos de ciudadanía por haber trabajado y cotizado alguna vez.
El que trabaja y cotiza tiene derecho a un salario, a un desempleo y a una seguridad social, porque ese es el viaje al que le da derecho su billete. ¿Pero de dónde salen otros derechos y otras exigencias? No de su aportación, sino de nuestro bolsillo. Y no sólo del nuestro, sino del de nuestros padres y nuestros abuelos, que se partieron el lomo para construir una serie de bienes que ahora disfrutan, a precio de saldo, los que nunca ayudaron a levantarlos. Para tener derecho a opinar en una comunidad de vecinos, y para tener derecho a una parte del solar el día que se derribe, no basta con ser inquilino y pagar puntualmente el alquiler. Para tener ciertos derechos, hay que haberse hipotecado treinta años y ser propietario.
Pero aquí no. Aquí da igual. Aquí vienes, pagas la entrada, y ya eres el amo.
Y todo para que los empresarios puedan despedir a trabajadores de cincuenta años, prejubilados a costa de la caja común, y sustituirlos por otros de veinte a los que les pagan la mitad.
Y encima aplaudimos. Manda huevos.