18 marzo 2008

Inmigrantes usuarios, no accionistas



Dicen por ahí, y lo dicen en voz baja para que no nos cabreemos, que la actual ola de prosperidad que disfruta España procede en buena medida del aumento de la población. Dicen los que hacen los censos, aunque sólo cuentan a los que están en España legalmente, que en cinco años la población del país ha aumentado en cuatro millones de personas, y que esto mueve la demanda, la vivienda, el consumo y la producción.
Será verdad, no lo dudo, y todavía puede que se queden cortos, pero aun a riesgo de que me tachen de insolidario, me pregunto yo si esto no será en realidad una forma más, una torcida y refinada, de arrastrarnos a los españoles a la pobreza, permitiendo que se enriquezcan cuatro grandes empresarios mientras desaparecen las clases medias.
Porque el caso es que los que vienen, trabajan y pagan sus impuestos, pero usan unas infraestructuras y adquieren unos derechos que nunca pagaron. Y si uno quiere hacerse accionista de Iberia, por ejemplo, no basta con pagar el billete, porque eso te da sólo derecho a que te lleven de un lado a otro. Si uno quiere hacerse accionista de Iberia y ser dueño de una parte de las pistas, de los aviones, los hangares, las patentes y las líneas comerciales, tiene que comprar acciones. Acciones, y no billetes de vuelo, que son cosa bien distinta.
Lo que nos pasa aquí, me parece, es que no distinguimos al accionista del usuario. Porque el usuario tiene todos los derechos, los de uso, pero no los de propiedad, y si es una estupidez impensable darle a alguien una participación en un avión por el hecho de haber volado alguna vez, también es una tontería inaudita concederle a alguien derechos de ciudadanía por haber trabajado y cotizado alguna vez.
El que trabaja y cotiza tiene derecho a un salario, a un desempleo y a una seguridad social, porque ese es el viaje al que le da derecho su billete. ¿Pero de dónde salen otros derechos y otras exigencias? No de su aportación, sino de nuestro bolsillo. Y no sólo del nuestro, sino del de nuestros padres y nuestros abuelos, que se partieron el lomo para construir una serie de bienes que ahora disfrutan, a precio de saldo, los que nunca ayudaron a levantarlos. Para tener derecho a opinar en una comunidad de vecinos, y para tener derecho a una parte del solar el día que se derribe, no basta con ser inquilino y pagar puntualmente el alquiler. Para tener ciertos derechos, hay que haberse hipotecado treinta años y ser propietario.
Pero aquí no. Aquí da igual. Aquí vienes, pagas la entrada, y ya eres el amo.
Y todo para que los empresarios puedan despedir a trabajadores de cincuenta años, prejubilados a costa de la caja común, y sustituirlos por otros de veinte a los que les pagan la mitad.
Y encima aplaudimos. Manda huevos.

11 marzo 2008

Cuélgate o me crispo


Que está bien ser comprensivo. Que sí. Que hay que respetar la sensibilidad de los demás. Vale. Que hay que tratar de evitar las provocaciones y comprender que la convivencia pasa por ceder en unas cosas y exigir en otras. De acuerdo en todo.
Pero oigan: cuando alguien me dice que celebrar la fiesta nacional o sacar la bandera de mi propio país a la calle (¡y a mi propia calle!) puede herir sensibilidades, ¿qué tengo que pensar?, ¿a quién están vendiendo mi libertad?, ¿bajo qué yugo me ponen?
Y si el que lo dice es además el que representa a las instituciones del país, ¿qué está pasando?
No sé ustedes, pero yo lo veo bastante claro: aquí hay sensibilidades de primera y de segunda. En este asunto, como en otros muchos asuntos, están a un lado los que vocean, y pueden vocear lo que les dé la gana, y a otro los que callan, y tienen que callar cada vez más para no ofender a los que vocean.
Si en vez de sacar la bandera española el día del Pilar sacáramos la bandera francesa un catorce de julio para celebrar lo que a todos nos ayudó a progresar la toma de la Bastilla, ¿se quejarían los nacionalistas? No. Fijo que no. Porque para ellos Francia no es el enemigo, ni el objeto de su odio ni de su desprecio.
La bandera española, el himno, y cualquier otro símbolo parecido les molesta porque lo consideran enemigo. Y la verdad es que por mí pueden tomar por enemigo al lucero del alba o al zar de las siete rusias, pero lo que me molesta, lo que no puedo tolerar es que encima traten de imponerme sus preferencias y me digan que les provoco si soy el que soy, opino lo que opino, o me siento como me siento. Lo que no se puede consentir, de ninguna manera, es que las instituciones, las propias, las que yo pago y se supone que me deben un respeto, me manden callar porque se cabrean los que me odian.
Porque lo que me dicen está bien claro: si su nacionalismo me cabrea, me jorobo. Si mi nacionalismo les cabrea, me jorobo también. La conclusión es obvia: ese es el trato del señor hacia el vasallo, que impone siempre su ley, su norma, y su capricho.
Parea contentarles y que estén felices, queda que me suicide, supongo.
No pierdan de vista la idea porque, dependiendo de cómo salgan las cuentas de las próximas elecciones, lo mismo nos piden que nos colguemos de un pino.
Para que no provoquemos.
Para que no se crispen.

08 marzo 2008

Hosteleros con garfio de oro


Que sí, que la cosa está mala y que la crisis induce a los turistas a gastar cada vez menos y mirare más la cartera. Y no sólo a los turistas, con lo que se resiente el sector. Que sí, que no hay duda de que la hostelería, a falta de mejor ocupación, es el motor, el carburador y el chasis de nuestra economía, y que cuando vemos cerrar una tienda de topa, de fertilizantes o hasta un kiosco de gominolas, lo primero que se nos pasa por la cabeza es que van a poner un bar. Otro bar.
Todo esto es cierto, ¿pero no les parece a ustedes que los hosteleros también se han pasado catorce pueblos y tres partidos judiciales en estos años? Porque no hace tanto que un café valía veinte duros y un vino sesenta pelas, y de golpe y porrazo, con la entrada del Euro, se duplicaron los precios. Nada de subidas moderadas, no: el doble.
Se han pasado. Han tenido la impresión de que no había límite. Han trabajado a menudo como el que entra a saquear un país enemigo, y eso tarde o temprano se paga. Lo pagarán los que menos culpa tengan, pero se paga.
Y la gente es tonta hasta donde lo es: si antes salir a tomar un par de rondas con los amigos te costaba mil pelas y ahora te dejas quince euros, pues sales menos.
Lo peor del caso es que la inflación no sólo se ve en los precios, sino también en el servicio, con trucos tan bajos, tan rastreros y tan miserables como cambiar la cristalería por otra con una capacidad ligeramente menor. ¿Alguien se ha parado a comprobar el cubicaje de una caña?
Yo sí, y les cuento: al limpiar los almacenes de una vieja taberna en las montañas aparecieron varios cientos de botellines de cerveza y un montón de vasos y jarras de los que se usaban para servir, y resulta que comparados con los que ponen ahora parecían casi bañeras. Los botellines, que ahora son de veinte centilitros, eran de treinta y tres, y los vasos para la caña, otro tanto. Conclusión: que antes de un litro salían tres cañas y ahora salen cinco. Casi el doble. Y con los vinos, parecido. Si alguno de ustedes ha trabajado de camarero sabrá que de la vieja orden del patrón era que de la botella tenían que salir seis vinos. Ahora la consigna es que salgan ocho. En coponas a lo Heraclio Fournier, eso sí, pero el vino sólo manchando el fondo. Ya ni aquello de "agua va" nos gritan al servir el vino. En los vasos que ponen en muchos lados, ni agua cabe con holgura.
Si unimos a esto que en muchos sitios la tapa es cada vez más panadera, el café más carbonilla y los bollos más revenidos, no es de extrañar que la gente se eche atrás y empiece a estirar las consumiciones para seguir dando palique con los amigos sin rellenar el vaso.
Y ea que si nuestra economía está en manos de las grandes multinacionales es malo, pero parece que si está en manos de los taberneros, de algunos de ellos, todavía es peor.
¡Qué envidia le darían a Long John Silver si los viera!

01 marzo 2008

La religión del papel salmón



La economía clásica, la que se enseña en las universidades y poco a poco ha ido alcanzando rango de dogma religioso, afirma que un encarecimiento de los bienes de primera necesidad conduce a un repunte inflacionario. O dicho de modo cristiano: que si sube el pan o sube la vivienda, eso implica que los trabajadores presionarán los salarios al alza, con lo que finalmente subirán todos los demás productos porque aumenta el dinero que circula por los mercados.
Ese es el auto de fe, ya lo saben, pero ahora que ando preparando otra novela y documentándome para ello, resulta que hace setenta a os había un economista que decía justo lo contrario. Y se lo cuento porque el tipo me ha dado qué pensar, y creo que su opinión refleja más lo que vivimos en nuestros días y nos ayuda a entender mejor la actualidad. Y a que no nos enga en como a cretinos.
El tipo este decía que si suben los bienes de primera necesidad, bajan los salarios, y la clase trabajadora se empobrece doblemente: porque ha subido el pan y los pisos y porque cobra menos. ¿Y por qué bajan los salarios cuando sube el pan o la vivienda? Pues porque la necesidad real de un salario aumenta, y la gente está dispuesta a trabajar por menos, con tal de tener dónde vivir y poder comer. Si se encarece lo básico, entonces ya no basta con cuatro chapucillas para ir tirando, y hay que aceptar lo que sea. Y lo que sea siempre, invariablemente, es trabajar más horas por menos dinero.
A este díscolo economista no le hicieron ni caso, por supuesto, y no se le menciona más que en los libros de historia y por otras razones, pero nunca en los de economía. Sin embargo, fue el que defendió en teoría económica la postura más sólida que existe contra la flexibilidad laboral y el despido libre. Se la cuento para que sepan que no todo el mundo cree que cuando se abarata el despido prospera la economía:
Dicen los liberales, con Keynes a la cabeza, que si un empresario tiene que comprometerse en exceso con un trabajador, será reacio a contratar más personal y estirará su plantilla en lo medida de lo posible, de modo que donde podían estar trabajando siete trabajan sólo cinco, aunque la época sea buena. Dicen los liberales, con Keynes a la cabeza, que si se facilita el despido, el empresario contratará en todo momento a toda la gente que le haga falta, y que eso, en cualquier momento, supone que haya más gente trabajando y más gente cobrando un salario, lo que hace aumentar la demanda, aumentar la producción y lleva a contratar aún más gente, en un círculo que conduce a la prosperidad.
Dice nuestro amigo, en cambio, que si los contratos son inestables habrá, en efecto, más gente trabajando, pero como los trabajadores no saben hasta cuándo les va a durar el trabajo, no se atreverán a comprar bienes de alto valor (casas, coches, etc.) porque no saben si podrán pagarlos el a o que viene. De ese modo, se contrae la demanda o aumenta el endeudamiento, lo que en ambos casos irá contra la inversión futura, originando un círculo que lleva a la ruina a medio o largo plazo.
Como ven, la diferencia de opinión no puede ser más profunda. Como ven, hay más modos de pensar que el que nos presentan como única posibilidad, bajo palio, para que traguemos lo que nos echen pensando que no hay alternativa.
El díscolo economista opositor se llamaba Hjalmar Schacht, por si les apetece buscarlo en Google o en una enciclopedia. Pero mejor no lo busquen, ya se lo aconsejo, no vaya a ser que acaben pensando, como muchos, que es mejor que te exploten a estar de acuerdo con semejante tipo.
Mejor quédense con lo que dijo, y con la idea de que la economía real que tenemos sólo es una de las posibles. Una más, y nos aprieta.