30 septiembre 2007

A cascarla a la vía



Que no me encajan el mitin, hombre. Que no. Que se pongan como se pongan no voy a ir a ver las películas españolas al cine, aunque las programen obligatoriamente, ni aunque sea gratis y paguemos la entrada a escote, vía impuestos.
Que no. Que como no me lleven a punta de pistola, no voy. Que estoy ya hasta los huevos de películas sobre la guerra civil, de putas y de travestis, de yonquis y de colgaos. Que el cine social es otra cosa, hombre. Que estos tíos van a la manifa con la pancarta para que les den para una película y luego hacen la película para que les den para la pancarta. Y ya está bien. Que más que una pescadilla que se muerde la cola son pulpos que se muerden las ocho colas, porque bocaza les sobra. Y tentáculos. Y ventosas.
Y si encima me dicen que los actores son creativos, ya me parto. Creativos son los albañiles cuando levantan un tabique, y no le piden una parte de lo suyo al arquitecto. Se curran el tabique, lo cobran y en paz. Pero estos no: estos quieren cobrar un canon para meter la cuchara en lo que trabajó Paco Martínez Soria, que sigue saliendo en la tele de cuando en vez porque aún hay quien no la apaga cuando lo ve. No como ellos, que no compiten ya ni con la publicidad de los dodotis.
El cine americano es malo, vale. Es frívolo, ramplón y con acné. Cuenta milongas, vende motos y transmite una imagen social de echarse a temblar. Que sí. Pero por lo menos no aburre a las ovejas. Por lo menos sabe lo que es y dónde está. El cine español, en cambio, es como ese tío gilipollas que se deja el libro de Sartre en el asiento de atrás del BMW de su hermano, para vengarse de lo costoso con algo barato que aparenta intelectualidad.
Y no. Ya no cuela. Lo nuestro no da para planos largos reflexivos como el cine francés, ni para desgarrados desiertos como el iraní. Lo nuestro es cine sueco, pero con barman en vez de Bergman. Lo nuestro es la mirada fija y la barbilla temblorosa para terminar diciendo "hay gente pa tó". Lo nuestro es un despelote donde el director hace de director, de guionista, de intérprete y hasta de jefe de maquillaje, porque de todo entiende. Y luego sale lo que sale: o historias que se adivinan desde el minuto tres, o elefantes en la bañera que no hay dios que los saque a flote dignamente, como aquel "abre los ojos" de Amenábar, depilado en seco de puro traído por los pelos.
Muy mal está la cosa. Muy mal. Con excepciones, por supuesto, pero de pena.
Hay que apoyar lo de casa, por supuesto, pero está demostrado que el arancel y la norma legal no hacen más que empeorar el producto y machacar al consumidor. ¿Qué nos vendían los de dentro cuando no se podía comprar fuera? Cualquier cosa y al precio que ellos querían. ¿Cuándo empezaron a espabilar? Cuando vinieron los de fuera a competir y poner a tono al chapucero de toda la vida.
Pues estos del cine quieren lo contrario. Que no venga el de fuera. Que haya que ver lo suyo por narices. Y con la ayuda del Gobierno, por supuesto, porque este ministerio que se dice de Cultura es en realidad un Ministerio de Propaganda.
Como decía Eduardo Mendoza, espero que no sea verdad eso de que cuando te llega el momento de la muerte veas transcurrir toda tu vida por delante de ti, porque bastante malo es ya morirse como para encima morirse viendo cine español.
Terrible, oigan.

Un cierto desasosiego



Aún no ha salido sentencia en el proceso sobre los atentados de aquel marzo, en Atocha, cuando casi doscientas personas resultaron muertas y varios miles heridas.
Quien más y quien menos ha seguido el juicio, y no sé a ustedes, pero a mí me queda una cierta sensación de desasosiego, como cuando salgo del cine de ver una de esas películas malas, en las que el guión no encaja, los personajes no se sostienen y hay que suplir con exceso de efectos especiales la inventiva que faltó.
No sé, caray. No me lo explico. No puede ser que en el atentado más grave de la historia de España no se pueda determinar el explosivo empleado. He hablado algo con entendidos en la materia y se encogen todos de hombros. Es incomprensible: no es que quedasen dos pinzas y el capuchón de un boli para analizar: quedaron trenes enteros, y una estación, y nadie tomó las muestras en su momento, y alguien las lavó con amoniaco, y alguien tiró al cubo de la basura los objetos recogidos en el lugar de los hechos. Y la mochila que no estalló no se sabe dónde la cogieron, ni dónde estuvo, ni qué carajo pasó con ella. Y la furgoneta no tenía nada cuando la revisaron los perros y luego contenía hasta cuarenta objetos, después de pasar por una comisaría. Y claro: el que lleva lo de los perros se mosquea, porque dice que él puede no ver una cosa, pero su perro detecta un petardo en el césped del Bernabéu.
Y luego resulta que las mochilas las ponen unos tíos que se bajan de los trenes pero se suicidan al día siguiente, o a los dos días, cuando de haberse suicidado a bordo hubiesen provocado diez veces más daños.
Y poco después aparece otra mochila en las vías del AVE, y de esa no se habla porque eso es materia de otro proceso y otro delito.
Y se ha periciado, y se ha preguntado, y han salido policías diciendo que no comunicaron a sus jefes que un soplón les había hablado de quinientos kilos de explosivos porque se les olvidó mencionarlo.
Y está todo muy bien y muy trabajado. Pero a mí, que me dedico a eso de la novela negra, me queda la impresión de que si se me ocurre presentarle esta historia a mi editora me echa a patadas de su despacho, y eso que es una chica simpática y paciente. Me corre a boinazos si le presento esto, se lo juro.
Porque los confidentes se enteran, se lo cuentan a la policía y los polis no se dan por enterados. Porque la dinamita la trae un asturiano chalado que va y viene en el Alsa con otro tío. Porque los suicidas se suicidan al día siguiente y no cuando cometen el atentado. Porque hay trece mochilas, y explotan todas, menos una, que estaba activada por un teléfono móvil al que le faltaba un trozo de plástico que aparece en casa de un sospechoso.
Todo muy malo. Todo muy cutre. Todo muy traído de los pelos y demasiado parecido al cuento de Pulgarcito.
Si esto es la realidad, no es de extrañar que el cine español sea tan flojo y que vaya a verlo tan poca gente.
Yo por si acaso, pongo mi anuncio, que nunca se sabe: se ofrece novelista especializado en género negro para planear la próxima marranada. Experiencia contrastada en tramas que encajan sin necesidad de recurrir a milagros.
Razón aquí mismo o en http://www.javier-perez.es/
Si me llaman, ya les cuento.

12 septiembre 2007

El poder de la prensa (y otros cuentos chinos)


El poder de los medios de comunicación es un mito heredado de otro tiempo, como el poder de un obispo o la importancia de los caballeros templarios.
Los periódicos, y después las radios y las televisiones, eran un verdadero poder en tanto en cuanto tenían capacidad para mover a las masas de modo que estas, a través de la presión expresada de distintos modos, movieran a su vez a los gobernantes. La comunicación, pues, era un poder real e indirecto.
Pero los medios ya no movilizan. El pueblo en tanto masa, y en tanto gran estómago satisfecho, es incapaz de activarse de modo efectivo. Y en cuanto masa y en cuanto cerebro abotargado, tampoco guarda memoria. Cualquier criminal sabe que para mover unas elecciones hay que poner la bomba tres días antes, porque si la pones con un mes de anticipación ya no se acuerda nadie. O se acuerdan, pero no les influye.
Es duro pero es así: un político cualquiera podría muy bien gobernar tres años y medio de espaldas a los periódicos. Podría ser incluso un dictador que se saltase cualquier norma y hacer caso omiso de las críticas de los columnistas y los titulares de los telediarios. ¿Se imaginan a un dictador sin partido único y sin censura? En otro tiempo eso era impensable, pero hoy resulta hasta probable. Este hipotético personaje podría gobernar a sus anchas sin necesidad de reprimir reacción alguna por el simple procedimiento de hacer caso omiso de lo que se le dijera. Y mientras la economía marchase bien, el sistema le funcionaría. Porque el lector y el espectador están tan acostumbrados al escándalo constante, a la interminable sucesión de supuestos y reales atropellos que se limitará a indignarse dentro de los límites de su sillón, acudir al trabajo al día siguiente y, todo lo más, comentar la nueva felonía del poder con algún amigo de cafetería. Las revoluciones existen, sí, pero consisten en cambiar de marca de cuchilla de afeitar o de cepillo de dientes.
El poder de los medios de comunicación sólo existe en tanto en cuanto el político o el empresario de turno desean ser amados. Sólo existe en tanto en cuanto caen en el vicio de buscar anuencia, de querer ser aplaudidos y de sentirla necesidad de leer elogios. El poder de la prensa estriba solamente en la vanidad del gobernante, pero sus posibilidades de influir fuera de esta faceta se ha vuelto ínfima, casi nula, tras la desaparición de su verdadera fuerza: la capacidad de reacción popular.
Estamos ante un vigorizante o un excitante que antes cabreaba y fortalecía al luchador. Como el luchador ha muerto, la pastilla sólo da risa.
Pero eso sí: colocada sobre su tumba mejora el decorado. Y nos hace creer que seguimos en una democracia. Nos hace creer que le importamos a alguien.

10 septiembre 2007

Salvados por el chorizo


Es increíble que haya que decir estas cosas, pero lo cierto es que en España debemos mucho a los mangutas, los trileros y los estraperlistas de todo pelo que forman y formamos la mitad del censo. O más.
Y hay dos razones, dos, para reconocer esta deuda, como si fueran morlacos astifinos de alguna afamada ganadería. Parta explicarlo como es debido habría que meterse en corrientes y torbellinos económicos, pero el caso es que estamos casi en verano, cerca de la noche brujeril de san Juan, y lo mejor será que intente exponerlo con menos precisión pero poniéndolo a mano.
Hay dos razones, decía, para que los españoles estemos en deuda con los defraudadores.
La primera es la monetaria. Cuando la Unión Europea instituyó el euro como moneda, calculó el tipo de equivalencia con las monedas anteriores y a cada país le correspondió un tipo de cambio. El euro, como todos sabemos por la cuerda que tanto nos aprieta en el pescuezo, valió 166,386 pesetas. Esta cifra, que no es caprichosa, se suponía que tenía que reflejar el valor de la economía española. Todo bien hasta ahí. Pero resulta que según cálculos y estudios el volumen de la economía sumergida española, es decir, el de los negocios y actividades económicas no controlados por el Estado, era muy superior a lo estimado, por lo que había más pesetas ocultas de las que se pensaba. Así, España recibió más euros de los que le correspondían, o dicho de otro modo, se valoró la peseta por encima de su valor real, ya que de haberse sabido que había más, el valor final habría rondado el de un euro por cada 185 o 190 pesetas. De este modo, no queda más remedio que reconocer que fueron los que tenían los cuartos escondidos debajo de la teja (o en una caja de seguridad de un banco) los que enga aron a las autoridades europeas e hicieron que al peseta se valorase en más de lo que le correspondía. Esta, según los entendidos, puede ser una de las razones pro las que hayamos vivido en los últimos a os un gran auge económico: porque fue como si nos tocase la lotería.
La segunda razón duele más, y es la eficiencia. Según afirman algunos estudios econométricos, en Espa a se obtiene casi una doble productividad real del dinero que queda en manos privadas que del que administra el Estado. la proliferación de distintas administraciones, central, autonómica, provincial y local, hace que por cada euro que se gasta o se invierte desde el sector privado sea necesario gastar casi dos para conseguir lo mismo si es el sector público el que lo gestiona. De esta manera se llega a la conclusión de que, dentro de unos límites, cada euro que se escaquee al fisco y que se invierta en la propia empresa o en un chalé en la costa (alguien lo construye, y ese alguien cobra un sueldo) rinde más, produce más empleo y más riqueza que si se lo llevara Hacienda. Podría ser, por tanto, que la prosperidad de esta última época, se deba también en parte a lo mucho que se oculta, lo mucho que se esconde y lo mucho que no se declara.
De si esto es ético o no, hablen con un cura. Yo sólo soy economista.

01 septiembre 2007

Héroes en mangas de camisa



Risa floja me da cuando pienso en el mandato constitucional de llevar la descentralización del Estado más alla de las autonomías. Tan floja que casi se me tuerce el gesto, oigan.
Ahora que nos han convertido en espectadores de las tomas de posesión de los distintos gobiernos, administraciones, concejalías y fregadurías de turno, no queda más remedio que preguntarnos qué fue de esa descentralización y qué se hizo de la idea inicial de que las Comunidades Autónomas transfiriesen dineros y competencias a las administraciones locales.
Parece que nada. Y que ahí se va a quedar. Normal, porque la creación de las autonomías no tenía nada que ver con aquel rollo macabeo de acercar la administración al ciudadano. Si fuera por eso, por una mejor gestión basada en la proximidad, nadie mejor que los ayuntamientos para conocer los problemas reales. Pero no era eso: se trataba de callar la boca a los nacionalistas a fuerza de bajarse los pantalones. Se trataba de arrancar un consenso imposible de transición a una gente que basaba y basa su existencia en la queja, el lloriqueo, el victimismo y la reivindicación perpetuas. Que el ciudadano estuviese mejor o peor atendido les importaba y les importa tres pu etas.
Y pasan los a os y la cosa se agrava. Las provincias que no tienen agarraderas, o que sólo cuentan con políticos zoquetes o pesebrarios, se empobrecen, víctimas de la competencia desleal de los que se permiten decretar vacaciones fiscales o pueden exigir inversiones en infraestructuras que los demás ni so amos.
El campo se despuebla. Y resulta ahora que te metes a alcalde de un pueblo cualquiera de nuestra provincia y te encuentras con que tienes las mismas farolas que hace veinte a os, o más, y las mismas cañerías de la traída de aguas que mantener, pero que en lugar de trescientos vecinos te quedan sesenta, y el presupuesto se ha dividido por cinco. Te metes a alcalde de un pueblo zamorano y entonces ya no te da la risa floja: ya es que te descojonas por los rastrojos pensando en cómo vas a dar servicio a tus vecinos con la porquería de recursos que te deja la nunca descentralizada, siempre rapiñera administración regional.
Porque los habremos votado o no, nos la liarán más o menos, tendrán algunos también sus torcidas intenciones, pero la inmensa mayoría de los que van a ser alcaldes en nuestra provincia son verdaderos héroes que tendrán que lidiar contra la incuria, el abandono, el despoblamiento y la intrascendencia de sus problemas. La mayoría de nuestros alcaldes y concejales tendrán que sacar el traje y la capa de Superman del baúl para que sus pueblos no se caigan a cachos, para que no les cierren la escuela, no les quiten el autobús o no les pregunten para qué quieren un médico, con lo sanos que están todos.
Luego sale alguno como Lobato, en Peque, y los que no conocen el paño se echan las manos a la cabeza pensando que está loco. Y no. Lo que está es harto, coño. Si soy yo, pido una base de portaaviones. ¡Con un par!
Así que los que empiezan, que se vayan preparando, porque en esta provincia nuestra para ser alcalde de pueblo hay que ser Roberto Alcázar, Mortadelo, Hulk, Spiderman y Gandalf juntos.
Y aún así es poco. Ya lo verán.