30 diciembre 2011

Lo que algunos entienden por caridad (Un relato)


El escenario del asunto...

Cuando se ha vivido casi treinta años en la misma casa, poco hay más desolador que una mudanza, y no sólo por las paredes que quedan desnudas, como acusaciones de abandono de un espacio que reclamamos un día y reclama ahora a su vez nuestra protección, o por las pequeñas huellas de nuestra vida, y hasta los viejos olores, tan familiares, vencidos poco a poco, infatigablemente, por el eco y la humedad.
Lo peor de todo es desprenderse de todos esos pequeños objetos que hemos querido olvidar por falta de valor para arrojarlos a la basura: los billetes de avión de nuestros mejores viajes, un mechón de cabello de una antigua novia, nuestras primeras botas de fútbol o una desportillada amalgama de tebeos estropajosos que nosotros nunca volveremos a mirar y nuestros hijos esquivan con repugnancia. Decía Chesterton que tres mudanzas equivalen a un incendio, pero yo creo que las mudanzas son mucho peores, porque el incendio se lleva lo que quiere, mientras que cuando te vas de una casa eres tú el que debe acopiar firmeza para desprenderte voluntariamente de todas esas cosas.
En ese indeseable Juicio Final de los recuerdos que constituye toda mudanza, a veces florece también alguna satisfacción en forma de agenda con el teléfono de alguien con quien habíamos perdido contacto, o un fajo de fotos de los tiempos en que no regalaban álbumes con los revelados ni se guardaban cinco mil imágenes en un círculo de plástico.
En mi caso ni ese consuelo tuve, porque las viejas agendas estaban llenas de nombres emigrados, de amigos muertos en accidentes estúpidos o de malentendidos incomprensibles, arrumbados para siempre en el limbo de las extrañezas. Las fotos eran sólo una versión más viva y dolorosa de lo mismo. Sólo una de ellas me hizo sonreír, pero tan poca cosa bastó para redimir aquella tarde aciaga de patético emperador romano decidiendo con el pulgar sobre la vida o muerte de los objetos que habían lidiado en el circo de mi vida.
Se trataba de una foto en blanco y negro, de cuando yo tenía doce o trece años y jugaba en el equipo del fútbol del colegio.  Acababa de marcar un gol y me abrazaba Felipe, el capitán del equipo. Eso es lo que tienen las fotos cuando se separan de las personas a las que representan: que se prestan a mentir mejor que mil palabras. Por eso siempre me digo que esas instantáneas antiguas en las que aparecen familias enteras endomingadas mirando a la cámara con los ojos muy abiertos pueden haberse sacado diez minutos antes de una separación definitiva, o puede ser que uno de los niños que aparecen en ella sea en realidad el hijo del fotógrafo que sustituye para el libro de familia a un niño enfermo, o incluso a uno inexistente.
Las fotos no cuentan historias: somos nosotros los que las contamos, y cuando ya no estamos para hacerlo es mejor que las fotografías ardan o desaparezcan, no sea que surja el desaprensivo que invente sobre nosotros lo que nunca imaginamos. O peor aún, lo que no imaginaron los demás y nunca quisimos que se supiera.
En esta que encontré, como decía, aparecía vestido de futbolista y abrazado con Felipe. Si alguien la hubiese encontrado después de morir yo, de viejo o en el naufragio de un submarino, por ejemplo, hubiese pensado que había marcado un gol y que Felipe y yo éramos amigos.
Pues no. Y como no me he muerto, lo cuento.
Felipe era un perfecto hijo de puta que se burlaba de todos con bromas crueles y aprovechaba su corpulencia para repartir patadas y manotazos a cualquiera que discutiese su autoridad. Normalmente me consideraba una de sus víctimas favoritas, pero en aquel momento estaba contento porque yo acababa de meter un gol y me abrazaba.
Más adelante, pocos meses después, tuve un encuentro serio con él por una broma que se pasó de la raya y de aquello resultó la nariz torcida que he lucido toda mi vida. Con Felipe no quedaba más remedio que aguantar las humillaciones o aguantar los golpes: la elección era sencilla. Recuerdo que cuando acabé el instituto para ir a la universidad, lo primero que pensé fue que no tendría que volver a verle, y me alegré más por eso que por la reválida recién aprobada.
Por suerte, así fue. Yo me marché a estudiar fuera y él empezó a trabajar mientras preparaba unas oposiciones que no exigían más titulación que el bachillerato. Ceo que quería ser policía, guardia civil o algo así, y todos los que lo conocíamos nos aterrorizábamos pensando lo que podía ser encontrárselo un día vestido de uniforme y con un arma al cinto. Un compañero común me dijo tiempo después que se había enfadado mucho porque le habían suspendido en la prueba psicotécnica y a mí me hizo gracia el asunto: era normal que a un energúmeno como aquel le encontrasen alguna pieza desquiciada si lo miraban un poco de cerca.
En diez o doce años no volví a saber nada más de él. La memoria tiene la virtud de borrar las heridas, los dolores y los miserables.
Luego supe que se metió en líos, no sé bien si de drogas, proxenetismo o de otro tipo, pero el caso es que hirió de gravedad a un hombre y pasó una temporada en la cárcel. No fue mucho tiempo, seis o siete meses, creo, pero cuando salió de prisión ya no era el mismo. Allí seguramente había aprendido que no era único, y que su viejo procedimiento para hacer vida social podía costar muy caro según con quien se tratara. Lo aprendió tarde, pero estoy seguro de que lo aprendió.
Después de salir de prisión tuvo dos o tres trabajos, todos en la construcción, pero como bebía más de la cuenta no tardaban en despedirlo. De ahí a quedarse en la calle mediaron solo unos cuantos años, los justos para que sus malos negocios y un par de traiciones de antiguos compinches le demostraran que estaba ya demasiado viejo para aquella clase de trapicheos.
Hace tres o cuatro años lo vi aquí en Madrid, en el metro de Tirso de Molina, tratando de protegerse de la lluvia y encendiendo una colilla. Lo llamé por su nombre y le estreché la mano, pero creo que no me reconoció.
Ahora, cada vez que paso por su lado le doy diez euros. ¿Por compasión?, ¿porque me apiado de él? Debería decir que sí, pero el caso es que se los doy para que no se le pase por la cabeza salir de su abandono y tratar de empezar una nueva vida en otro lado. Se los doy para clavarlo a su esquina, para que esté allí hasta que reviente.
A veces creo que los demás que le dan una monedas también lo conocen y piensan lo mismo que yo.
En cuanto a la foto, pensé romperla, pero al final preferí tirarla por la ventana para que la calle acabase con ella a su manera.
Simbolismos o vudús de cada cual.

28 diciembre 2011

Gato encerrado (un relato)


Un tigre de otra clase...

A todo el mundo le molesta que le hagan perder el tiempo en salas de espera que parecen diseñadas por carceleros ociosos, o que lo manden de un despacho a otro, como una pelota de golf mal jugada, pero a los ochenta y seis años de Albert la cosa alcanza ya proporciones de injuria o de intento de asesinato.
Lleva cinco días de negociado en negociado, resoplando por los pasillos y apoyando su fatiga en el bastón durante las largas colas de espera. Le gustaría olvidarse de todo y volver a casa, pero ese es justamente el problema: que si no se espabila, le van a derribar la casa.
En el nuevo plan urbanístico de la ciudad, su manzana debe convertirse en un jardín. Cuando cuenta el caso dice “su manzana” porque le gusta pensar que hay otros que le apoyan, pero sólo queda su casa, un edificio grande y destartalado, antiguo molino, almacén, tienda de comestibles y hasta parada de postas, allá en los tiempos de los carruajes. Los demás edificios los han ido vendiendo con los años, a la muerte de sus propietarios y no quedan ya ni los escombros, retirados con avaricia, como si en el ayuntamiento temiesen que alguien fuese a robarlos.
No hay manzana de casas, pero no es bueno que el hombre se sienta solo. Pero el caso es que Albert lo está y hoy es su última oportunidad. Por fin, después de mucho bregar, ha conseguido una cita con el alcalde.
El despacho está en el tercer piso y el ascensor sube con perfecta suavidad. Albert se mira al espejo y aprieta los labios, buscando el necesario término medio de amabilidad y firmeza que quiere imprimir a su petición. Cuando llega arriba, lo recibe un secretario calvo y amable como una sandía, que le indica que lo siga. El secretario más que llamar a la puerta parece quitarle una mota de polvo, entra, y después de unos breves segundos franquea el paso a Albert con un gesto de guía de museo.
El alcalde lo recibe con tono afable, saliendo de detrás de su mesa para estrecharle la mano e invitarlo a sentarse. Dice conocer el problema y asegura estar dispuesto a buscar una solución lo menos traumática posible.
Albert expone detenidamente su caso. No se niega a que el ayuntamiento construya un jardín, ni mucho menos. ¡Ojalá hubiese más jardines! Tampoco le parece mal precio el que le pagan. Está muy bien y agradece la generosidad del consistorio. Lo único que quiere es que le dejen vivir en paz, en su casa, los pocos años que le queden. Porque tiene ochenta y seis y tampoco serán muchos.
El alcalde menciona el estado ruinoso del inmueble. Podían haberlo derribado hace años, y por consideración no lo han hecho. Pero todo tiene sus plazos.
Albert piensa en el plazo de las elecciones, pero calla. Cruza las manos sobre las rodillas y pregunta qué remedio hay.
El remedio está claro: quince días para irse. A una casa con el alquiler pagado por el ayuntamiento, o a una pensión, o a un hotel. El ayuntamiento quiere que Albert esté contento y no va a reparar en gastos. Pero el plazo es inamovible: quince días.
Albert insiste en que no quiere dinero, sino tiempo. Quiere quedarse en su casa, porque a cualquier otra posibilidad a sus años es como una condena a muerte, o a destierro. Allí están todos sus recuerdos. Cada grieta y cada gotera significa algo para él.
El alcalde se exaspera y repite que eso no puede ser. Puede ofrecerle vivienda en el barrio que desee, o incluso en otra ciudad si lo prefiere, pero el plazo no puede moverlo. Entiende que invoque sus fantasmas y sus recuerdos, pero el ayuntamiento no cree en fantasmas, y la vida real debe continuar.
Albert  menciona ya  las elecciones, la especulación urbanística y el hotel que ya han empezado a construir enfrente. Harto de que le respondan sólo con una sonrisa condescendiente, sube el tono, y menciona también al padre y al suegro del alcalde, conocidos suyos de toda la vida, para describir en tres o cuatro palabras qué clase astilla puede esperarse de semejantes palos.
El alcalde se irrita, descuelga el teléfono y ordena a un guardia que acompañe al señor a la salida.
Mientras el guardia lo lleva agarrado por un brazo hasta el ascensor, Albert se lamenta para sus adentros. No hay nada que hacer. Van a derribar la casa de toda su vida. El único sitio en el que es capaz de encontrar algo. En esa casa vivió con María y en esa casa lo tiene todo. ¿Qué va a pasar con sus cosas? La casa se la pagan, ¿y qué le pagarán por la invalidez que le causan al cambiarlo a su edad de casa? Es como cortarle una pierna.
Al final lo han puesto en la calle. Del brazo de un guardia y en la calle. El ánimo y el semblante de Albert se ensombrecen lentamente. Cuando llega a su casa ya está enfadado de veras.
Piensa en beber una buena pinta para calmarse, pero no quiere calmarse. Cuando te obligas a calmarte a cierta edad, mala cosa. ¿Qué tiene él que perder? Nada. El que no tiene nada que perder es el más fuerte.
Albert se sonríe. Ha tomado una decisión. Va al armario y se cambia de ropa sin perder la sonrisa. Se mira en el espejo y ya se ríe a carcajadas.
Va al garaje, levanta la tapa de alcantarilla que hay a un lado y desciende por la escalera de hierro. No tiene edad para esas escaleras, pero da igual: son diez peldaños. Avanza cinco metros agachado y vuelve a subir por otra escalerilla.
Tan listos que son los del ayuntamiento y nunca adivinaron que el garaje tiene doble fondo.
Y en el doble fondo, aparcado, hay un Tiger, el temido Panzer VI de finales de la guerra. Cincuenta y siete toneladas de mala leche. Albert lo escondió allí en el cuarenta y cinco para no entregárselo a los rusos.
Hace diez años que no lo engrasa ni arranca el motor, pero esos cacharros lo aguantaban todo.
Con grandes esfuerzos, Albert consigue echar el contenido de un par de latas de combustible al depósito. Con eso bastará. Luego, agarrándose con todas sus fuerzas, consigue trepar hasta la torreta, abre la trampilla y desciende hasta el puesto del conductor.
Albert reza para que el motor arranque. Acciona el contacto y responde un tremendo rugido. Poco después, sale con el Tiger a través de la pared del garaje y se dirige al ayuntamiento ante la mirada atónita de los mismos automovilistas que le pitan enfadados cuando va en bicicleta.
Ahora ocupa toda la calzada y no le pitan. Qué curioso.
En cinco minutos estará en el ayuntamiento. Lástima que Gunther, el artillero, haya muerto hace años. Pero da igual: va a atravesar los muros del ayuntamiento como si fueran de cartón. Se van a enterar.
Y si quiere que llame al guardia el alcalde. Majadero.
Que llame a la OTAN, porque con menos no lo paran.
Se va a enterar ese idiota de lo que es un fantasma y de lo que es un recuerdo. Uno de acero.