31 mayo 2008

Nunca mienta a solas



Es genial, oigan: a base de ver series americanas de policías listísimos y técnicas de laboratorio, todo el mundo sabe ya lo que es el ADN. Todo el mundo sabe que el rastro génetico humano es único y se puede saber, por una gota de saliva, quién pegó un sello en una carta, o por la raíz de un cabello si tal o cual individuo estuvo en un lugar.
Todo el mundo sabe lo que es el ADN hasta que de pronto alguien menciona la palabra feto, y entonces muchos se olvidan, de repente, de todo lo que sabían y se lanzan a repetir tonterías que ni ellos mismos se creen.
Porque una colilla o un pelo de bigote pueden contener ADN que identifique a una persona, pero un feto no. Un feto no tiene ADN. Es parte de la madre porque sí y por cojones.
Y no es que me oponga yo al aborto, oigan, porque viendo la clase de gente que lo defiende a veces acaba uno por pensar que más que legal debería ser obligatorio, a ver si se extinguen de una puñetera vez y nos los enseñan en los museos, bien pelados y liposuccionados, como a los dinosaurios. Que no me parece muy bien: si le molesta cuidarlo, o le cuesta dinero mantenerlo, cada cual que mate a su hijo, a su padre o a su abuela como mejor le convenga, pero por lo menos que no cuente milongas ni me diga que la abuela no es un ser humano porque el código civil estipula que a partir de los ochenta y cinco años te borran del Registro.
A mí, de veras, lo que me joroba es que no haya coraje para defender una postura, la que sea, con la razones reales en la mano. Que no haya rigor intelectual para decir que la muerte también puede ser una herramienta administrativa de aplicación preferente en según qué casos.
Me revienta, en suma, que esta clase de filósofos de la vida conviertan el mundo en una válvula, donde no se deja entrar a los que quieren entrar y no se deja salir a los que quieren salir.
Se permite el aborto, pero no la eutanasia. Somos la leche.
Con semejante escala lógica, ¿cómo nos extrañamos de que no seamos capaces de imbuir los valores occidentales a otras culturas? Tenemos un flanco abierto, y por ese hueco, por nuestra hipocresía, se cuelan a borbotones integrismos y extremismos de todas clases que acabarán por arrastrarnos al desastre.
Mientras mantengamos este tipo de mentiras no seremos capaces de hacernos creer. Mientras nos contemos cuentos a nosotros mismos, sin atrevenos a construir una ética más acorde a nuestras actitudes reales, no seremos más que una sociedad escindida, insegura, y neurótica: como el que se hincha a decir que el tabaco es bueno porque no es capaz de dejar de fumar.
Por ese camino, nos la damos.
Háganme caso: mejor no mentir a solas.

27 mayo 2008

Nacer para rico



En principio debería ser buena cosa. Debería ser bueno que la gente no tuviese ya que mirar el último céntimo y vivir con la vista puesta en la miseria que conoció, o en la que lleva dentro, grabada a fuego, sin haberla padecido nunca.
En España, hasta hace poco, abundaban los pobres vocacionales, los hambrientos por devoción y los miserables por deporte. No me miren mal, que no me burlo de los necesitados: me refiero a toda esa gente que esperaba el desastre, y ahorraba para el desastre, y sabía sólo vivir pensando en el desastre, manteniendo su cantilena hasta morir defraudados, con la luz apagada, la calefacción apagada, y veinte millones en el banco. Eran pobres porque sólo valían para pobres, y nos decían de cuando en cuando que nos hacía falta "un buen hambre". ¿Y para qué nos hacía falta un buen hambre? Para ser tan arrastrados y tan miserables como ellos, por supuesto. ¿Para qué si no?
Ya no abundan, gracias a Dios, pero seguro que a alguno de estos conocieron, y no me negarán entonces que la miseria no era, muchas veces, una condición económica, sino más bien una condición moral. Un carácter psicológico.
Ahora, sin embargo, nos sucede lo contrario, y también es para preocuparse. Ahora podemos ver a menudo a gente que entiende que el bienestar crece en los árboles y es un derecho que se adquiere al nacer, por el hecho de haber nacido. Los tiempos, y su bonanza, han hecho surgir a un tipo humano que cree que el Estado, o sea los demás, debe garantizarle que no le va a faltar nada.
Esto podemos verlo sobre todo en los más jóvenes, en gente de mi edad y diez años menos, convencida de que tener un piso en el centro es un derecho, de que no se puede vivir sin coche, de que no se puede vivir sin teléfono móvil, de que vale más morirse que privarse de salir de copas.
Son los que han nacido para ricos. Y resulta que a menudo no lo son, y por eso se deprimen, se emborrachan para olvidar, se empastillan para no reconocerse o se frustran en su esquina, acumulando resentimiento.
No es cierto que no haya donde vivir y se siga con los padres por obligación. No es verdad: se puede vivir en el pueblo, a diez o quince kilómetros del trabajo, y comprar una casa cojonuda, con corral y garaje, por seis o siete millones, en vez de los veinticinco o treinta que cuestan en un barrio de la capital. Pero el pueblo es aburrido, no hay gente, no se luce el modelito, y es duro. El pueblo es para pobres.
Se puede vivir en el pueblo, tardando menos en llegar a cualquier lado de lo que tarda un madrileño en verse con sus amigos, pero eso no. Es mejor hipotecarse treinta años, comprar coche nuevo y seguir saliendo. Cualquier cosa es mejor que reconocer que hemos ido hacia abajo.
Cualquier cosa es mejor que reconocer que nos hemos dejado comer la merienda y somos en realidad más pobres que nuestros padres.
Los de mi generación nacimos para ricos y pensamos y nos comportamos como tales, aunque no tengamos un duro y tengamos que esperar la propina de la abuela para cambiar de vaqueros. Es como antes: una condición psicológica más que económica. Una manía de idiotas que viven en la vida de otro, en una vida que vio y que quiso copiar. En cualquier vida menos en la suya.
A lo mejor sería bueno repetir por las mañanas, a diario, ante el espejo: me la metieron doblada. Ya no soy clase media.

25 mayo 2008

El nivel del agua y de lo que no es agua


Decían los economistas de la vieja escuela que cuando sube el nivel del agua suben todos los barcos, tanto los grandes como los pequeños. Por sentido común entendíamos también que cuanto más dinero circulase, más fácil era que se le cayera algo del bolsillo al rico, y que al fin del viaje sería bueno para todos.
Desde entonces, o desde siempre, solemos pensar, por costumbre o por pereza intelectual, que un aumento de los beneficios empresariales y de la actividad económica redunda necesariamente en un mejor nivel de vida de la sociedad y un mayor nivel de ingresos de los trabajadores.
Pero lo cierto en la actual coyuntura económica de globalización y trasvase de capitales y empresas es esto ya no es cierto. Ahora, un incremento de la actividad y del beneficio puede conducir al desempleo y a la bajada generalizada de salarios, con graves consecuencias sociales.
Ahora, una empresa que mientras fue mediana estaba interesada en trabajar con nosotros, puede pensar que es mejor marcharse a China en cuanto su tamaño y su producción le permitan hacer rentables los costes de transporte y de la distancia en general. Ahora, una empresa cualquiera, en vez de ser propiedad de un magnate local puede estar en manos de un fondo de pensiones americano, con lo que todo lo que se gane de más va a parar a que los jubilados estadounidenses puedan pasar más o menos días en Miami. Ahora, la bolsa, que es internacional, y los mercados de divisas y de capitales, que también son globales, presionan de tal modo a las empresas que el crecimiento de los beneficios es una necesidad imperiosa. De sobras lo han oído, como lo he oído yo: si un banco no gana este año un veinte por ciento más que el año pasado, baja en la bolsa, porque se considera un fracaso.
De este modo, lo verdaderamente difícil es que los beneficios empresariales se trasladen a los trabajadores. De este modo, lo complicado, casi imposible, es que el crecimiento de la economía, redunde en crecimiento del empleo. No son milongas: si les gustan las estadísticas, echen un vistazo a la evolución del crecimiento económico y del empleo, que antes uban a la par, subiendo o bajando juntos, y ahora van cada uno por su lado.
Ahora estamos en otro escenario y tenemos que acostumbrarnos a ello. Ahora, puede llegar a ser preferible que las empresas no alcancen cierta dimensión, para que sigan aquí. Puede ser deseable que los resultados no crezcan tanto, porque cuando crecen mucho lo hacen a costa de llevarse lo que les corresponde por lo suyo y una parte de lo que no les corresponde. Y de llevárselo fuera, además.
Ya no suben todos los barcos, cuando sube el agua. O a lo mejor cuando sube el agua sí, pero parece que últimamente a los pobres nos están obligando a navegar en otros líquidos. Y permítanme que no sea más descriptivo.
En todo caso, como en el chiste, por favor, no hagan olas.

22 mayo 2008

La espina de la amapola


Cuando ves un novela como esta, con una cruz gamada en la portada, lo primero que piensas es que los nazis van a ser los malos y que van a perder al final, de una manera o de otra. Pero aquí no. El autor no sólo explica por qué llegaron al poder sino que a veces tienes la impresión de que lo considera natural. Y aunque al principio choque, es un cosa que se agradece y mucho, porque estaba ya un poco cansada de leer que un país como Alemania se volvió loco de repente y los votó en las elecciones.
En ese sentido La Espina de la Amapola es lo más original que he leído ambientado en la época, por las cuestiones que se atreve a plantear y por la honradez con que lo hace, sin miedo a separarse de lo que se supone que hay que decir.
La tesis parece ser que las naciones no se vuelven locas de repente, y que si un pueblo con la tradición cultural de Alemania votó en las urnas a un individuo como Hitler tuvo que ser por alguna razón muy grave. Y de eso va la cosa. De eso, y de que por primera vez se impone la prohibición sobre el consumo y tráfico de drogas, que hasta ese momento eran libres. Las prohibiciones, como siempre, generan mafias, y ahí es donde se arma el gran lío, porque a mucha gente le parece buena idea aprovechar la cantidad de morfinómanos que dejaron los hospitales de la I Guerra Mundial para enriquecerse vendiéndoles morfina.
La historia en sí es entretenida, a ratos divertida, a ratos tierna y a veces un poco brutal. Hay un poco de todo, desde el excombatiente chiflado que no acabas de saber si es un romántico o un psicópata, a un adivino paralítico y rencoroso, a una chica de alta sociedad, rica pero fea, que se muere de soledad viendo cómo su padre no admite a ninguno de sus pretendientes.

amapola
El mejor sin duda es el comisario protagonista, que nunca llegas a saber de qué pie cojea, porque el autor consigue hacer simpáticos a los malos hasta hacerte dudar de qué te gustaría que pasase. Y el final es bestial, uno de esos finales que encajan y que no tienen que traerse por los pelos como aquel de Abre los Ojos, de Amenábar.
Como novela policiaca, muy buena. Como novela histórica sobre el nazismo, de lo mejor que he leído.
A veces es un poco bestia, pero si no lo fuera no sería real.

Julia Manso

20 mayo 2008

Guateques malayos y mandarines sin coleta



Lo malo, amigos, no es que en Madrid se haya destapado una trama de corrupción consistente en cobrar suculentas cantidades de dinero por no enterrar en el olvido un expediente de apertura de negocio o un permiso de obras: lo malo es que fuese posible que alguien, con cualquier razón o pretexto, tuviese que esperar seis, ocho, o quince años por una de esas licencias sin poder acudir a otra instancia que lo defendiese.
Que hay chorizos en todas partes, ya lo sabemos. Que algunos funcionarios municipales tienen que justificar su existencia molestando y perjudicando al ciudadano, porque para otra cosa no sirven, es de sobras conocido. ¿Pero qué clase de sistema político y económico estamos manteniendo cuando es posible que un empresario tenga que esperar cinco, seis y hasta diez años por una licencia municipal?
Esto es un mandarinato basado en la conocida figura jurídica del capricho administrativo. En vez de hacer lo cabal, que es dar facilidades a todo el que quiera montar una empresa, crear riqueza y crear empleo, las administraciones se entretienen poniendo trabas, exigiendo papeles, y consumiendo la energía creativa del emprendedor hasta, muchas veces, disuadirlo de montar nada.
¿No sería más normal que, existiendo unas normas, cada cual abra cuando quiera y como quiera y ya se encargará luego el ayuntamiento, la Junta o quien corresponda, de inspeccionar y hacer cumplir las reglamentaciones?
La cosa es bien sencilla: existen unas normas medioambientales, unas normas sanitarias, y unas normas urbanísticas. Abra usted el negocio que le salga de las narices, con los correspondientes proyectos visados de arquitectos e instaladores, que luego ya iremos nosotros a ver; y como resulte que tiene algo mal le vamos a dar palos hasta en el cielo de la boca: a usted, y a los que firmaron los proyectos sin cumplir las normas.
Eso sería lo lógico, y lo razonable, como cuando se compra un coche: compre usted el que quiera, registrado y normalizado, ¡y circule, que ya lo inspeccionaremos luego! ¿Pero se imaginan que antes de comprar un coche o un traje hubiese que pedir permiso al ayuntamiento? La guerra, claro.
Pero con las empresas y los edificios parece que es otra cosa. Y lo que pasa con las empresas, los locales y similares, es que dejan dinero y los organismos públicos quieren estar siempre al tanto de dónde hay un duro para llevarse su parte. Lo que pasa es que las normativas son cada vez más complejas para hacernos a todos delincuentes en potencia, de modo que se pueda hacer la vista gorda con el amigo y machacar al díscolo.
Lo que pasa, en resumen, es que un funcionario corrupto puede pedir dinero por tratarte bien porque lo normal, lo reglamentario, es tratarte como a una mierda.
No se engañen: la palabra ciudadano es una coña. Somos súbditos. O vasallos.

11 mayo 2008

Comerciantes, mercaderes (y Alí Babá)




No hacen falta muchos ejemplos ni muchas demostraciones para convencerse de que en este país las leyes se hacen para dar trabajo a los impresores del BOE, pero sin la menor intención de cumplirlas, o hacerlas cumplir.
De todos modos, lo que me empieza a fastidiar ya es el descaro con que en muchos comercios se pasan por el forro la legislación de consumo y los derechos de los clientes. Y lo hacen, además, por escrito, a la cara, y con un cartelito.
¿Cómo es posible que me digan que no se admite la devolución de un producto, sin distinguir entre los bienes que no nos gustan y los productos defectuosos? El producto defectuoso se puede devolver siempre, y el comerciante no te puede dar un vale para que compres otra cosa: te tiene que devolver el dinero.
Otro caso sangrante es el modo en que se saltan a menudo el derecho de desistimiento. El consumidor tiene siete días para devolver cualquier producto sin necesidad de dar explicaciones sobre las causas que le han hecho cambiar de opinión, y el establecimiento debe devolverle el dinero antes de treinta días o si no, deberá devolverle el doble.
Esto, por supuesto, es teórico, porque en la práctica hay muchos que empiezan a marear la perdiz con los embalajes, las etiquetas, y lo que haga falta, con tal de marear al cliente. Luego, cuando vienen las grandes superficies, se quejan de que la gente los abandona. Luego, cuando el comercio por internet les va limando lenta, pero imparablemente, cuota de mercado y de negocio, maldicen al cliente que no quiso serles fiel.
Y no es cuestión de fidelidad, sino de que hay demasiado comercio en pequeñas ciudades como la nuestra que se niega a tener mercancía en el almacén. Hay demasiados establecimientos que te enseñan un catálogo y te dicen que si quieres esto o lo otro te lo piden y en una semana o diez días puedes ir a recogerlo. Y para eso, la verdad, ya lo pido yo mismo, por internet, mucho más barato, y con derecho a devolverlo sin explicaciones.
Porque además, en los comercios de internet se hinchan a darte características y especificaciones, no como en muchas tiendas que, por ahorrar, contratan de dependientes a cuatro pobres pringados, sin formación, sin salario digno, y con horario de recolector de algodón en Alabama.
Y eso también se paga. Como todo. Pero al fin, por una vez, ya no lo pagamos los de siempre. Ahora, o espabilan, o a más de cuatro tenderos de aquellos que se dedicaban a desvalijar los fines de semana a los que llegaban de los pueblos, los van a afeitar en seco. ¿O no se acuerdan de lo que nos cobraban en ciertas calles a los aldeanos por una camisa y unos pantalones?
Yo sí, me acuerdo. Así que como soy de pueblo y me siento más cerca de las antiguas víctimas de sus atracos, de sus abusos y sus desplantes, lo único que puedo decir, con el corazón en la mano, es aquello de "¡que se jodan!"
O que aprendan chino, que es otra opción.
Javier Pérez