04 marzo 2009

La realidad arrolla a Berlanga



Tiene razón el ministro Bermejo: se fue de cacería para hacerle un favor al dueño de la finca, que tenía que eliminar unos cuantos ciervos, no fueran a convertirse en plaga, como los conejos o las cacatúas en Australia. ¿Y se imaginan ustedes lo que tiene que ser una plaga de ciervos? ¡La leche, vaya! Si ya es molesta una plaga de hormigas, de polillas, o de langostas, ¡una plaga de ciervos tiene que ser el fin del mundo! ¡Dios nos libre!
Bermejo, por si lo habían olvidado, es el mismo ministro de la gloriosa reforma de un cuarto de millón de euros en un piso oficial, aquella vez seguramente para hacerle un favor a la comunidad de vecinos, o a un fabricante de mobiliario, o a los albañiles de turno, porque este señor, como la dolores de Calatayud, parece amigo de hacer favores. Acabará en una jota si le damos tiempo. Le parece tan poco la Moncloa que ya aspira a la zarzuela. La del manojo de rosas, propongo.
Todo esto, por supuesto, no deja aparte la realidad de los hechos. Porque lo cierto es que en el PP había unos cuantos sujetos que se lo estaban llevando crudo y con pelos.
Que el PP está lleno de chorizos, no es nuevo. Cuando además empiecen a matar gente por encargo y a enterrarla en cal viva, empatarán al PSOE y quedaremos todos a gusto, porque a veces parece que se trata de eso: de pelearse por decidir quién es más lamentable. A ver qué se les ocurre luego para el desempate, porque va a ser de echarse a temblar, con el historial que tiene la clase política de este país.
Por lo demás, y si vamos a la práctico, está claro que Rajoy tiene que agarrarse con las dos manos a a la silla de montar para no estamparse contra el suelo, y como no tiene más manos va a ser difícil que en esta cabalgadura pueda tomar ninguna medida que vaya más allá de dar voces y maldecir a los cuatro vientos. A los contrarios socialistas les pasa justo lo opuesto: que van sobrados de manos, como la diosa hindú, y andan como locos tratando de ocultar alguna de ellas para no verse participando en las semifinales del campeonato del mundo de trileros y carteristas.
O sea que dejando a un lado la cuestión partidista y su siniestro campeonato de tute subastado sobre muertos y desfalcos, nos queda de todo esto las formas, las apariencias, y el tufo a compadreo estilo Berlanga, con cortijo andaluz, altos cargos tirando de escopeta y negocios que se cierran entre disparo y comilona. Hay demasiada coincidencia, demasiada casualidad mal disimulada para que los delincuentes salgan a la luz ahora o más tarde, como en un teatro de variedades. Hay demasiado descaro de democracia violada contra un radiador, justicia sofaldada en un cuarto oscuro y derechos fundamentales remando como galeotes camino de Constantinopla.
Para completar el cuadro nos falta el viejo aristócrata coleccionista de pelos de coño, pero todo se andará.
¡Pobre Berlanga! ¡Seguro que ni en sus peores sueños pensó que acabaría clasificado como cineasta costumbrista!

Bajada de precios (Dios te libre)


¡Qué buena cosecha vamos a tener este año!, dijeron los hombre el primer día del diluvio.
Perdonen la broma, para empezar, pero eso mismo es lo que nos va a pasar con la bajada de precios, conocida entre los técnicos como deflación.
Antes de las elecciones se nos prometió a bombo y platillo que las grandes subidas de precios iban a terminar muy pronto y que en pocos meses veríamos cómo se controlaban las escandalosas cifras inflacionarias. Por una vez, tuvieron razón, pero lo que se cuidaron muy mucho de decirnos fue que aunque los pisos bajaran serían cada vez más difíciles de comprar.
Porque la deflación es eso: una bajada y continua y generalizada de precios que hace cada día más caras las cosas. Raro, ¿verdad?
No tanto, si se piensa despacio. Cuando los precios bajan de manera sostenida, todo el mundo espera a comprar un poco más tarde para comprar más barato, con lo que se detiene la producción, ya que se vende menos. Entonces, a los que tenían dinero y se lo guardaban para comprar más adelante, se unen en la fiesta del no consumir los que ya no lo tienen porque han perdido su trabajo, y las administraciones públicas que no pueden repartir tan alegremente como antes, porque han visto bajar la recaudación.
Así, el desastre está servido, porque las empresas ven cómo se llenan sus almacenes, y tienen que bajar más los precios en un desesperado intento de que sus productos no caduquen o se queden obsoletos. El ejemplo de andar por casa está bien claro: ¿Cuánto vale un yogurt? Treinta céntimos, por ejemplo. ¿Pero cuánto vale dos días antes de caducar? El supermercado lo venderá en lo que pueda, antes de tirarlo. Pues como con eso, con todo.
De este modo, los que se afanaban en acumular nubarrones contra la construcción, se encuentran con que al bajar los precios se dejan de construir pisos, se quedan si trabajo los obreros del ladrillo, y detrás de ellos van todas las industrias y comercios auxiliares. Los pisos bajan, es cierto, pero cada euro que cuestan ahora es mucho más difícil de ganar o de conseguir prestado que antes, con lo que su coste real, el esfuerzo que le supone a la gente adquirirlos, es muy superior al de hace un par de años.
Y lo mismo que con los pisos pasa con los coches, y poco a poco con otros bienes, como los electrodomésticos, los muebles, y así se seguirá bajando en la escala hasta que se llegue a las lentejas y los garbanzos. Y les advierto desde ya que los manuales no hablan de cómo se sale de la deflación, porque es algo que por estas tierras nunca se había visto.
Menos mal que, como dice el gobierno, las cosas mejorarán en marzo. Quince segundos después de que se cierren las urnas de las elecciones europeas y autonómicas. O medio minuto antes.
Menos mal.
Javier Pérez

Evolución y creación


El mayor error que se puede cometer al enfrentarse a un problema complejo es pensar que la solución tiene que ser necesariamente simple.
Esa es, a mi juicio, la raíz del enfrentamiento que desde hace algún tiempo sostienen evolucionistas y creacionistas, entrando en liza sobre aspectos que nada tienen que ver con sus respectivas teorías.
Parece claro que la teoría de la evolución es cierta. Parece evidente que las especies evolucionan y prosperan, o se extinguen, obedeciendo a los mecanismos de la selección natural. Las especies que saben adaptarse al medio ambiente y lograr una ventaja sobre sus competidores, permanecen. Las que no, desaparecen. Es así de claro.
Sin embargo, los evolucionistas pretenden llevar esa evidencia y su autoridad a un campo que no tiene nada que ver con sus teorías: al origen de las especies. Que Darwin tenga razón en cómo evolucionan las especies no implica que tenga también razón en cómo empiezan. Que alguien sepa cómo funciona una máquina no implica que también sepa quién, cómo y cuando la inventó. Son cosas distintas y llevar la razón de un lado a otro es una conducta intelectualmente fraudulenta.
En el lado de los creacionistas, o en una parte de él, se sostiene también un error: atribuir a Dios lo que no se puede atribuir a las teorías de Darwin. Que la evolución no explique el origen de la vida, porque no lo explica, no significa que la vida la crease divinidad alguna. Recurrir a Dios para dar contestación a las preguntas pendientes nos lleva a los tiempos míticos, en que había un dios de la lluvia, un dios de las tormentas y un dios de las cosechas. Y no es eso. Es todo, menos eso.
Quizás, por una vez, y para dar ejemplo, la comunidad científica tendría que ser verdaderamente científica y no dedicarse a plantear tirabuzones lógicos que expliquen lo que en realidad desconocemos. Hasta hace algún tiempo, se creía que el mundo y la vida habían sido creados por Dios, pero nadie pudo demostrarlo. Hoy se cree que el mundo y la vida se crearon solos, mediante el azar, y nadie ha podido demostrarlo tampoco. Lo que puede parecer un avance sólo es en realidad un cambio de superstición.
Nadie sabe cómo surgió la vida, y todos los intentos por reproducir en laboratorio las condiciones iniciales se han saldado con sonoros fracasos, debidos a problemas e ignorancias muy largas para explicarlas en este momento y que, además, se me escapan en buena parte.
Nadie sabe cómo surgió la vida, y saber cómo evolucionó después no explica ni desautoriza teoría alguna. Unificar los problemas para convertirlos en uno solo es un sistema perfecto para hacer política, pero no para hacer ciencia.
Aunque a lo mejor lo que hay que preguntarse aquí es si la discusión es verdaderamente científica o el trasfondo ideológico ha pasado a primer plano hasta el punto de emborronarlo todo.
Javier Pérez

La estrategia Berlusconi


Las cosas como son: cada vez que le presidente italiano abre la boca, sube el pan. Lo primero que piensa uno al escucharle algunas perlas, como la últimas de que no se pueden evitar las violaciones poniendo un guardia al lado de cada mujer bonita, o diciendo que Obama era alto inteligente y bronceado, hacen pensar si el tío no estará un poco mal de la cabeza o será un maleducado compulsivo.
Luego se echa atrás la memoria y se recuerda que dijo en otra ocasión que había tenido que hacer de playboy para convencer a la presidenta finlandesa de que firmase un acuerdo, o que el gobierno español era "demasiado rosa", por el número de ministras, o que no se extrañaba de que los chinos llegaran a hervir a sus niños.
O sea, que estamos ante un bárbaro y un bocazas. O eso parece.
Sin embargo, y después de reflexionarlo, creo que no se trata de que le den repentes maleducados, sino de una estrategia perfectamente meditada y me gustaría compartir con ustedes esta hipótesis.
Una persona de setenta y pico años que ha conseguido amasar una verdadera fortuna y ganar varias veces las elecciones de su país no puede ser, al mismo tiempo, alguien a quien el impulso del momento le domine por encima de todo cálculo. Si además tenemos en cuenta que Berlusconi se ha hecho rico precisamente con los medios de comunicación, y que sabe muy bien qué es lo que mueve las audiencias televisivas, qué es lo que llega y lo que no llega al público en una serie o un telediario, parece claro que dice lo que dice porque sabe que hay un amplio sector social al que agrada ese tipo de manifestaciones, aunque casi nadie lo reconocería en público.
Y ahí está la clave a mi entender. El movimiento de la corrección política, de evitar todo comentario machista, racista, o xenófobo, ha sido patrocinado por la izquierda como una nueva religión de las buenas intenciones y el respeto a las minorías. Cuando Berlusconi ensaya una de sus salidas de tono lo que está haciendo es quebrar ese muro ideológico, esa nueva estructura de pensamiento que empieza por acotar lo que no se debe decir y acaba por imponer lo que sí se debe decir, lo que se debe pensar, y lo que se debe votar.
La esencia última de la corrección política es imponer una serie de valores muy identificados, en general, con el ideario de la izquierda. Cuando un político como Berlusconi se salta los rituales de esa religión no escrita, lo que está haciendo es dar a entender a su país y a sus votantes que estar con él significa la verdadera libertad de decir cada cual lo que piense y sienta, moleste a quien moleste.
Y el caso es que Berlusconi sigue ganando las elecciones. Quizás porque no somos ni tan solidarios, ni tan igualitaristas como decimos. Y él lo sabe.
A otros les cuesta aprenderlo. Y así les va.
Javier Pérez

Cuatro mil semanas de embarazo


El mundo es una válvula, o eso parece, oigan.
Estos días, con la historia de la pobre italiana a la que unos quieren dejar de alimentar y a la que otros quieren seguir manteniendo en coma después de diecisiete años en el limbo, se plantean cuestiones que antes se llamaban éticas y ahora simplemente de café, porque la ética no llega en muchos casos más allá del azucarillo y la ración de patatas bravas.
El caso, si se fijan, es que con la extraña mecánica que manejamos, propia de fabricantes de botijos electrónicos o sonajeros extraplanos, el mundo es un sitio donde al que quiere entrar no le dejan entrar y al que quiere salir no le dejan salir. Bien mirado, y con semejante descripción, suena a cárcel privada, si es que puede existir tal cosa o no existe ya en algún paraíso ultraliberal.
Y algo de eso hay. Lo único que no cuadra del todo es que la prisión en que se está convirtiendo esta parte del planeta no es privada, sino pública, estatal y hasta colectivista. Parece como si el Estado se hubiese considerado a sí mismo San Pedro y quisiese demostrar quién tiene las llaves de la puerta. Del feto dicen las leyes que no es humano, aunque tenga su propio ADN, porque no está aún en la vida, y al enfermo terminal le sustraen su derecho a decidir, seguramente porque tampoco lo consideran humano al estar demasiado cerca de la muerte. Como ven, hasta para tener DNI hay que ser de centro, porque como te acerques a uno de los dos márgenes te joroban.
Vivimos en un mundo sin mentiras ni verdades, en el que todo es del color del cristal con que se mira y en el que los hechos sólo se acreditan sumando votos. A este paso, y con esa bobería de que la democracia verifica cualquier cosa, llegaremos a legislar que el clima no puede cambiar, que las epidemias de gripe no pueden durar más de diez días y que la crisis se acaba en marzo, justo después de las elecciones autonómicas y europeas.
La realidad, por su parte, debe de ser una reaccionaria de cien puñetas, porque se empeña en pasarse por el forro las votaciones y sigue a su propio aire, cada vez más alejado de las cosas que se discuten y más ajeno a las explicaciones, peregrinas de ida y vuelta, que se quieren dar a las conveniencias de cada cual.
Propongo yo, por todo esto, y con los apoyos que suscita cada movimiento, que quien quiera tener una muerte digna no pida que le apliquen la eutanasia, sino la ley del aborto, pero con carácter retroactivo. Si dices que quieres que te desconecten para tener una muerte digna te van a contestar que no tienes derecho a tal cosa, pero si dices que quieres abortarte a ti mismo después de cuatro mil semanas de gestación, seguramente salga en tu favor una pandilla vociferante exigiendo que se respete tu derecho a la interrupción de embarazo.
Y si aún así te ponen pegas, alega depresión. O peligro para la salud, que cuela fijo.
Javier Pérez