04 marzo 2009

Evolución y creación


El mayor error que se puede cometer al enfrentarse a un problema complejo es pensar que la solución tiene que ser necesariamente simple.
Esa es, a mi juicio, la raíz del enfrentamiento que desde hace algún tiempo sostienen evolucionistas y creacionistas, entrando en liza sobre aspectos que nada tienen que ver con sus respectivas teorías.
Parece claro que la teoría de la evolución es cierta. Parece evidente que las especies evolucionan y prosperan, o se extinguen, obedeciendo a los mecanismos de la selección natural. Las especies que saben adaptarse al medio ambiente y lograr una ventaja sobre sus competidores, permanecen. Las que no, desaparecen. Es así de claro.
Sin embargo, los evolucionistas pretenden llevar esa evidencia y su autoridad a un campo que no tiene nada que ver con sus teorías: al origen de las especies. Que Darwin tenga razón en cómo evolucionan las especies no implica que tenga también razón en cómo empiezan. Que alguien sepa cómo funciona una máquina no implica que también sepa quién, cómo y cuando la inventó. Son cosas distintas y llevar la razón de un lado a otro es una conducta intelectualmente fraudulenta.
En el lado de los creacionistas, o en una parte de él, se sostiene también un error: atribuir a Dios lo que no se puede atribuir a las teorías de Darwin. Que la evolución no explique el origen de la vida, porque no lo explica, no significa que la vida la crease divinidad alguna. Recurrir a Dios para dar contestación a las preguntas pendientes nos lleva a los tiempos míticos, en que había un dios de la lluvia, un dios de las tormentas y un dios de las cosechas. Y no es eso. Es todo, menos eso.
Quizás, por una vez, y para dar ejemplo, la comunidad científica tendría que ser verdaderamente científica y no dedicarse a plantear tirabuzones lógicos que expliquen lo que en realidad desconocemos. Hasta hace algún tiempo, se creía que el mundo y la vida habían sido creados por Dios, pero nadie pudo demostrarlo. Hoy se cree que el mundo y la vida se crearon solos, mediante el azar, y nadie ha podido demostrarlo tampoco. Lo que puede parecer un avance sólo es en realidad un cambio de superstición.
Nadie sabe cómo surgió la vida, y todos los intentos por reproducir en laboratorio las condiciones iniciales se han saldado con sonoros fracasos, debidos a problemas e ignorancias muy largas para explicarlas en este momento y que, además, se me escapan en buena parte.
Nadie sabe cómo surgió la vida, y saber cómo evolucionó después no explica ni desautoriza teoría alguna. Unificar los problemas para convertirlos en uno solo es un sistema perfecto para hacer política, pero no para hacer ciencia.
Aunque a lo mejor lo que hay que preguntarse aquí es si la discusión es verdaderamente científica o el trasfondo ideológico ha pasado a primer plano hasta el punto de emborronarlo todo.
Javier Pérez

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