11 noviembre 2006

Hábitos negros



El hábito hace al monje.

Me refiero ala costumbre, por supuesto. A medida que se va acostumbrando uno a ciertas cosas, poco a poco la propia esencia muda hasta adaptarse a esas nuevas circunstancias.

Porque los seres humanos ni somos de caucho, ni monolitos inmutables, ni entes aritméticos fijos, y a medida que la interacción con los demás nos enseña el modo de gestionar los pequeños y grandes problemas de cada día vamos cambiando.

Lo malo es que parece que cambiamos para peor. La impunidad general nos instruye en la idea de que las leyes se dictan pensando en que los ciudadanos son delincuentes, con lo que estas leyes llevan ya implícitas en sí mimas el coeficiente de corrección correspondiente. ¿Un ejemplo? La legislación fiscal.

Como el Estado y las administraciones, las muchas, diversas, dispersas administraciones necesitan recursos, decretan impuestos. No hay más que leer las leyes que regulan estos impuestos para darse cuenta de que el legislador ha calculado que el ciudadano va a tratar de escaquear una parte, por lo que grava de manera doble o triple la parte que no se puede escapar, como la nómina, la casa o el coche. La conclusión es evidente: si en lo que no puedes esconder el legislador te cobra también por lo que has escondido, el que quiere ser honrado recibe palo doble y hasta triple.

La administración nos trata como delincuentes y de ese modo, por hábito, nos convierte en delincuentes. El chorizo de poca monta ve que sus raterías no reciben castigo alguno y se convierte en gangster, o forma una banda organizada. El estudiante que pega o acosa a su compañero ve que trasladan de colegio al agredido en vez de expulsarlo a él y se convierte en un matón profesional.

No sigo porque no vale la pena. Quizás el peor hábito conocido sea el de los políticos, que se amparan en que van en listas cerradas que no podemos tocar los votantes para seguir legislando de modo y manera que ellos no tengan que enfrentarse ni con las mafias, ni con los chorizos, ni con los violentos. Su hábito los hace monjes del trapicheo, la cobardía y el abandono.

Para ellos, lo único que cuenta son los votos.

Para nuestros políticos, la realidad social es sólo un efecto secundario.

El poder de la alambrada


Es un hecho: nuestro mundo se amuralla. A gran escala y a pequeña. Se amuralla por todos lados. Algunos países empiezan a construir grandes muros que los separen de sus vecinos; el de Estados Unidos con México y el de Israel con Palestina son los más llamativos, pero no los únicos. En el día a día, podemos ver también cómo se han ido levantando verjas en los parques públicos y como cada vez son más las urbanizaciones que vallan su perímetro, y hasta ponen cámaras y guardias de seguridad en los accesos.

Esta nueva situación me trae a la memoria la controversia sobre cuándo puede decirse que el Imperio romano desaparece como tal, o desaparece como idea. Uno de los postulados, para mí el más interesante, afirmaba que el Imperio romano claudica como tal cuando Aureliano ordena en el año 270 que se amurallen las ciudades.

Cuando el emperador cursa semejante instrucción no sólo las previene para la defensa, sino que además les dice, de modo tácito, que cada cual tendrá que valerse por sí mismo porque el Imperio ya no existe. Ese es el verdadero principio de la Edad Media.

Amurallar es tanto como reconocer que no se tiene ni la fuerza, ni la decisión, ni la confianza para hacer valer la propia ley. Cuando se siente la necesidad de levantar un muro, es porque se confía más en la fuerza del alambre, del cemento y de la piedra que en el vigor de tus instituciones.

Verjan los jardines porque la policía no basta. Vallan las urbanizaciones, porque no confían en el orden que imponen las autoridades. Construyen muros como el de Israel o estadios Unidos porque no se ven capaces de hacer cumplir sus propias leyes de inmigración.

Los muros son siempre señal de debilidad, y parece mentira que hayamos olvidado tan pronto que el de Berlín, y el famoso Telón de Acero, una inmensa línea de alambradas, se construyeron para que la gente no escapase. En la actualidad se levantan para que no entren desde fuera, pero la conclusión es la misma: pura debilidad.

O como dijo un alcalde amigo mío, al que le afeaban no cortar una calle con dos pilotes de cemento para peatonalizarla de veras y que no se colasen los coches: “con una señal de circulación prohibida tiene que bastar. Y si con la señal no basta, mala cosa, porque si pongo los pilotes, la autoridad en este pueblo la tendrán los pilotes y no el ayuntamiento.

Sí señor alcalde, es verdad: cuando empiezan a mandar las alambradas, mala cosa. Muy mala.

05 noviembre 2006

Maduros para el yugo


Las crónicas no los mencionan porque entonces los cronistas eran gente seria, pero seguro que cuando Aníbal se plantó a las puertas de Roma con sus elefantes cartagineses se alzaron muchas voces pidiendo que se buscara una salida pactada al conflicto. Los romanos pactaron, por supuesto, porque tenían el agua al cuello y había que ganar tiempo de cualquier manera. Cuando vas perdiendo, buscas un trato: es lo lógico.
Lo gracioso es que seguro que también se alzaron muchas voces solicitando negociaciones cuando fueron los romanos los que años después sorprendieron a los cartagineses y decidieron dejar la metrópoli enemiga convertida en una escombrera.
Con todo esto, y con lo que me callo del pacto de Munich, la república de Vichy, los acuerdos de Santoña y otras lindezas históricas similares, voy a que en todo tiempo y en todo lugar hay gente que prefiere pagar tributo antes que conquistar la libertad.
En nuestra época, nos hemos encontrado de pronto con que se negocia la paz con ETA. No sólo se le da carta de negociador a una banda de asesinos sino que se reconoce que hay algo que negociar. Y no sólo se reconoce que hay algo que negociar sino que además se oculta qué es eso susceptible de ser hablado. Porque hablar, hablan, sí, ¿pero de qué?, ¿qué parte de mi libertad están vendiendo?, ¿qué precedente crean para la próxima banda criminal? No lo dice, así que mala cosa. Muy mala.
Pero lo peor no es eso. Lo que más duele no es que un partido político, por sus razones, sus estrategias o por ahorrar en escoltas, decida sentarse a debatir de política con delincuentes. Lo peor, a mi juicio, es escuchar por la calle que las que tienen que hablar son las víctimas futuras, porque las del pasado ya no tienen nada que decir. Lo peor es escuchar que hay que darles lo que sea con tal de que dejen de matar. Lo peor es ver, como vemos en este y otros temas, que España es una sociedad madura para el yugo, donde empuñar una pistola te carga de razones, de bazas y de posibilidades de imponer tus tesis.
Si hay que darles lo que sea para que dejen de matar, hay que empezar a matar para que te den lo que sea. La lógica es así de puta.
Pero los españole no lo entienden, o no quieren entenderlo: tienen bastante con su hipoteca y las letras del coche para ponerse a soportar otras presiones y por eso la violencia actúa con ventaja. Lo vemos en los colegios, donde los agresores imponen su ley. Lo vemos en las calles, donde mandan las bandas con navajas o los clanes étnicos que primero te parten la cara y después ya se verá. Lo vemos en todas partes y a todas horas: con tal de no tener problemas, de no pararse y plantar cara, la gente traga, se aguanta y encarga vaselina al por mayor.
Con eso la sociedad civil lo único que da a entender es que si la presionas, se achanta. Y cede. Si la amenazas, paga. Si la extorsionas, se rinde. Y así, los que ejercen la violencia saben que a la gente se la lleva con un palo a cualquier lado, como a las ovejas, aunque sea al matadero.
¿Qué pasó tras las bombas de Atocha, independientemente de quién las pusiera? Que el mensaje fue bien claro: la gente no se revolvió contra los que pusieron las bombas, sino contra su propio gobierno. En otro tiempo, al decirse que habían sido los árabes, tal vez la gente se hubiese vuelto contra los árabes, incendiando mezquitas o con alguna otra burrada. Pero ahora no: nadie se metió con los árabes, porque la culpa no es de quien nos mata, sino del que no le dio al que nos mata lo que pedía. La culpa no es del secuestrador, sino del que no paga el rescate.
Por eso , en esto de las negociaciones, duele más lo que se observa en la sociedad civil que en la clase política. Al fin y al cabo lo de los políticos, si se piensa un poco, es normal: si tenemos un Gobierno que habla de igual a igual con criminales, ellos bien sabrán por qué.
Nosotros sólo lo sospechamos.

01 noviembre 2006

El teorema de la garrapata


En mil novecientos veinte, Henry Ford pagaba a los obreros de su fábrica de automóviles el equivalente actual de ciento cuarenta euros diarios. Sí, lo han leído bien: casi unas veinticinco mil pesetas de las de antes, con lo que no era raro que uno de sus trabajadores se fuese a casa a fin de mes con poco menos de un millón de pesetas.
Sus competidores le dijeron que estaba loco y esperaron tranquilamente a que quebrase. Aún están esperando, entre las malvas del cementerio, porque Ford, como todos sabemos, se hizo asquerosamente rico y su fábrica aún produce automóviles.
El secreto de Ford no era tal: al pagar los mejores salarios consiguió que los mejores especialistas y los mejores trabajadores manuales de todo el país se peleasen literalmente por trabajar para él. Mientras los demás perdían jornadas en huelgas y conflictos, Ford trabajaba todos los días del año a tres turnos y ni siquiera las convulsiones de la ley seca lograron para sus factorías. Además, consiguió venderle un coche a cada uno, con lo que recuperó el dinero y extendió el producto, de manera que en pocos años todo el mundo quería tener un coche. Cuando sus tesis se extendieron Estados Unidos se convirtió en la primera potencia del mundo.
Se trataba, sobre todo, de fomentar el consumo pagando buenos salarios, porque el que gana mucho acaba gastando mucho.
Hoy, por lo que vemos, la idea es la contraria: se trata de conseguir que los demás paguen buenos salarios para que compren tus productos, mientras tú produces en China o en Macao. El capitalismo actual se basa en vender en Occidente a precio de oro lo que se ha producido en Oriente a precio de risa. Ahí es donde está el margen.
Lo que pasa es que sólo se puede vender en Occidente a precio de oro mientras alguien pague salarios de oro en Occidente, y las empresas, de una u otra manera, ven que si se incrementan sus costes salariales no pueden enfrentarse a la competencia, así que aprietan el cinturón a sus trabajadores o se marchan también a producir lejos. Si en Occidente se dejan de cobrar buenos salarios, no se podrá seguir vendiendo en Occidente.
Así que la cosa está clara: si yo soy un empresario y pretendo tener muchos compradores, desearé que se paguen buenos salarios para vender mucho. Por eso tenemos la paradoja de que algunas grandes multinacionales apoyan a los movimientos obreros europeos. La gracia está en que, al mismo tiempo, se llevan sus fábricas a China para que sean OTROS los que paguen esos salarios, mientras ellos procuran mantener a SUS trabajadores lo más cerca posible del esclavismo.
La definición de semejante conducta es clara: esas empresas son garrapatas, parásitos que extraen la masa salarial de nuestra zona para reinvertirla lejos o no reinvertirla en absoluto. Su teorema se enuncia con facilidad: la prosperidad está siempre en pagar mucho, pero que paguen los demás.
Para refutar esta tesis se suelen alegar razones de libre competencia. No se dejen engañar: la competencia sólo es libre cuando se basa en las mismas normas, y aquí parece que estamos jugando al futbol con alguien que puede tocar el balón con la mano, agarrarlo, y hasta llevárselo a casa si quiere. Aquí jugamos a competir con alguien que hace trabajar a niños, sin sanidad y sin seguridad social.
Por este camino que cualquiera puede comprobar buscando el origen de lo que compra en la etiqueta, compraremos muy barato algunos años, y luego, no tendremos con qué seguir comprando, porque el obrero que entraba en nuestra tienda se fue al paro, el labrador dejó las tierras de balde y el profesional se quedó sin clientela.
Pero claro, dirán muchos: ¿a nosotros qué más nos da si por aquí sólo hay bares y funcionarios?
Estamos buenos.