01 noviembre 2006

El teorema de la garrapata


En mil novecientos veinte, Henry Ford pagaba a los obreros de su fábrica de automóviles el equivalente actual de ciento cuarenta euros diarios. Sí, lo han leído bien: casi unas veinticinco mil pesetas de las de antes, con lo que no era raro que uno de sus trabajadores se fuese a casa a fin de mes con poco menos de un millón de pesetas.
Sus competidores le dijeron que estaba loco y esperaron tranquilamente a que quebrase. Aún están esperando, entre las malvas del cementerio, porque Ford, como todos sabemos, se hizo asquerosamente rico y su fábrica aún produce automóviles.
El secreto de Ford no era tal: al pagar los mejores salarios consiguió que los mejores especialistas y los mejores trabajadores manuales de todo el país se peleasen literalmente por trabajar para él. Mientras los demás perdían jornadas en huelgas y conflictos, Ford trabajaba todos los días del año a tres turnos y ni siquiera las convulsiones de la ley seca lograron para sus factorías. Además, consiguió venderle un coche a cada uno, con lo que recuperó el dinero y extendió el producto, de manera que en pocos años todo el mundo quería tener un coche. Cuando sus tesis se extendieron Estados Unidos se convirtió en la primera potencia del mundo.
Se trataba, sobre todo, de fomentar el consumo pagando buenos salarios, porque el que gana mucho acaba gastando mucho.
Hoy, por lo que vemos, la idea es la contraria: se trata de conseguir que los demás paguen buenos salarios para que compren tus productos, mientras tú produces en China o en Macao. El capitalismo actual se basa en vender en Occidente a precio de oro lo que se ha producido en Oriente a precio de risa. Ahí es donde está el margen.
Lo que pasa es que sólo se puede vender en Occidente a precio de oro mientras alguien pague salarios de oro en Occidente, y las empresas, de una u otra manera, ven que si se incrementan sus costes salariales no pueden enfrentarse a la competencia, así que aprietan el cinturón a sus trabajadores o se marchan también a producir lejos. Si en Occidente se dejan de cobrar buenos salarios, no se podrá seguir vendiendo en Occidente.
Así que la cosa está clara: si yo soy un empresario y pretendo tener muchos compradores, desearé que se paguen buenos salarios para vender mucho. Por eso tenemos la paradoja de que algunas grandes multinacionales apoyan a los movimientos obreros europeos. La gracia está en que, al mismo tiempo, se llevan sus fábricas a China para que sean OTROS los que paguen esos salarios, mientras ellos procuran mantener a SUS trabajadores lo más cerca posible del esclavismo.
La definición de semejante conducta es clara: esas empresas son garrapatas, parásitos que extraen la masa salarial de nuestra zona para reinvertirla lejos o no reinvertirla en absoluto. Su teorema se enuncia con facilidad: la prosperidad está siempre en pagar mucho, pero que paguen los demás.
Para refutar esta tesis se suelen alegar razones de libre competencia. No se dejen engañar: la competencia sólo es libre cuando se basa en las mismas normas, y aquí parece que estamos jugando al futbol con alguien que puede tocar el balón con la mano, agarrarlo, y hasta llevárselo a casa si quiere. Aquí jugamos a competir con alguien que hace trabajar a niños, sin sanidad y sin seguridad social.
Por este camino que cualquiera puede comprobar buscando el origen de lo que compra en la etiqueta, compraremos muy barato algunos años, y luego, no tendremos con qué seguir comprando, porque el obrero que entraba en nuestra tienda se fue al paro, el labrador dejó las tierras de balde y el profesional se quedó sin clientela.
Pero claro, dirán muchos: ¿a nosotros qué más nos da si por aquí sólo hay bares y funcionarios?
Estamos buenos.

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