28 septiembre 2013

El pan y la basura

Cuentan que en la plena guerra fría, allá a mediados de los años cincuenta, un importante líder soviético visitó Londres. Las autoridades británicas lo llevaron a un promontorio, a una colina de la que ahora no recuerdo el nombre, y el líder soviético contempló desde allí toda la enorme extensión de la metrópoli. Impresionado, preguntó:
-¿Y quién es aquí el encargado del suministro del pan?
-Nadie-  le respondieron extrañados.
El líder soviético no se lo pudo creer, pero era cierto. Nadie se ocupaba de planificar el reparto del pan en Londres. El mercado se regulaba solo. Los consumidores se encargaban de demandar el pan, y los productores de buscar la harina, el agua, la energía y los trabajadores para producirlo, los medios para distribuirlo, y las redes en que comercializarlo. Los precios, además, se fijaban solos.

Esta es la anécdota que repiten y aprovechan los defensores del libre mercado, y lo cierto es que es veraz. El mercado es muy eficiente a la hora de crear y distribuir mercancías de manera eficiente, sin cuellos de botella, sin especulaciones extrañas, sin regulaciones que estorben.

¿Pero qué pasa si cambiamos la pregunta?

¿Y si preguntamos, también en Londres, quién se ocupa de la basura? Entonces la respuesta será muy diferente. Porque resulta que de la basura se ocupan un montón de administraciones, un montón de empresas, algunas públicas, que requieren el cobro de un montón de tasas y tributos y se precisan unas regulaciones interminables. La basura ni se autoregula, ni se recoge sola, ni consigue crear su propia economía para no necesitar de la intervención del Estado.

¿Y por qué? Porque la basura es una externalidad., o sea, algo que se produce al margen de lo deseado sin que nadie compita por ella. ¿Y qué sería lo ideal? Dejarla por ahí, o meterla en casa del vecino, o tirarla al río para que la soporten los habitantes d e otro lado. Pero como eso no es posible, es necesario regular el asunto, y llenarlo de normas, y poner mucho dinero en la resolución del problema. Y ese dinero hay que cobrarlo, con leyes que obliguen a su pago, censos, recibos, etc., etc...

¿Por qué es más complicada la gestión de la basura que al del pan? Porque el libre mercado se basa en el lucro, pero no es tan fácil convencer a los actores del libre mercado, autónomos y racionales, de que no se libren de la basura de cualquier manera trasladando a otros el perjuicio que genera su actividad.

Y cuando tenemos un sistema capaz de repartir y hacer crecer nuestros beneficios, es estupendo. Pero si no somos capaces de repartir y hacer disminuir los perjuicios, entonces tenemos un serio problema.

Grabloben.




20 septiembre 2013

Alemania o la teoría del fortachón pacífico.

Sí, claro que nos preocupan las elecciones en Alemania, y por mucho que Stefanie Müller nos recuerde, con razón, que España no depende de las elecciones alemanas, estamos ante una de esas ocasiones donde se consulta a otros lo que nosotros también conseguiremos, disfrutaremos o padeceremos.

¿Complejo? No. Realpolitik.

La campaña electoral alemana ha traído de nuevo a debate el viejo y recurrente tema del liderazgo en Europa. Porque lo cierto es que Europa necesita un impulsor, estratega y motor de políticas decididas, quizás audaces, que nos ayuden a encarar los retos que plantea el nuevo milenio.

Bonita retórica, ¿verdad? ¿Pero quién le pone el cascabel al gato?

El liderazgo es una virtud muy escasa, y aún más lo será  a medida que cunda la impresión de que algunos de los problemas que padecemos, como el de la población o el de la energía, no tienen ninguna solución simple.

En estos momentos, por población y por economía, el liderazgo correspondería a Alemania, pero como bien se han encargado de señalar en distintas ocasiones algunos líderes alemanes como el expresidente Richard von Weizsäcker o el excanciller Helmuth Schmidt, Alemania ni quiere ni puede ejercer ese liderazgo por razones históricas.

Y es cierto: el liderazgo alemán genera demasiadas desconfianzas. En España, uno de los pocos países que no ha librado guerra alguna contra Alemania en los últimos trescientos años, lo preferimos generalmente al francés o al británico, pero en el resto del continente, como decía Von Weizsäcker, hay demasiados cementerios llenos de buenas razones para no ver con agrado una Alemania que encabece el continente.

Pero el problema que se plantea, con la autoexclusión alemana, es más grave de lo que parece. Cuando el que tiene las condiciones para ser líder renuncia a ello, quien quiera desempeñar ese papel debe superar dos pruebas en vez de una: demostrar su propia valía y ser capaz de sobreponerse a las tendencias del líder natural. El mejor ejemplo sería un aula: si el más fuerte y estudioso de la clase no quiere ser el jefe, quien quiera mandar deberá demostrar que vale para ello, resistir la comparación con el más fuerte, y además tenerlo contento, porque por muy pacífico que sea el fortachón, siempre existe la posibilidad de que un día , de repente, decida no serlo, dejando en tremenda y vergonzosa evidencia a quien se haya atrevido a ejercer de líder.

Desde mi punto de vista, quizás Alemania tenga un historial de matón, pero actualmente es un país democrático, pacífico y culto. Su renuncia al liderazgo puede tranquilizar a los viejos, pero no nos arreglará los problemas a los jóvenes. Su renuncia al liderazgo es, en sí misma, un estorbo a la toma de decisiones, que queda así en manos de quienes ni tienen capacidad para ello ni pueden oponerse efectivamente a los deseos alemanes.

Alemania, por lo que ha sido, no puede mandar, y por lo que es, no tiene en su mano permitir que otro lo haga sin su anuencia. La situación de Alemania es la de un príncipe destronado en una guerra de sucesión al que todos los bandos le piden apoyo o consejo. Al príncipe seguramente le gustaría olvidarse de todo y vivir tranquilamente retirado en el campo, pero todos sabemos lo que pasa: a fuerza de unirse a un bando, o de negarse a hacerlo, se creará amigos y enemigos, y acabará en el trono o en la guillotina. Para el líder natural, el retiro en el campo puede ser un deseo, pero a la postre nunca es una opción viable.

Europa, sin liderazgo, se hunde. Por mucho que nos empeñemos en hablar de cooperación y globalización, los bloques existen, como existen los intereses opuestos, como son escasos los recursos y como son incompatibles las pretensiones de unos y otros. El destino de los fuertes es ejercer como tales, para bien o para mal. La opción de esconder la fuerza y simular que se es uno más, ni es responsable ni funciona. El hombre tranquilo de John Wayne logró contenerse mucho tiempo, pero no para siempre. Ni siquiera en el cine consiguen los fuertes contenerse eternamente.

A los que tenemos veinte, treinta o cuarenta años, el Tercer Reich nos importa un pimiento. En mi ciudad, concretamente, todo lo que resultó destrozado en el pasado lo machacaron los franceses. Bueno, ¿y qué? ¿Le vamos a pedir cuentas a Napoleón? ¿Es que hay alguien en Europa que tenga un pasado intachable? Nosotros no, desde luego... ¿Holanda, Bélgica, Gran Bretaña? ¿Preguntamos en África o lo dejamos estar?¿Rusia? Era broma. ¿Italia, Suiza? Abisinia, dinero sucio... ¿Y qué tal si miramos hacia adelante en vez de recordarnos unos a otros que hemos llegado hasta aquí a base de jorobar al prójimo?
La gente común, los que vivimos de nuestro trabajo y queremos vivir y trabajar hoy, sin inventarios de agravios, sólo esperamos y deseamos que Europa funcione, que el Euro funcione, que nuestras instituciones se levanten de la camilla de moribundo donde parecen postradas.

Y si Alemania no lidera Europa, nadie lo hará. Porque nadie más tiene energías para hacerlo. Porque nadie se atrevería a ello teniendo que mirar constantemente de reojo hacia Berlín.

Y será para mal de todos.