15 septiembre 2011

La esquizofrenia del campo




Ahora en verano somos algo más de gente en los pueblos, seguramente porque la crisis ha hecho que muchos diesen por buena la casa de su abuela a falta de dinero para irse a Praga, a la costa, o a cualquier playa lejana o cercana.
Y precisamente por ser más se da uno cuenta de que algo sucede en la mente colectiva con el tema rural, algo torcido y enfermizo: por una parte queremos que se conserve el medio natural, que se cuiden los bosques, que se mantengan las lenguas y las tradiciones de nuestro acervo cultural y que se cultiven alimentos de calidad. Queremos, en suma, que nuestro territorio se mantenga en pie, que los tomates sepan a tomate y que la carne no sepa a plastilina.
Por otro lado, sin embargo, todo empuja al exterminio de los pueblos y sus medios de vida. Se eliminan los consultorios médicos, se eliminan las escuelas, se elimina el transporte público y se abandona a los pobladores del campo, muchos millones aún, a una especie de ciudadanía de segunda, donde pagamos impuestos y tenemos todas las obligaciones y responsabilidades, pero muy pocos derechos efectivos.
¿Dónde está la igualdad para nosotros?, ¿dónde está la igualdad de oportunidades siquiera? Si ocho millones de españoles tenemos que vivir con servicios restringidos, ¿de qué os extrañáis luego cuando os los van cercenando lentamente también a vosotros?
Un día hablaremos de lo que es la reducción latente del PIB y del empobrecimiento real que padecemos al abandonar capacidad productiva y natural en el campo, pero este no es el momento. Hoy hablamos de personas, gente a la que no se tiene en cuenta porque está lejos del rebaño y el que está lejos es más difícil de dominar, de controlar y hasta de influir.
Y a lo mejor es por eso por lo que constantemente se añaden piedras al muro que sepulta al medio rural: porque es el último reducto de verdadera libertad, donde la gente puede intentar aún aquello de la emboscadura de Jünger: “no colaborar en la creación de sistemas y mecanismos que destruyan nuestra propia libertad”.
El campo, de veras, ni se cuida ni se limpia solo. Creer en la naturaleza es creer también en las posibilidades de vivir de quienes se ocupan de mantener en marcha el ecosistema. Pensar lo contrario y creer que lo silvestre funciona solo es no haberse dado una vuelta por zonas absolutamente despobladas, y las empieza a haber de sobra: funcionarían si nunca hubiésemos llegado allí o si ya no pudiese llegar nadie. Pero el caso es que los de fuera pueden ir a talar árboles para madera sin que nadie los vea, pueden prender fuego y cazar lo que quieran. Porque nadie los ve. Porque a ese campo nadie lo defiende.
La naturaleza, hoy, no tiene más defensor real que el que vive en ella. Lo demás son circos de tres pistas.

13 septiembre 2011

El planeta flexible


Lo confieso: nunca conseguí que mi abuela fuese heliocéntrica. Era imposible convencerla de que la Tierra giraba alrededor del sol, en vez de ser al contrario, como parece obvio. Al final, un día, cuando se cansó de oír mis explicaciones, me acabó diciendo que sería como yo decía pero, para lo que de veras importaba, era el sol el que daba vueltas por el cielo.
Luego fui yo el que se instruyó un poco más y descubrí que quizás Einstein y su relatividad le hubiesen dado la razón a mi abuela, pues desde su punto de vista, y para la clase de Universo que ella manejaba, el geocentrismo resultaba mucho más eficiente.
Pues bueno: después de aquellas discusiones de hace tantos años me entero el otro día en un programa nocturno de Radio Nacional de que la circunferencia de la Tierra es variable, ¡nada menos!, y que su radio real, el que de veras nos importa en la vida diaria, depende del precio del petróleo.
Resulta que unos economistas checos han calculado que por cada dólar que sube el precio del petróleo, el radio de la Tierra aumenta cien kilómetros a nivel económico, y que las distancias reales, las que deben tener en cuenta los departamentos de logística de las empresas en sus gráficos de deslocalización, exportación e importación se miden en esta clase de kilómetros dolarizados, y no en los de toda la vida, de los que tienen mil metros.
Cuando sube el precio del petróleo, el tamaño efectivo del planeta aumenta, y resulta menos rentable destruir puestos de trabajo aquí para llevárselos a Corea o a Turquía, sobre todo si se piensa traer aquí de nuevo lo que se produzca para vendélo a cien veces su coste. Cuando el petróleo baja, la Tierra encoge y todo queda más cerca, por lo que es más rentable invertir en turismo, o dedicar esfuerzos al comercio.
Por eso, cuando veamos subir el precio del barril, porque lo veremos y muy pronto, quizás no tengamos que ser tan pesimistas, porque lo mismo que nos costará más a nosotros llenar el depósito de la furgoneta, también le costará más, mucho más, al que trae las alubias de Argentina, los garbanzos de México, los juguetes de China y las maquinillas de afeitar de Filipinas.
Cuando la Tierra se agranda sale más rentable producir aquí y además, se contamina menos. Cuando la Tierra se agranda, la distancia pesa más en la mezcla de variables que determinan una decisión. Así que quizás, mira tú por dónde, un salvaje encarecimiento de la energía sea, contra todo pronóstico, una forma de salvación, sobre todo para los que vivimos en zonas a las que la globalización ha hundido en la ruina, la irrelevancia y la perpetua falta de competitividad con gente, dicho sea de paso, a la que no se exige que cumpla las mismas normas que nosotros cumplimos.
Kafkiano, ¿eh? Cosas de checos…