30 diciembre 2011

Lo que algunos entienden por caridad (Un relato)


El escenario del asunto...

Cuando se ha vivido casi treinta años en la misma casa, poco hay más desolador que una mudanza, y no sólo por las paredes que quedan desnudas, como acusaciones de abandono de un espacio que reclamamos un día y reclama ahora a su vez nuestra protección, o por las pequeñas huellas de nuestra vida, y hasta los viejos olores, tan familiares, vencidos poco a poco, infatigablemente, por el eco y la humedad.
Lo peor de todo es desprenderse de todos esos pequeños objetos que hemos querido olvidar por falta de valor para arrojarlos a la basura: los billetes de avión de nuestros mejores viajes, un mechón de cabello de una antigua novia, nuestras primeras botas de fútbol o una desportillada amalgama de tebeos estropajosos que nosotros nunca volveremos a mirar y nuestros hijos esquivan con repugnancia. Decía Chesterton que tres mudanzas equivalen a un incendio, pero yo creo que las mudanzas son mucho peores, porque el incendio se lleva lo que quiere, mientras que cuando te vas de una casa eres tú el que debe acopiar firmeza para desprenderte voluntariamente de todas esas cosas.
En ese indeseable Juicio Final de los recuerdos que constituye toda mudanza, a veces florece también alguna satisfacción en forma de agenda con el teléfono de alguien con quien habíamos perdido contacto, o un fajo de fotos de los tiempos en que no regalaban álbumes con los revelados ni se guardaban cinco mil imágenes en un círculo de plástico.
En mi caso ni ese consuelo tuve, porque las viejas agendas estaban llenas de nombres emigrados, de amigos muertos en accidentes estúpidos o de malentendidos incomprensibles, arrumbados para siempre en el limbo de las extrañezas. Las fotos eran sólo una versión más viva y dolorosa de lo mismo. Sólo una de ellas me hizo sonreír, pero tan poca cosa bastó para redimir aquella tarde aciaga de patético emperador romano decidiendo con el pulgar sobre la vida o muerte de los objetos que habían lidiado en el circo de mi vida.
Se trataba de una foto en blanco y negro, de cuando yo tenía doce o trece años y jugaba en el equipo del fútbol del colegio.  Acababa de marcar un gol y me abrazaba Felipe, el capitán del equipo. Eso es lo que tienen las fotos cuando se separan de las personas a las que representan: que se prestan a mentir mejor que mil palabras. Por eso siempre me digo que esas instantáneas antiguas en las que aparecen familias enteras endomingadas mirando a la cámara con los ojos muy abiertos pueden haberse sacado diez minutos antes de una separación definitiva, o puede ser que uno de los niños que aparecen en ella sea en realidad el hijo del fotógrafo que sustituye para el libro de familia a un niño enfermo, o incluso a uno inexistente.
Las fotos no cuentan historias: somos nosotros los que las contamos, y cuando ya no estamos para hacerlo es mejor que las fotografías ardan o desaparezcan, no sea que surja el desaprensivo que invente sobre nosotros lo que nunca imaginamos. O peor aún, lo que no imaginaron los demás y nunca quisimos que se supiera.
En esta que encontré, como decía, aparecía vestido de futbolista y abrazado con Felipe. Si alguien la hubiese encontrado después de morir yo, de viejo o en el naufragio de un submarino, por ejemplo, hubiese pensado que había marcado un gol y que Felipe y yo éramos amigos.
Pues no. Y como no me he muerto, lo cuento.
Felipe era un perfecto hijo de puta que se burlaba de todos con bromas crueles y aprovechaba su corpulencia para repartir patadas y manotazos a cualquiera que discutiese su autoridad. Normalmente me consideraba una de sus víctimas favoritas, pero en aquel momento estaba contento porque yo acababa de meter un gol y me abrazaba.
Más adelante, pocos meses después, tuve un encuentro serio con él por una broma que se pasó de la raya y de aquello resultó la nariz torcida que he lucido toda mi vida. Con Felipe no quedaba más remedio que aguantar las humillaciones o aguantar los golpes: la elección era sencilla. Recuerdo que cuando acabé el instituto para ir a la universidad, lo primero que pensé fue que no tendría que volver a verle, y me alegré más por eso que por la reválida recién aprobada.
Por suerte, así fue. Yo me marché a estudiar fuera y él empezó a trabajar mientras preparaba unas oposiciones que no exigían más titulación que el bachillerato. Ceo que quería ser policía, guardia civil o algo así, y todos los que lo conocíamos nos aterrorizábamos pensando lo que podía ser encontrárselo un día vestido de uniforme y con un arma al cinto. Un compañero común me dijo tiempo después que se había enfadado mucho porque le habían suspendido en la prueba psicotécnica y a mí me hizo gracia el asunto: era normal que a un energúmeno como aquel le encontrasen alguna pieza desquiciada si lo miraban un poco de cerca.
En diez o doce años no volví a saber nada más de él. La memoria tiene la virtud de borrar las heridas, los dolores y los miserables.
Luego supe que se metió en líos, no sé bien si de drogas, proxenetismo o de otro tipo, pero el caso es que hirió de gravedad a un hombre y pasó una temporada en la cárcel. No fue mucho tiempo, seis o siete meses, creo, pero cuando salió de prisión ya no era el mismo. Allí seguramente había aprendido que no era único, y que su viejo procedimiento para hacer vida social podía costar muy caro según con quien se tratara. Lo aprendió tarde, pero estoy seguro de que lo aprendió.
Después de salir de prisión tuvo dos o tres trabajos, todos en la construcción, pero como bebía más de la cuenta no tardaban en despedirlo. De ahí a quedarse en la calle mediaron solo unos cuantos años, los justos para que sus malos negocios y un par de traiciones de antiguos compinches le demostraran que estaba ya demasiado viejo para aquella clase de trapicheos.
Hace tres o cuatro años lo vi aquí en Madrid, en el metro de Tirso de Molina, tratando de protegerse de la lluvia y encendiendo una colilla. Lo llamé por su nombre y le estreché la mano, pero creo que no me reconoció.
Ahora, cada vez que paso por su lado le doy diez euros. ¿Por compasión?, ¿porque me apiado de él? Debería decir que sí, pero el caso es que se los doy para que no se le pase por la cabeza salir de su abandono y tratar de empezar una nueva vida en otro lado. Se los doy para clavarlo a su esquina, para que esté allí hasta que reviente.
A veces creo que los demás que le dan una monedas también lo conocen y piensan lo mismo que yo.
En cuanto a la foto, pensé romperla, pero al final preferí tirarla por la ventana para que la calle acabase con ella a su manera.
Simbolismos o vudús de cada cual.

28 diciembre 2011

Gato encerrado (un relato)


Un tigre de otra clase...

A todo el mundo le molesta que le hagan perder el tiempo en salas de espera que parecen diseñadas por carceleros ociosos, o que lo manden de un despacho a otro, como una pelota de golf mal jugada, pero a los ochenta y seis años de Albert la cosa alcanza ya proporciones de injuria o de intento de asesinato.
Lleva cinco días de negociado en negociado, resoplando por los pasillos y apoyando su fatiga en el bastón durante las largas colas de espera. Le gustaría olvidarse de todo y volver a casa, pero ese es justamente el problema: que si no se espabila, le van a derribar la casa.
En el nuevo plan urbanístico de la ciudad, su manzana debe convertirse en un jardín. Cuando cuenta el caso dice “su manzana” porque le gusta pensar que hay otros que le apoyan, pero sólo queda su casa, un edificio grande y destartalado, antiguo molino, almacén, tienda de comestibles y hasta parada de postas, allá en los tiempos de los carruajes. Los demás edificios los han ido vendiendo con los años, a la muerte de sus propietarios y no quedan ya ni los escombros, retirados con avaricia, como si en el ayuntamiento temiesen que alguien fuese a robarlos.
No hay manzana de casas, pero no es bueno que el hombre se sienta solo. Pero el caso es que Albert lo está y hoy es su última oportunidad. Por fin, después de mucho bregar, ha conseguido una cita con el alcalde.
El despacho está en el tercer piso y el ascensor sube con perfecta suavidad. Albert se mira al espejo y aprieta los labios, buscando el necesario término medio de amabilidad y firmeza que quiere imprimir a su petición. Cuando llega arriba, lo recibe un secretario calvo y amable como una sandía, que le indica que lo siga. El secretario más que llamar a la puerta parece quitarle una mota de polvo, entra, y después de unos breves segundos franquea el paso a Albert con un gesto de guía de museo.
El alcalde lo recibe con tono afable, saliendo de detrás de su mesa para estrecharle la mano e invitarlo a sentarse. Dice conocer el problema y asegura estar dispuesto a buscar una solución lo menos traumática posible.
Albert expone detenidamente su caso. No se niega a que el ayuntamiento construya un jardín, ni mucho menos. ¡Ojalá hubiese más jardines! Tampoco le parece mal precio el que le pagan. Está muy bien y agradece la generosidad del consistorio. Lo único que quiere es que le dejen vivir en paz, en su casa, los pocos años que le queden. Porque tiene ochenta y seis y tampoco serán muchos.
El alcalde menciona el estado ruinoso del inmueble. Podían haberlo derribado hace años, y por consideración no lo han hecho. Pero todo tiene sus plazos.
Albert piensa en el plazo de las elecciones, pero calla. Cruza las manos sobre las rodillas y pregunta qué remedio hay.
El remedio está claro: quince días para irse. A una casa con el alquiler pagado por el ayuntamiento, o a una pensión, o a un hotel. El ayuntamiento quiere que Albert esté contento y no va a reparar en gastos. Pero el plazo es inamovible: quince días.
Albert insiste en que no quiere dinero, sino tiempo. Quiere quedarse en su casa, porque a cualquier otra posibilidad a sus años es como una condena a muerte, o a destierro. Allí están todos sus recuerdos. Cada grieta y cada gotera significa algo para él.
El alcalde se exaspera y repite que eso no puede ser. Puede ofrecerle vivienda en el barrio que desee, o incluso en otra ciudad si lo prefiere, pero el plazo no puede moverlo. Entiende que invoque sus fantasmas y sus recuerdos, pero el ayuntamiento no cree en fantasmas, y la vida real debe continuar.
Albert  menciona ya  las elecciones, la especulación urbanística y el hotel que ya han empezado a construir enfrente. Harto de que le respondan sólo con una sonrisa condescendiente, sube el tono, y menciona también al padre y al suegro del alcalde, conocidos suyos de toda la vida, para describir en tres o cuatro palabras qué clase astilla puede esperarse de semejantes palos.
El alcalde se irrita, descuelga el teléfono y ordena a un guardia que acompañe al señor a la salida.
Mientras el guardia lo lleva agarrado por un brazo hasta el ascensor, Albert se lamenta para sus adentros. No hay nada que hacer. Van a derribar la casa de toda su vida. El único sitio en el que es capaz de encontrar algo. En esa casa vivió con María y en esa casa lo tiene todo. ¿Qué va a pasar con sus cosas? La casa se la pagan, ¿y qué le pagarán por la invalidez que le causan al cambiarlo a su edad de casa? Es como cortarle una pierna.
Al final lo han puesto en la calle. Del brazo de un guardia y en la calle. El ánimo y el semblante de Albert se ensombrecen lentamente. Cuando llega a su casa ya está enfadado de veras.
Piensa en beber una buena pinta para calmarse, pero no quiere calmarse. Cuando te obligas a calmarte a cierta edad, mala cosa. ¿Qué tiene él que perder? Nada. El que no tiene nada que perder es el más fuerte.
Albert se sonríe. Ha tomado una decisión. Va al armario y se cambia de ropa sin perder la sonrisa. Se mira en el espejo y ya se ríe a carcajadas.
Va al garaje, levanta la tapa de alcantarilla que hay a un lado y desciende por la escalera de hierro. No tiene edad para esas escaleras, pero da igual: son diez peldaños. Avanza cinco metros agachado y vuelve a subir por otra escalerilla.
Tan listos que son los del ayuntamiento y nunca adivinaron que el garaje tiene doble fondo.
Y en el doble fondo, aparcado, hay un Tiger, el temido Panzer VI de finales de la guerra. Cincuenta y siete toneladas de mala leche. Albert lo escondió allí en el cuarenta y cinco para no entregárselo a los rusos.
Hace diez años que no lo engrasa ni arranca el motor, pero esos cacharros lo aguantaban todo.
Con grandes esfuerzos, Albert consigue echar el contenido de un par de latas de combustible al depósito. Con eso bastará. Luego, agarrándose con todas sus fuerzas, consigue trepar hasta la torreta, abre la trampilla y desciende hasta el puesto del conductor.
Albert reza para que el motor arranque. Acciona el contacto y responde un tremendo rugido. Poco después, sale con el Tiger a través de la pared del garaje y se dirige al ayuntamiento ante la mirada atónita de los mismos automovilistas que le pitan enfadados cuando va en bicicleta.
Ahora ocupa toda la calzada y no le pitan. Qué curioso.
En cinco minutos estará en el ayuntamiento. Lástima que Gunther, el artillero, haya muerto hace años. Pero da igual: va a atravesar los muros del ayuntamiento como si fueran de cartón. Se van a enterar.
Y si quiere que llame al guardia el alcalde. Majadero.
Que llame a la OTAN, porque con menos no lo paran.
Se va a enterar ese idiota de lo que es un fantasma y de lo que es un recuerdo. Uno de acero.

15 septiembre 2011

La esquizofrenia del campo




Ahora en verano somos algo más de gente en los pueblos, seguramente porque la crisis ha hecho que muchos diesen por buena la casa de su abuela a falta de dinero para irse a Praga, a la costa, o a cualquier playa lejana o cercana.
Y precisamente por ser más se da uno cuenta de que algo sucede en la mente colectiva con el tema rural, algo torcido y enfermizo: por una parte queremos que se conserve el medio natural, que se cuiden los bosques, que se mantengan las lenguas y las tradiciones de nuestro acervo cultural y que se cultiven alimentos de calidad. Queremos, en suma, que nuestro territorio se mantenga en pie, que los tomates sepan a tomate y que la carne no sepa a plastilina.
Por otro lado, sin embargo, todo empuja al exterminio de los pueblos y sus medios de vida. Se eliminan los consultorios médicos, se eliminan las escuelas, se elimina el transporte público y se abandona a los pobladores del campo, muchos millones aún, a una especie de ciudadanía de segunda, donde pagamos impuestos y tenemos todas las obligaciones y responsabilidades, pero muy pocos derechos efectivos.
¿Dónde está la igualdad para nosotros?, ¿dónde está la igualdad de oportunidades siquiera? Si ocho millones de españoles tenemos que vivir con servicios restringidos, ¿de qué os extrañáis luego cuando os los van cercenando lentamente también a vosotros?
Un día hablaremos de lo que es la reducción latente del PIB y del empobrecimiento real que padecemos al abandonar capacidad productiva y natural en el campo, pero este no es el momento. Hoy hablamos de personas, gente a la que no se tiene en cuenta porque está lejos del rebaño y el que está lejos es más difícil de dominar, de controlar y hasta de influir.
Y a lo mejor es por eso por lo que constantemente se añaden piedras al muro que sepulta al medio rural: porque es el último reducto de verdadera libertad, donde la gente puede intentar aún aquello de la emboscadura de Jünger: “no colaborar en la creación de sistemas y mecanismos que destruyan nuestra propia libertad”.
El campo, de veras, ni se cuida ni se limpia solo. Creer en la naturaleza es creer también en las posibilidades de vivir de quienes se ocupan de mantener en marcha el ecosistema. Pensar lo contrario y creer que lo silvestre funciona solo es no haberse dado una vuelta por zonas absolutamente despobladas, y las empieza a haber de sobra: funcionarían si nunca hubiésemos llegado allí o si ya no pudiese llegar nadie. Pero el caso es que los de fuera pueden ir a talar árboles para madera sin que nadie los vea, pueden prender fuego y cazar lo que quieran. Porque nadie los ve. Porque a ese campo nadie lo defiende.
La naturaleza, hoy, no tiene más defensor real que el que vive en ella. Lo demás son circos de tres pistas.

13 septiembre 2011

El planeta flexible


Lo confieso: nunca conseguí que mi abuela fuese heliocéntrica. Era imposible convencerla de que la Tierra giraba alrededor del sol, en vez de ser al contrario, como parece obvio. Al final, un día, cuando se cansó de oír mis explicaciones, me acabó diciendo que sería como yo decía pero, para lo que de veras importaba, era el sol el que daba vueltas por el cielo.
Luego fui yo el que se instruyó un poco más y descubrí que quizás Einstein y su relatividad le hubiesen dado la razón a mi abuela, pues desde su punto de vista, y para la clase de Universo que ella manejaba, el geocentrismo resultaba mucho más eficiente.
Pues bueno: después de aquellas discusiones de hace tantos años me entero el otro día en un programa nocturno de Radio Nacional de que la circunferencia de la Tierra es variable, ¡nada menos!, y que su radio real, el que de veras nos importa en la vida diaria, depende del precio del petróleo.
Resulta que unos economistas checos han calculado que por cada dólar que sube el precio del petróleo, el radio de la Tierra aumenta cien kilómetros a nivel económico, y que las distancias reales, las que deben tener en cuenta los departamentos de logística de las empresas en sus gráficos de deslocalización, exportación e importación se miden en esta clase de kilómetros dolarizados, y no en los de toda la vida, de los que tienen mil metros.
Cuando sube el precio del petróleo, el tamaño efectivo del planeta aumenta, y resulta menos rentable destruir puestos de trabajo aquí para llevárselos a Corea o a Turquía, sobre todo si se piensa traer aquí de nuevo lo que se produzca para vendélo a cien veces su coste. Cuando el petróleo baja, la Tierra encoge y todo queda más cerca, por lo que es más rentable invertir en turismo, o dedicar esfuerzos al comercio.
Por eso, cuando veamos subir el precio del barril, porque lo veremos y muy pronto, quizás no tengamos que ser tan pesimistas, porque lo mismo que nos costará más a nosotros llenar el depósito de la furgoneta, también le costará más, mucho más, al que trae las alubias de Argentina, los garbanzos de México, los juguetes de China y las maquinillas de afeitar de Filipinas.
Cuando la Tierra se agranda sale más rentable producir aquí y además, se contamina menos. Cuando la Tierra se agranda, la distancia pesa más en la mezcla de variables que determinan una decisión. Así que quizás, mira tú por dónde, un salvaje encarecimiento de la energía sea, contra todo pronóstico, una forma de salvación, sobre todo para los que vivimos en zonas a las que la globalización ha hundido en la ruina, la irrelevancia y la perpetua falta de competitividad con gente, dicho sea de paso, a la que no se exige que cumpla las mismas normas que nosotros cumplimos.
Kafkiano, ¿eh? Cosas de checos…

10 mayo 2011

Los niños las pasan putas

Me parece muy bien que se lancen campañas en los medios contra ciertos delitos particularmente asquerosos como la violencia de género o la pederastia, porque son delitos alevosos en los que el culpable trata de explotar la indefensión de la víctima. De lo malos tratos hablo otro día, si toca, pero hoy quiero darles mi punto de vista de las terribles consecuencias que está teniendo la repercusión mediática de los pocos, raros, minoritarios casos de pederastia.

Con el tema de los niños, está sucediendo algo muy grave: como la condena social es anterior y muy superior a la condena penal, el acusado está completamente indefenso. No existe presunción de inocencia alguna y basta con que alguien, quien sea, presente una denuncia para que al denunciado le caiga encima el peso del estigma social. Es una condena sin juicio. Un procedimiento totalitario o inquisitorial en el que el denunciante permanece anónimo y el denunciado no tiene posibilidad de defensa. En esto influye también mucho la cobardía de los jueces, que no se atreven a ser tan rigurosos con las pruebas como en otros casos, pero los jueces son intocables y es mejor no hablar de ellos, ¿verdad?

Además, curiosamente, los denunciados son casi siempre personas con mucho dinero o pertenecientes a colectivos que pueden pagar abultadas indemnizaciones. Eso, por sí solo, bastaría para desconfiar, pero es que creo que hay algo peor:

Desde que está en marcha esta especie de campaña, nadie se arriesga a tratar con niños. Conozco centro de acogida infantiles, conozco campamentos de verano, y hasta simples abueletes que ya no se tratan con ellos como antes.

La realidad más puñetera nos enseña que hay muchos niños, muchísimos, que no cuentan con el afecto y la atención necesarias. En ocasiones se trata de niños con problemas económicos o de integración, otras veces son niños sin familia y otras, las más, niños con padres que trabajan demasiadas horas. Antes estos niños se quedaban con los vecinos, o estaban al cargo de los viejos.

Ahora, a nivel particular, nadie quiere arriesgarse a ser afectuoso con un niño por miedo a meterse en problemas. Y nivel institucional, menos aún. Hablen con asistentes sociales, o con parroquias, o con encargados de campamentos y se lo confirmarán: por la presión que se ejerce, y por el modo en que esta se ejerce, creo que de manera interesada, los niños están afectivamente abandonados, y lo sufren sobre todo los que no tienen un entorno familiar. Lo sufren los más débiles. Otra vez la alevosía.

Un párroco de cada mil puede ser pederasta, pero los otros 999 no se atreven ya a tratar con afecto a los menores. Un monitor de campamento de cada mil, puede ser pederasta, pero los otros 999 prefieren mostrarse fríos y distantes con los chavales. Un abuelo de cada mil, puede tener malas sintenciones con los niños, pero los otros 999 tienen miedo de que los señalen si juegan con los hijos del vecino.

Y el caso es que creo que se trata todo de una campaña política, bien orquestada, para perjudicar a ciertos colectivos y personas, sobre todo a la Iglesia. Pero la pagan los niños, que las pasan negras, más abandonados, más trtistes, más solos que nunca.

Así es la mierda de la ingeniería social, señores.

08 mayo 2011

Normas para jorobar mejor al ciudadano

Lo malo del mundo moderno es que las cosas no sólo son distintas de lo que parecen, sino que además se niegan rotundamente a que haya coincidencia alguna entre aspecto y realidad. Pero en vez de contárselo con filosofías, se lo cuento con un ejemplo, y cercano.

Hay un pueblo por aquí, que no mencionaré para no meterme en líos ni tener que demostrar lo indemostrable, en el que se ha prohibido aparcar en toda la calle principal, lo que viene a suponer más de la mitad de la localidad. Hasta ahí, podemos estar de acuerdo o no, pero la cuestión verdaderamente interesante es que la prohibición se utiliza como castigo político, pues se permite aparcar a los afines, haciendo la vista gorda, y con la ley en la mano se multa a los díscolos.

A veces tengo al impresión de que muchas regulaciones, demasiadas, están pensadas con esta misma estrategia: hacerlas cumplir a los que no son afines, de modo que se encarezca ell desarrollo de su actividad, y permitir que se las salten los amigos, o aquellos que paguen, bajo mano, el soborno correspondiente.

Lo que en principio parece preocupación por regular la vida en común, oculta, en el fondo, el deseo de controlar la vida de los demás, sacar tajada, y generar una barrera de entrada a la competencia. Las grandes multinacionales, por ejemplo, quieren que se regulen todo tipo de aspectos a la hora de abrir y explotar un hotel por ejemplo, pero no es por defender los intereses del viajero, ni los del sector siquiera, sino por que saben que ellos disponen de la influencia suficiente para conseguir saltárselas a la torera mientras los demás tendrán grandes dificultades y grandes costos para cumplir esa reglamentación, a veces surrealista.

¿Otro ejemplo? Algunas zonas verdes. Los planes urbanísticos se cansan de añadir zonas verdes a las nuevas urbanizaciones, y aunque eso está muy bien y lo aplaudo con toda mi alma, luego vemos que nadie las ajardina, ni las cuida, ni las convierte en otra cosa que no sean escombreras, secarrales y pedregales espantosos. ¿Y por qué? Porque se trataba de encarecer cada metro cuadrado del que podía vender solares en aquella zona reduciendo la superficie total dificable, en vez de crear verdaderas zonas para disfrute de la gente.

La táctica es antigua: hacedlos a todos culpables y encarcelad sólo a los que os convenga, dijo el romano Sila. La proliferación de reglamentos, normas, planes y supuestas garantías va por ese lado, creo yo, más que por la verdadera defensa de los ciudadanos.

¿Conocen ustedes gente que es siempre partidaria de que todo esté regulado y todo bien atado? Pues ya tienen una idea más de por qué se aplauden a veces estas medidas. Por amarrar, no por defender.

07 mayo 2011

La muerte del rey Midas

En España, hacerse empresario es a veces como hacerse pederasta: todo el mundo te mira mal, como si pretender ganar dinero fuera un pecado, o una mancha. Así las cosas, no es de extrañar que el que tenga algo lo guarde debajo del colchón y recomiende la emigración al que no tiene nada y busca un trabajo.

La culpa de esta lacra social no es del Gobierno, sino nuestra, por mala cabeza y sobre todo por mala sangre, que llamamos especulador a cualquiera que en vez de un sueldo quiere tener un negocio.

Como soy de la idea de que sin propuesta no hay protesta, voy a intentar diferenciar lo que es un especulador de un inversor, y perdonen que me ponga en este plan.

Especular es comprar un bien con la idea de obtener un beneficio por el simple aumento de precio de ese bien derivado de su escasez, del aumento de la demanda o de otras condiciones del mercado. El especulador no tiene intención de producir nada con ese bien, sino simplemente de conservarlo durante un tiempo para volver a venderlo a un precio superior al que pagó para adquirirlo.

Inversor es el que compra un bien o sufraga su montaje, con la intención de obtener un beneficio de su explotación, o aporta un dinero a una sociedad para que esta lo explote y le pague un rendimiento.

La diferencia es clara: si el capital se integra en la producción, es inversión. Si lo único que hace el bien adquirido es dejar pasar el tiempo, es especulación.

Por tanto, el que compra una casa para vivir en ella, vive en ella, o la alquila, y la vende después de unos años no es un especulador. Es un inversor. Si tiene la casa vacía y espera unos años para venderla a un precio superior al que la compró, es un especulador.

Lo mismo sucede en la Bolsa. El que compra acciones para recibir un dividendo o un rendimiento de la empresa de la que se hace accionista, es inversor, y ayuda a la empresa a financiar sus proyectos. El que compra hoy para vender la semana que viene pensando que la acción subirá pro una u otra razón, es un especulador.

Y aún diré más: que todo el que mueve el dinero, para invertir o para especular, es una ayuda para los demás. El enemigo de los pobres es el que lo guarda, el que prefiere la limosna a la empresa, el que prefiere dar un bocadillo o veinte euros a dar un trabajo. El enemigo es el que quiere ver al otro agradecido, con la gorra en la mano, y no orgulloso, con una pala, un pico, o una tijeras de podar en la mano.

Especular o invertir es lo de menos. Lo que importa es no llevar el dinero al cementerio. Pero eso, en esta tierra no queremos entenderlo. Por eso tenemos los pueblos muertos, lac ciudades muertas, y las cuentas de los bancos tan bien saneadas.

Por eso moriremos de lo que murió el rey Midas.

EL ABISMO

Tenía yo un amigo —y digo tenía porque vete tú a saber— que se pasaba la vida diciéndome que la abundancia de ruido exterior sirve sobre todo para ocultar de algún modo el ruido interior, permitiendo que uno se vaya a la mierda sin mayor preocupación sobre las verdaderas causas que te llevan a tan concurrido sendero. Y como resulta que ya no lo veo más que de Pascuas a Ramos, aprovecho este hueco que no vendimos para decirle y deciros que sí, que tiene razón, que cuanto más cabreada está la gente con su vida más canales de televisión contrata y más alta pone la radio, igual que cuanto peor toca un grupo de música más potencia le echa a los altavoces, acaso en un desesperado intento de que todo el mundo se quede sordo y baile, simplemente baile al ritmo de la batería.

Antes, quien se lo podía pagar, construía un jardín para procurarse tranquilidad; ahora resulta que encontrar un bar o una cafetería donde no tengan televisión es toda una hazaña, y si eso era inteligible en los tiempos en que la gente no podía tener uno de esos cacharros en casa, hoy en día no se comprende la manía; sólo se me ocurren dos posibilidades: o la gente va a los bares a ver la tele, o la tele está para que la gente no se vaya cuando no tenga nada que decir. Aunque suene a rollo de telepredicador, da la impresión de que, a base de decibelios, está empezando a abrirse un abismo entre el hombre y su mente, una fractura capaz de anular toda reacción hasta un punto que ningún totalitarismo logró antes. Nuestro cerebro se ve asaltado por miles de martillazos en forma de imágenes y sonido, y como cualquier mecanismo de precisión sometido a ese trato, acaba por no funcionar bien, por limitarse en sus funciones. El que está rodeado de ruido, no piensa, no refllexiona, no se rebela; compra lo que le quieran vender y hace lo que se pretende que haga. No faltará quien me diga que exagero, que todos pasamos muchas horas en silencio, pero esas son falacias: también pasamos muchas horas dormidos —un tercio de nuestra vida— y eso no determina nuestro carácter, un carácter cada vez más entrovertido, más poblado por gafas oscuras, adicciones diversas a vicios solitarios e incomunicaciones de toda índole.

Sí, es cierto que el barullo exterior nos defiende de nosotros mismos, pero he de hacer una objeción al postulado de mi viejo camarada el matavacas: en muchas, muchísimas ocasiones, lo que el ruido exterior intenta tapar en realidad es el vacío, el profundo silencio dejado por incontables años de estulticia, ignorancia militante y cogorza sabadiega. Porque si duro es el grito que te explica la mierda en que has convertido tu vida peor es aún darse cuenta de que no se tiene vida alguna, que se es un subproducto de una civilización alienante y cerebrófaga que despoja los sentidos, escarnece la razón aguzando los instintos, se lleva los años sin dejar recuerdos, trueca en Aladdin al genio y la música en sintonías. Peor es aún no tener ideas que pugnen entre sí, ni deseos encontrados ni filosofías contradictorias.

Peor es aún andar por ahí con cascos, como los caballos, porque no se sabe andar con calma, como las personas.

03 mayo 2011

Tú última carta, ZP

Mira, Presidente, tómatelo con calma que aún no estás desahuciado. Te dan por muerto porque cuentan con tu cobardía, pero tienes la ocasión de demostrar que no eres un cobarde y acabar con Rajoy, que lo es verdaderamente.

Las cosas han venido como han venido, y no puedes apartarte de en medio sin llevarte contigo a todo el socialismo, y por un montón de años. Y no es plan. Eso no puede ser.

A los del PP les cayeron las bombas de Atocha cuando pensaban que lo tenían todo ganado, y a ti te cayó una crisis. Es lo que hay. No hagas como ellos: no te escondas contando milongas a los españoles, porque eso es lo que realmente castigamos los votantes.

Tu opción está ahora en agarrar el toro por los cuernos y tomar todas esas medidas que tomaría un tipo que no vuelve a presentarse. Más perdido de lo que estás no puedes llegar a esatrlo, así que, ¿por qué no intentas las reformas serias y profundas que todos necesitamos?

Date cuenta de que si no puedes competir por el voto de la izquierda bien puedes competir por todos los millones de votantes descontentos del centro que están pensando en ir a votar a Rajoy con una pinza en las narices. Esa masa social podría ser tu tabla de salvación: piensa en ella.

¿Qué crees que pensarían los españoles, hartos de ineficacia y duplicidad, si dieses un golpe encima de la mesa y metieras en cintura el gasto autonómico?, ¿qué pensarían de los que se opusieran?

¿Qué pasaría si en vez de darte al populismo de decir, y no hacer, que vas a subir los impuestos a los ricos eliminaras de una vez los centenares de permisos que se necesitan para crear una empresa? Los comunistas no te van a votar después de los recortes, Presidente, y subir los impuestos a los ricos te hace recaudar cuatro perras menos lo que pierdes de empleo, IVA y demás. ¿No será mejor dar facilidades a lso emprendedores en vez de amenazarlos con más impuestos?

Rajoy está ahí simplemente esperando a que te rindas, pero sin hacer nada por nosotros. ¿Por qué no intentas el golpe de mano del tipo que está equivocado o no, pero tiene coraje para hacer algo? Eso lo valoran MUCHO los españoles. Más d elo que imaginas.

Un golpe de autoridad, e incluso de autoritarismo sin excesos, es lo único que puede salvarte. Si no te arriesgas, para medias tintas y mediocridad acabaremos prefiriendo a Rajoy, que al menos no es conocido fuera y puede dar un poco de confianza a los inversores internacionales, que serán, si quieren, los que nos saquen de esta.

Échale un par y salva el socialismo, hombre. No dudes. No retrocedas de un día para otro como hasta ahora. Si te vas a suicidar, que sea hacia adelante y con cabeza, no hacia atrás, y con miedo, como hasta ahora.

30 abril 2011

El Gobierno miente, pero no importa

Mucha gente se ha echado las manos a la cabeza con la enésima pifia de comunicación del Gobierno, rectificando en el mismísimo BOE una decisión del día anterior a través de la memoria de errores. El error existe, por supuesto, y habría que fusilar al jefe de comunicación e imagen del Gobierno y del PSOE, pero no pasa de ahí: de un error de márketing y propaganda.

En la práctica la medida sigue siendo igualmente dolorosa para los ayuntamientos y las demás corporaciones locales. Es falso eso que algunos van diciendo pro ahí de que se ha organizado una cerrera de velocidad entre alcaldes y concejales de distintos ayuntamientos para conseguir un préstamo a la de ya. Es falso, porque tal y como está la banca, y sabiendo que le crédito no podrá ser renovado en 2011, los ayuntamientos tienen muy difícil conseguir esos préstamos. ¿Se lo van a prestar a largo plazo? La respuesta es no. La idea del decreto contra el endeudamiento municipal era restringir el gasto, y lo cierto es que la mecánica del día a día municipal consiste en pedir hoy un préstamo para pagarlo con el que pedirás el año que viene, y así hasta el infinito. Cuando se sabe que el año que viene no se podrá pedir otro préstamo, lo que se da por hecho es que tampoco te concederás el de este.

Por tanto, es igual que la ministra haya tenido que rectificar vergonzosamente a través d el fe de erratas. Es una cagada más, pero carece de importancia. De hecho, a mi juicio, de lo que se trata aquí no es de salvar a los ayuntamientos sino de salvar a la banca, ofreciéndole una coartada para poder seguir negándose a prestar dinero. A la banca, y muy especialmente a las Cajas de Ahorros, que al estar en manos políticas tenías más difícil negarse a las pretensiones de los mismos políticos que se sientan en su órganos directivos.

De lo que se trata es de decir a los bancos y a las cajas que se les va a pasar la cuchilla de afeitar y que, a cambio, pueden dejar de prestar dinero a ese agujero sin fondo que son y han sido los municipios.

Y como siempre, los que pagarán el pato serán los ciudadanos y las pequeñas empresas, porque el resultado de esta medida no será que los ayuntamientos gasten menos, sino que no pagarán las increibles, olímpicas, salvajes deudas que ya tienen con los pequeños proveedores, que son los comercios de su ciudad, ahorcados ya por esta deuda.

Los perjudicados no serán los políticos, ya lo verán, sino cualquiera que haya sido lo bastante confiado para venderle algo a un ayuntamiento pensado que ya cobraría con el crédito del año que viene. Lo bastante confiado, lo bastante avaricioso, o lo bastante desesperado, porque de todo hay.

28 abril 2011

La crisis como coartada

Me hincho, me harto, me canso de decirlo: la pobreza no es una cualidad moral. Se puede ser pobre y honrado, y también se puede ser pobre y un perfecto hijo de puta. La pobreza ni nos mejora ni nos empeora. Sólo nos cabrea.

Ser pobre es una mierda y además te ocupa todo el día. La necesidad afila el ingenio, es cierto, ¿pero quién dijo que fuera bueno que te pasaran por la piedra? Además, estar afilado tampoco da mucha confianza a los que te rodean, que acaban alejándose de ti por pura prudencia.

No existe ninguna estética del perdedor fuera de la épica de su resistencia. Y la resistencia no tiene nada que ver con perder, sino con resistir, que es otra cosa. El que se apoya en la barra del bar a rumiar sus penas con un cigarrillo a medio apagar entre los labios no está resistiendo: está regodeándose. La estética del perdedor es, casi siempre, la estética del regodeo, o una simple pose para justificar su rendición. Y que me perdone mi admirado Alvite, pero los derrotados de bar son casi siempre escombros.

¿Y por qué saco esto a colación con la que está cayendo? Porque tengo la impresión de que esta crisis ha servido para que muchos abran la veda de la lamentación pasiva, esa clase de lamentación que lleva a no hacer nada, no intentar nada y no emprender nada con el pretexto de que los tiempos están malos.

Si la derrota es hermosa y la estética del perdedor nos convierte en interesantes, entonces no vale la pena hacer nada, ni intentar nada, ni salir del agujero donde tan a gusto empezamos a sentirnos. La crisis es lo que tiene: que iguala al que se mata por prosperar con el que nunca quiso ser más que un piojo con un subsidio.

Y eso es lo que hay que evitar, porque entre las diversas razones por las que en España durará la crisis más que en otros lugares, me temo que habrá que ir apuntando una nueva: porque nos sirve de disculpa y de pretexto para la fatalidad y la vagancia que tanto nos gustan. Porque nos da razones para dejarlo todo para más adelante. Porque nos permite esperar y ver. Porque premia al que se queda mirando y machaca al que emprende algo.

Por eso no gusta, nos pone, nos excita la crisis.

Por eso nos aferramos a ella como si fuera nuestra coartada.

08 abril 2011

La peligrosa estética del perdedor

Algunas veces me habrán leído ya diciendo que la pobreza no es una cualidad moral. Lo pienso de veras: se puede ser pobre y honrado, y también se puede ser pobre y un perfecto hijo de puta. La pobreza, por tanto, ni nos mejora ni nos empeora.


¿Y a qué viene este ataque de la armada de lo obvio? A que empiezo a darme cuenta de que hay cosas que es obligatorio decir, porque alguna especie de monstruo maligno nos ha comido la lógica.

Ser pobre es una mierda. La necesidad afila el ingenio, sí, pero que te afilen no es buena cosa. Y estar afilado tampoco da mucha confianza a los que te rodean, que acaban alejándose de ti por simple prudencia.

Perder las guerras es malo, porque no existe ninguna estética del perdedor fuera de la épica de su resistencia, que no tiene que ver con perder, sino con resistir, que es otra cosa. El que se apoya en la barra del bar a rumiar sus penas con un cigarrillo a medio apagar entre los labios no está resistiendo. Está regodeándose. La estética del perdedor es, casi siempre, la estética del regodeo, o una simple pose para justificar su rendición. y que me perdone Alvite, al que admiro, pero los derrotados de bar son casi siempre escombros.

¿Y por qué me pongo a hablar de semejante cosa con la que está cayendo? Porque tengo la impresión de que esta crisis ha servido para que muchos crean abierta la veda de la lamentación pasiva, esa clase de lamentación que lleva a no hacer nada, no intentar nada y no emprender nada, porque los tiempos están malos.

Si la derrota es hermosa y la estética del perdedor nos convierte en interesantes, entonces no vale la pena hacer nada, ni intentar nada, ni salir del agujero donde tan a gusto empezamos a sentirnos. La crisis es lo que tiene: que iguala al que se mata por ser alguien con el que nunca quiso ser más que un piojo con un subsidio.

Y eso es lo que hay que evitar, porque entre las razones por las que en España durará la crisis más que en otros lugares, me temo que habrá que ir apuntando una nueva: porque nos sirve de disculpa y de pretexto para la fatalidad y la vagancia que tanto nos gustan. Porque nos da razones para dejarlo todo para más adelante. Porque nos permite esperar y ver. Porque premia ql que se queda mirando y machaca al que emprende algo.

Por eso no gusta, nos pone, nos excita la crisis.

Así de sólidas son a veces las coartadas.

30 marzo 2011

Lo que opinan los verdaderos pobres

Tal y como están las cosas, si alguien responde que no, que no conoce a ninguno, hay que preguntarle si se bajó de un platillo volante o acaba de despertar del coma en algún hospital. Porque los hay a mansalva: los que se ven y los que no se ven, aguantando malamente con cuatro perras hasta fin de mes para mantener la dignidad, que a menudo es lo único que tienen.


Hay pobres a punta pala, seamos sinceros, y para hablar de lo que es la pobreza y lo que de veras se hace por remediarla en el mundo real, ese que no sale en los periódicos, ni en los mítines, ni en las estadísticas, lo mejor es preguntarles a ellos.

Yo lo he hecho. Les he preguntado a dónde acuden cuando no hay nada en los armarios ni un duro en la cartera. Les he preguntado dónde van a comer, o dónde van a buscare unos zapatos, o un abrigo en invierno, o incluso unos euros para pagar el recibo de la luz y no quedarse a oscuras.

¿Y saben lo que les digo? Que los asistentes sociales hacen una labor estupenda, y que escuchan a al gente, y que se hinchan, se inflan, revientan a rellenar papeles y formularios para conseguir una aportación o una ayuda. Que los ayuntamientos tienen unos departamentos sociales muy brillantes, con sus especialistas en igualdad, en maltrato, en drogas y en no sé cuantas lacras más. Que la administración regional pone aquí y allá su granito de arena tratando de remediar algunos de los casos más sangrantes.

Les digo que es cierto todo eso, pero les digo también que a la hora de la verdad, cuando las cosas están jodidas de veras, cuando sólo hay agua en el puchero, cuando hace frío y no hay a dónde ir, los que dan la cara y entran de veras en contacto directo, cuerpo a cuerpo con la pobreza, son las instituciones de la Iglesia.

Son los albergues de transeúntes de los curas, los comedores de Cáritas, las parroquias, y hasta muchas veces los colegios concertados de monjas y frailes donde, a escondidas, reparten entre las familias lo que sobró de las raciones de los internos, de los comedores de los niños ricos y las meriendas de los abuelos en sus residencias de ancianos.

Por eso, aunque sólo sea por eso, yo voy a poner la crucecita en la declaración de la renta para la Iglesia Católica. Aunque me pase por el forro sus procesiones, sus sermones, su olor a rancio y sus salidas de tono ultramontanas.

Porque cuando hay que estar, están. Porque cuando llamas a sus puertas, te abren. Porque cuando los demás te dan papeles que rellenar, ellos te dan un bocata, una manta, y una cama.

Y si creen que lo mío es partidismo, o exagero, lo tienen bien fácil, ya lo dije al principio: pregúntenle a un pobre y él les contará mejor que yo.

Los hay de sobra.

29 marzo 2011

Economía sumergida

Hay cosas en las que siempre nos creemos los campeones, pero ni en eso estamos a la altura de la imagen que tenemos de nosotros mismos.

Cuesta trabajo creerlo, pero España no se sube al podium de las medallas de la economía sumergida en Europa.


En primer lugar, y como país ganador del oro, tenemos a Grecia, donde el 27 % de su producto interior btruto pertenece a la economía sumergida.

La medalla de plata es para Italia, con un 25,5 % de facturación en negro, trabajadores sin dar de alta y chanchullos en general.

La medalla de bronce es para Portugal con un 22 % de actividad económica no declarada.

Y finalmente el diploma olímpico, pero sin derecho a medalla, es para España, con un 21,6 % de economía oculta.

Para los que se pregunten cómo se calculan estas cosas, decirles que hay una serie de variables que se han demostrado muy útiles para calcular estas cosas, como el consumo total de gasolina en el país, el consumo de electricidad, los vehículos industriales matriculados, etc.

Con estos datos, hay que preguntarse varias cosas, pero como quiero ser breve, me limitaré a dos:

—Los latinos, ¿tenemos los gobiernos que nos merecemos por ser todos unos chorizos, o nos hacemos unos chorizos al darnos cuenta de que los gobiernos persiguen al más fácil, o sea, al que asoma la cabeza?

—La otra pregunta es: ¿qué diferencia creéis vosotros que hay hoy en día entre estar dado legalmente de alta o meterse en la economía sumergida?, ¿vale la pena el riesgo?, ¿la gente lo hace por necesidad, o por convicción?

Por mi parte una sola respuesta y homenaje: me voy camino de Scapa Flow.

:-)

02 febrero 2011

Los representantes falsos

Y me entero de que a la manifestación sindical de Madrid del pasado primero de Mayo han asistido seis mil personas, y me da la risa. Risa afloja. Risa canallesca preguntándome si los sindicatos no empezarán a se como los curas, que dicen representar a un porcentaje descomunal de los españoles, todos bautizados, pero luego tienen las iglesias vacías. ¡Y los confesionarios ni les cuento!

¿Qué clase de sindicatos son estos que no consiguen reunir más gente en un momento en el que la presión social debería ser casi insostenible? ¿qué ocasión han tenido mejor qu eesta para reivindicar una solución y pedir que de una santa y puñetera vez se haga algo para que no siga quedando gente en la calle?

¿Cómo es posible que sólo asistiesen seis mil personas a las manifestaciones sindicales de Madrid, cuando en ese Comunidad, sólo en esa comunidad, los sindicatos cuentan con nueve o diez mil liberados?

¿Qué pasa, que ya no van ni los de la nómina?

¿Qué pasa, que da vergüenza, propia y ajena verse con la pancarta en la mano pidiendo no sé qué mientras se ignora sistemáticamente que le paro ha sobrepasado el veinte por ciento y son ya más de cuatro millones y pico los españoles que no tiene un empleo?

¿Da vergüenza, propia y ajena, que todos nos hayamos dado cuenta de que están esperando a montarle broncas y huelgas a la oposición porque no se atreven con el Gobierno?

Los movimientos sindicales se enfrentan en estos momentos a su propio laberinto, y quizás a su momento más crítico en los últimos años: saben que no representan a nadie o casi nadie. Saben que los trabajadores quieren conservar sus trabajador y mantener sus derechos. Saben que ellos, como movimientos sindicales, se limitan a defender el status quo de los privilegiados mientras miran hacia otro lado con el paro juvenil, los contratos temporales y las masas de d desempleados: lo importante es que no le toquen un trienio a un trabajador d ela automoción, o un moscoso a un funcionario.

Lo importante es eso, dígamoslo claro, porque para nuestros sindicatos, trabajador es aquel que da derecho a la parte proporcional de un liberado o de una subvención. Los demás no son trabajadores. Son pringados.

En esas circunstancias, la idea de que los sindicatos representan a los trabajadores no dehja de ser una anacronismo sostenido por cierta izquierda para conceder legitimidad a unas asociaciones privadas, cada vez con un ánimo de lucro más claro, que no consiguen afiliar ebn sus listas a más del 8 % de los trabajadores.

¿Sería representativa en cualquier otro campo una asociación con un siete o un ocho por ciento de afiliados en su sector? No, desde luego que no. Por eso los sindicatos otorgan y callan. Por eso otorgan cien días y cien años de confianza a Zapatero: para que no se hable. Para que no se sepa.

Para que nada se mueva.

25 enero 2011

Las reformas que no llegan

Hace ya algún tiempo que empiezo a estar agradecido a Zapatero, porque aunque no hace nada, por lo menos impide que los más perjudicados se quejen, y eso también tiene su mérito, ¿no les parece? A buenas horas tendríamos a los sindicatos callados como putas si gobernase la derecha, ¿eh? Así, como gobiernan los suyos, disimulan y dicen esperar un pacto. ¿Pero cual?

Yo es que no me lo explico. No sé si es que estamos tontos o es que creemos que todo se arregla frente al mundo por el mismo procedimiento de dejar las cosas para nunca como hacemos aquí.

Hace meses, casi un año, que el Gobierno afirma que es urgente abordar las reformas estructurales necesarias para adaptar nuestro mercado laboral y nuestro modelo productivo a las necesidades de esta crisis. Desde entonces, son millones los españoles que han perdido su trabajo, decenas de miles las pequeñas (y no tan pequeñas) empresas que han cerrado y centenares de miles los españoles desahuciados de sus viviendas o con la soga al cuello, tirando de sus últimos ahorros.

Pero las reformas no llegan.

Unas veces se opone la patronal, otras los sindicatos, y otras el lucero del alba, pero el Gobierno, que es quien tiene la responsabilidad de hacer algo, lo que sea, aunque se equivoque, prefiere dejar para más adelante lo que no puede esperar. La habilidad de este gobierno no consiste en gobernar, sino en mantenerse en el poder. Y la de la oposición, por lo que parece, ni eso.

¿Se piensan que el mercado de trabajo y el modelo productivo son como la sentencia sobre el Estatuto de Cataluña, que va ya para cuatro años pudriéndose en el Tribunal Constitucional? ¿Se piensan que dando largas y subsidios saldremos del atolladero?

Si están en esas, se equivocan: lo que hagamos entre nosotros, y lo mucho que nos burlemos de la independencia de los jueces o de nuestra propia Constitución se la bufa a todo el mundo, mas o menos. Lo que hagamos con nuestros modos de contratación nos afecta a todos, y se mira con lupa desde los despachos de los inversores internacionales, cada día más convencidos de que no se debe invertir un duro en España porque aquí no se decide nada real.

Enfrascados en discusiones y en maniobras electoralistas, nuestros gobernantes han decidido no decidir. Pero los recibos que van llegando a nuestras casas no se discuten. Se pagan o no se pagan. Y el trabajo no se discute: se tiene o no se tiene.

Los discursos y la filosofía, bien lo sabían los griegos y lo sabrán aún mejor en poco tiempo, son para gente desocupada. Los demás necesitamos que alguien haga algo y lo haga de una vez. Porque si no hacemos nada, en el exterior confirmarán de una vez la vieja sospecha: que parecemos vestidos pero en realidad estamos en pelotas, como el emperador del viejo cuento.

Las elecciones se acercan y nadie quiere dar el primer paso. Pero no moverse es el peor de todos. ¿Se dará alguien cuenta de una vez o tendremos que espabilarlos a boinazos?

Base de cotización para pensiones. 25 años como propuesta

Pedalean antes de que seas vieja...
Aquella vieja premisa teórica de la economía, el coeteris paribus, que viene a ser el estudio de lo que pasa con una variable cuando las demás permanecen constantes, resulta que no existe en el mundo real o se extinguió a la vez que los dinosaurios.

Con esto de la base de cotización para la pensiones pasa un poco como con las hipotecas, en las que el plazo afecta a la cantidad y la cantidad afecta al plazo.

Como ya sabréis, hace muy poco se filtró la noticia de que el gobierno manejaba la posibilidad de aumentar la base de cotización a 25 años para el cálculo de las pensiones, frente a los 156 años actuales, y sabréis también que acto seguido se armó la Marimorena.

Por mi parte, y con el casco puesto por lo que podáis decirme, me parece que esa sería una medida muy positiva para el conjunto de los trabajadores, sobre todo para los más jóvenes, y que precisamente por eso, se pusieron tan radicalmente en contra los sindicatos.

Para este tema hay tantas opiniones como intereses, así que yo os voy a contar la mía a la espera de escuchar las vuestras:

Actualmente, el monto de la pensión de jubilación se calcula sobre lo cotizado en los últimos 15 años de vida laboral. Teóricamente, y según los sindicatos, estos es una conquista social, pues en los últimos años de trabajo es cuando el trabajador percibe un salario mayor por complementos como antigüedad, o porque ha ascendido en la empresa y tiene un puesto superior a los años anteriores con un salario mejor.

En principio, suena bien, peor a mí me parece un razonamiento falso, anclado en el pasado, y que defiende únicamente los intereses de un grupo.

En unos momentos en los que el mayor temor de un trabajador es que lo despidan a los 55 años, o a los 60, porque sabe que no encontrará otro empleo, utilizar para el cómputo de la pensión únicamente los últimos 15 años de vida laboral desestimando el resto, es casi un crimen. Eso está bien para los funcionarios, o para los trabajadores fijos de las grandes empresas, pero no para el curreante en general.

Por otro lado, es profundamente injusto que si cotizas durante toda tiu vida laboral, sólo se tengan en cuenta los últimos 15 años.

Lo que conseguiría la propuesta del Gobierno de aumentar ese plazo a los últimos 25 años es adecuar la pensión final a la cotización real. A mí me parece que se deberían tener en cuenta TODOS los años cotizados, pero creo que pedir que los sindicatos acepten tal cosa es un exceso.

Porque ya sabéis: trabajador es aquel que da derecho a la parte proporcional de un sindicalista liberado. Los demás no importan.