24 noviembre 2008

El miedo y el respeto


Dicen muchos, o decimos, que se está perdiendo el espíritu de la transición, y que todos aquellos acuerdos y consensos, que fueron posibles por la voluntad y el deseo de entenderse, se están yendo al garete a fuerza de alentar conductas egoístas y procedimientos depredadores.
Es verdad. Lo creo sinceramente. Pero si nos paramos a analizar lo sucedido en busca de las causas, llegamos a una conclusión aún más inquietante.
Los políticos han dejado de trabajar para entenderse porque nos han perdido el miedo a los ciudadanos, y cuando el miserable pierde el miedo pierde también el respeto.
En la época de la transición España estaba, como hoy, escindida en izquierdas y derechas. Las derechas temían que, tras cuarenta años de dictadura conservadora, el deseo de desquite de los desfavorecidos impulsara el péndulo de la historia hacia el partido comunista de Carrillo y Pasionaria, y que peligrasen sus vidas y sus haciendas, y ardiesen de nuevo industrias y conventos en una especie de orgía colectivista de rencor contra el que tenía algo.
Las izquierdas, por su parte, temían que sus demandas fuesen consideradas intolerables por los que aún conservaban en su manos buena parte de los resortes de la economía y la política real, y que el ejército y otras fuerzas acabasen por organizar un nuevo golpe de Estado que los pusiera de nuevo en la frontera, o en la tapia del cementerio rezando un padrenuestro mientras aguardaban una fosa en la cuneta.
Llegó la expropiación, con la historia de RUMASA, pero allí se quedó la cosa y se detuvo la espiral que muchos solicitaban de nuevas apropiaciones. Llegó el golpe de Estado, el de Tejero, pero no fue a mayores, porque el ejército no lo apoyó y prefirió optar por la democracia.
Felizmente, las aguas se tranquilizaron, pero eso significó también que los políticos perdieron el miedo a la reacción real de la sociedad, y cuando vieron que las manifestaciones no acabarían en incendios y las protestas no acabarían en cuchilladas, decidieron reírse de las manifestaciones, de la voluntad de los ciudadanos y de cualquier ética.
Con el poder judicial apesebrado en sus nombramientos, el parlamento dividido en facciones que se turnaban otorgándose privilegios y el presupuesto repartido amigablemente entre los partidos a través de las autonomías, vieron que era el momento de la impunidad y el engorde.
Y así hasta ahora. Porque no nos temen. Ni nos respetan.
Porque no somos ya el perro que muerde. Sólo la vaca a la que se ordeña.
Y encima, como gilipollas, parecemos la vaca que ríe. Un puñetero quesito.

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