21 septiembre 2008

El ladrillo efervescente


No se rían, que puede ser la nueva panacea de la economía. Se echa al agua, al de un trasvase cualquiera, y alivia los síntomas de agotamiento de la demanda, los espasmos del desempleo y sobre todo esa sensación de vacío que desde hace algún tiempo se deja sentir en los bolsillos.
Si en los tiempos de prosperidad el ladrillo aseguraba grandes plusvalías y jugosas comisiones a sus distribuidores, calificadores, turiferarios e hisopistas, ahora, en tiempos de carestía, promete convertirse en la solución mágica de todos los males, presentes y futuros, a fuerza de reconvertir viviendas invendibles en pisos de protección oficial, prometer lo que no se pudo cumplir en otro tiempo y renovar la zanahoria que mueve al burro.
Es lo que hay, señores. Esta es toda la imaginación que le va quedando a nuestros dirigentes: ladrillos y más ladrillos. Ladrillos a precio de oro, en las costas, en los montes, en los parques, en los últimos andurriales recalificados a toda prisa para completar la sonsaca de algún ayuntamiento. Y ahora, ladrillos en saldo, para que no se pare la economía y no crezca el paro, porque la construcción es un sector vital y toda esa monserga que nos sabemos de memoria. Cuando ganaban, era suyo. Cuando pierden, es de todos. ¡Tres hurras por este liberalismo de cartón piedra!
Aquí, de fabricar algo, ni se habla. De pensar algo, mucho menos. Innovar, crear empresas que a su vez generen algo cuando acaben de construirse, no se plantea ni de broma. Aquí el que tiene un duro, lo mete en la tierra, como el condenado de la parábola de los talentos. En la tierra siempre, la de la fosa, si fresca, la del ladrillo, si cocida.
Ya nos pasó otra vez: cuando vino el oro de América, además de gastarlo en guerra europeas y flamencas, lo gastamos en iglesias casas solariegas y palacios, en vez de en fábricas de hilaturas como hicieron otros. Y eso quedó: un país lleno de blasones, de escudos señoriales, de iglesias descomunales, cuatro por cada pueblo, y ni una manufactura. Nos pasó ya, pero no espabilamos: la gente de los pueblos sigue comprando pisos en la capital para pasar el invierno y que los hijos las vendan cuando ellos falten, sin plantearse la gran pregunta: ¿a quién se las van a vender cuándo en esa capital no quede nadie, porque no hay trabajo?
Pero tranquilos, que para entonces ya inventará otro ladrillo efervescente, mentolado, o con sabor a naranja, para que las administraciones, las veinte o treinta que habrá entonces, puedan seguir cobrando sus impuestos sin preocuparse de que la tierra prospere y la gente no emigre.
Porque lo que cuenta es que haya muchos pisos, que son los que pagan IBI. Que los ocupe alguien o no, los trae al fresco.
Foto: aparente cuadro bucólico. Como la situación inmobiliaria en su día.

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