21 enero 2009

Los límites


Ahora parece que el presidente venezolano, Hugo Chávez, anda buscándole las vueltas a la legalidad de su país para saltarse los límites en el número de mandatos y poder eternizarse en el poder. Le falta para conseguirlo un referéndum popular, pero tal y como están van las ondas de la cosa popular en todo el mundo, es posible que lo gane, incluso sin pucherazo.
Un sistema más gracioso, o más complejo, siguió Vladimir Putin, que dejó de ser presidente para hacerse nombrar primer ministro y volverá a ser presidente el día que se levante con ganas de juerga, porque su constitución lo que prohíbe son los mandatos consecutivos.
En otros sitios, como España, no pasamos por semejantes ridículos porque, ya de entrada, los mandatos no están limitados, y un mismo candidato puede permanecer en el poder durante eras geológicas sin que nada se lo impida. Dicen algunos, con un exceso de buena fe que raya por el lado de dentro en el cinismo, que cuando se tiene un buen presidente es mejor no andar haciendo experimentos, pero otros somos del convencimiento de que el concepto de buen presidente y el de larga duración son incompatibles entre sí, porque todo lo que se alarga se va volviendo primero más fofo y finalmente más proclive a la componenda y el clientelismo, para acabar considerando el territorio administrado como el corral de casa, con los ciudadanos convertidos en gallinas ponedoras.
Y no vale aquí el pretexto de que cuando alguien es reelegido se debe a lo bien que lo hace y a lo contenta que está la gente. Cuando las reelecciones se suceden una tras otra, lo que ocurre en realidad es que se han creado dos castas: los que pagan los impuestos y no ven un duro ni reciben servicio alguno, y los que viven de los demás, que si logran ser un cincuenta y uno por ciento pueden extender hasta el infinito esta existencia de garrapata. Por eso me dijeron a mí una vez, por ejemplo, que en todas partes se habla y se discute de política, pero que en ninguna parte como en Andalucía depende de la política el tener que levantarse todos los días a las siete de la mañana o vivir tranquilamente de hacer cuarenta y pico peonadas al año.
Así se explica que algunos presidentes autonómicos lleven en España treinta años gobernando, y los que les quedan, mientras repartan lo de todos justa y exactamente entre los suyos, y dejen a los demás a verlas venir.
Por mi parte, sigo siempre una norma que les recomiendo vivamente: sea quien sea, y del partido que sea, a los ocho años, o doce como mucho, que se largue con viento fresco.
Pero como ven, esa doctrina no tiene mucho éxito, ni aquí ni en ninguna parte. De los presidente democráticos, el único que se ha ido por su pie ha sido Aznar, y le agradecemos de veras el gesto.
De los otros, el único que se marchó porque le dio la gana fue Pinochet, pero hasta que no se jubile Garzón seguro que no dimite ningún otro. Por si acaso.
foto: político en plena emergencia.

2 comentarios:

  1. Totalmente de acuerdo; al menos en España, no ha habido mandatario nacional u autonómico que al segundo mandato no haya hecho de su distrito un cortijo.

    Todavía nos resta mucho que aprender de los americanos.

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  2. Y es que no se van ni con agua calientes, joer...

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