15 mayo 2009

El tonto del pueblo (una de fábulas)


Cuentan que un sabio un día, tan pobre y mísero estaba que sólo se sustentaba de rencores que comía.
No era así, ya lo sé, ¿pero a quién le importan ahora las moralejas de las fábulas? La calle no está para bromas, y las que se oyen por los cafés son cada vez más amargas y más devotas del ancestral rito cainita según el cual las cosas no van tan mal si el vecino las pasa putas.
Porque algo de eso hay, no sé si por mala sangre, por impotencia, o por aquel rasgo tan conocido del tonto del pueblo que siempre jaleaba al equipo que iba ganando, a ver si se le pegaba a él algo de la grandeza y el prestigio del ganador. El ganador ahora es la ruina, y el tonto urbano, que es una variedad asfaltada y con ínfulas de lo que era el tonto del pueblo, jalea las quiebras y los despidos con la esperanza de que lo tomen por rico o, mejor aún, de que le den una subvención, como han hecho ya con tantos y tantos otros que sólo servían para llevar pancartas.
Quedan algunos rasgos en común, ya ven, pero el tonto del pueblo de toda la vida sabía correr y esconderse de las pedradas, mientras que este de hoy, aunque lleva casi siempre la vida de una gallina ponedora, sale a recibir los pescozones a pecho descubierto, quizás convencido de que ahora en el país de los ciegos ya no es rey el tuerto, sino el que además de ciego es cojo, manco, o todo a la vez, y no se queda atrás el día que llaman a agitar los muñones, los miedos y las miserias como si fuesen estandartes.
Lo de los muñones convertidos en banderas de una nueva clase social lo decía Saint Exupery, pero es mejor recordarlo por El Principito y que siga pareciendo manso. ¡Otro rasgo de la nueva sociedad!
El mundo ha cambiado, ya ven. Cuando el tonto del pueblo escardaba los ajos, se podía seguir el hilo de la economía con un poco de sentido común: los bienes salían de la tierra, se transformaban en las fábricas y terminaban en los mercados; ahora, a lo que parece, los bienes surgen en la bolsa, se transforman en los bancos, y acaban en ventanillas de los funcionarios.
Todo es una fábula, y el nuevo tonto del pueblo se ha convencido de que no hay relación alguna entre el precio de un producto y su coste, o de que no existe ningún vínculo entre lo que la gente gana y lo que finalmente puede gastar.
Y si el mundo es fábula, mejor unirse a ellas.
Bermejo y Garzón se comieron un capón. Después de haberlo comido trataron en conferencia si obrarían con prudencia en comerse el asador. ¿Lo comieron? No señor. Era un caso de conciencia.
Otro día les cuento la del rey de las ranas. Hoy no me atrevo, no vaya a ser que no me explique bien. O peor aún: que sí me explique.

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