19 abril 2007

Las anteojeras


Los tiempos se acortan, amigos. Lo que antes requería cien años para completarse, no sería hoy tolerable. Somos siervos de la prisa, y el tiempo que vivimos nos parece tan ajeno, tan de otro, que peleamos por él con uñas y dientes en la seguridad de que nos lo van a cobrar caro. La publicidad se empeña, por su bien y su interés, en ensalzar el valor del impulso, de la acción que no se piensa. Y hace bien, porque si tuviésemos tiempo para pensar en si necesitamos o no buena parte de las cosas que compramos, a lo mejor no pasábamos por caja.
En política sucede otro tanto: los eslóganes y los debates se convierten en solicitudes de adhesión, no en persuasiones en favor de unas u otras razones. Y es normal: resulta que no todo el mundo es capaz de razonar pero todo el mundo puede votar, así que las razones no son buena herramienta. No interesan. ¿Se acuerdan del referéndum sobre la constitución europea? Sí, ese que aquí votamos sin que ningún partido se tomase la molestia de explicarnos en qué consistía la constitución aquella. No importa cual fuese el resultado, ni lo que se votaba; importa ahora el método por el que trataban de convencernos de que era buena: poniendo a artistas más o menos conocidos delante de la cámara para que nos dijeran que votásemos que sí. ¿Mejora algo la constitución europea el que digan apoyarla los "Del Río" o Alejandro Sanz? Seguramente no, pero funciona.
Funciona porque, según algunos sociólogos, psicólogos y publicistas, todo mensaje que dure más de siete segundos se pierde. Funciona porque todo razonamiento con más de una premisa es un cuarenta por ciento menos eficaz que el razonamiento simple. Esto sólo se explica de dos maneras: o somos idiotas y no entendemos nada, o no queremos escuchar.
Y el caso es que no me creo que seamos tan imbéciles como eso; me parece más probable que no interese para nada que pensemos. Ni que veamos. Se lo demuestro, si quieren, con algo práctico: cuando se construye un supermercado o unos grandes almacenes, se mantiene una norma básica: no pueden existir ni ventanas ni relojes. Incluso en la sección de relojería se da orden de que los relojes no estén en hora. ¿Se habían fijado en eso? La idea está clara: que el que entra no sepa lo que pasa fuera, ni si anochece, ni si llueve, ni si se le hace tarde para otra cita. Los centros comerciales tratan de suspender cualquier realidad que no sea la suya, la que pone al cliente a merced de los estímulos visuales y sonoros que se han diseñado para que se compre el máximo.
Nos roban el tiempo a base de darle un valor exagerado a cada segundo. Nos lo roban como al que tenía una hogaza de kilo y se la cambian por dos millones de migas, que juntas pesan también un kilo. Tiene el mismo pan, pero ya no puede hacerse ni una tostada ni un bocata: sólo pan rallado, que no sabe lo mismo.
Todo se abrevia: las secciones de los telediarios son cada vez más cortas, porque no hay otro modo de conservar la atención del espectador, y hasta las revistas especializadas contienen ahora el doble de artículos de la mitad de extensión que hace unos años.
El colmo, la cima de esta manía, es convertir en gráficos o en imágenes la información, ofreciéndola en forma de datos desnudos sin origen ni contexto. Esta es la nueva ley: una imagen vale más que mil palabras.
Y puede que sea verdad, pero no me negarán que un dolor de muelas vale más que veinte mil imágenes. Así que ya saben por qué camino vamos, y puestos a apostar, qué banca gana.

Javier Pérez

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