05 julio 2009

Malvas como campanas


Ni elecciones europeas ni leches en vinagre. Lo nuestro, se pongan como se pongan los cosmopolitas, no está en Europa. De poco nos vale en Zamora que el partido pirata sueco haya logrado entrar en el parlamento para defender los derechos de los ciudadanos y combatir el monopolio intelectual en que se han ido convirtiendo algunos tipos de patentes, o que el socialismo se haya despeñado por la pendiente de su propia insustancialidad, o que los conservadores remonten el vuelo con las alas del miedo.
Lo nuestro es mucho más urgente y más concreto. Es tema de carne. De sangre. De huesos y tendones. Los que no hay.
Dice el avance del padrón, que pudimos leer en el editorial de este periódico hace unos días, que la provincia de Zamora pierde nada menos que 1578 habitantes. Será verdad, pero si me lo permiten, aún me queda una sospecha: ¡si sólo fuese eso! ¡Qué contentos nos pondríamos si sólo fuera eso!
Pero no, oigan. La realidad es mucho peor, porque los números tiene esa puñetera peculiaridad: que parecen exactos y verdaderos, precisos e indiscutibles, pero mienten como feriantes voceando garrafones de crecepelo. Nos dicen que perdemos mil quinientos y pico habitantes y no pensamos que lo que en realidad sucede es que ganamos tres mil quinientos y perdemos cinco mil. El saldo parece el mismo, pero la auténtica tragedia está en que recibimos tres mil quinientos viejos que vuelven jubilados de sus lugares de trabajo y nos despedimos de cinco mil jóvenes que van a buscarse los garbanzos fuera, porque aquí ya no los hay ni de secano.
Lo que el censo no dice, con sus lustrosas cifras, es en cuánto se modifica de año en año la media de edad de la provincia, porque si además de contar las cabezas contara los años, entonces descubriríamos que hemos perdido mil quinientos habitantes y hemos ganado veinte mil años, por lo menos. Y tres mil reumas, que tampoco está mal.
La desgracia de nuestra tierra no es sólo que se despueble, sino que se marchita. Somos víctimas de un sistema impositivo por el cual ponemos nosotros los embalses y los saltos de agua y otros cobran los impuestos por el simple método de domiciliar las empresas comercializadoras en su comunidad autónoma. Somos el lugar por el que se pasa, con los cables, los tubos y los caminones, y nos gastamos la hijuela en arreglar las carreteras para que otros comercien y nos nieguen luego cualquier aportación en nombre de una solidaridad que sólo tiene un sentido. Somos la casa de Tócame Roque, porque un zamorano cotizando en Barcelona es dinero que da Cataluña al Estado, pero cuando vuelve a casa tras jubilarse, resulta que su pensión es dinero que el Estado da a Zamora, con lo que recibimos, según su cuenta, mucho más de lo que damos.
Somos, en resumen, la abuela al que todo el mundo le pide la propina dando por hecho que, a sus años, no tiene vicios en que gastar la pensión ni motivos para ahorrarla.
Nos ven camino del cementerio, criando malvas como campanas y así nos tratan.

4 comentarios:

  1. Lúcida reflexión. Sobre todo, me ha gustado la imagen de la abuela pródiga.

    Saludos.

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  2. ¿Por qué La Opinión anuncia blogs que no se actualizan desde hace tiempo y no le da ese trato a otros que están más frescos?

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  3. Grcias por ambos comentarios.

    Lo siento, Marc, he estadpo fuera y actualizo cuando puedo, sobre todo en verano.

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  4. La abuela pródiga es todo un carácter nacional, amigo :-)

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