03 julio 2009

La risa floja

Lo que más me preocupa de la situación económica y social que estamos viviendo no es lo mal que lo pasan algunos, sino las caras que les veo cuando me los encuentro por las calles. son rostros de desilusión, en vez de enfado, como si en lugar de ver desaparecer el pan de sus hijos vieran perder la fase de ascenso al equipo de su pueblo.
De pronto, no sé si se habrán fijado, parece haberse extendido una especie de humorismo obligatorio según el cual es imprescindible hacer bromas sobre la crisis, y hasta los anuncios de algunos productos la mencionan como si hablaran de una nueva moda, como el flequillo a un lado o los pantalones de campana. ¡Pruebe el yogur contra la crisis!, ¡sonajeros anticrisis!
La trivialización ha llegado a desvirtuar hasta la angustia. Angustiarse por no poder pagar, o por no poder llegara fin de mes, o por ver cómo el puesto de trabajo pende de menos que un hilo, es trivial. Da la impresión de que el miedo al qué pasará, o el temor ano ser capaz de salir de la mala situación en la que se encuentra la propia familia fuese un rasgo de histeria, propio del que se ahoga en un vaso de agua.
En realidad, a mi juicio, la histeria es la contraria. Vivimos en medio de una risa floja, una de esas risas macabras de condenado a muerte, que se vuelve cínico porque no encuentra salvación. Y la hay, no crean que hablo desde el pesimismo, pero no pasa en ningún caso por esperar que todo se arregle solo. La anestesia ha llegado hasta nosotros para convencernos de que es mejor aguantar lo que nos echen a decirle de una vez al gobierno que deje de sepultarnos en sus estupideces, a la administración regional que deje de aceptar y apoyar una reglas tramposas que nos esquilman, y a la municipal que administre de una vez lo que tiene en vez de endeudar hasta a nuestros tataranietos.
Nos reímos, aunque la procesión vaya por dentro, porque la risa se ha impuesto como norma para evitar que se imponga el rechinar de dientes. Antes los españoles éramos católicos y pasábamos por todo con la esperanza del Cielo, y a eso se le llamaba cristiana resignación. ¿Qué nueva religión tenemos ahora, y qué cielo nos ofrecen, para seguir tan resignados, tan escasos de esa fuerza elemental que es la indignación?
A lo mejor no nos importa que se acabe el trabajo porque nunca quisimos un trabajo, sino un salario, y aún parecen quedar posibilidades de que el salario dure aunque desaparezca el trabajo. A lo mejor no nos duele ver que es imposible emprender empresa o proyecto alguno porque nunca tuvimos verdadera intención de emprender nada.
A lo mejor esta ruina general nos viene bien en el fondo porque nos permite echar la culpa a otros de nuestra incapacidad, nuestra falta de iniciativa, y nuestra tendencia a esperar que alguien, en una hornacina de un retablo o en un escaño del Congreso, se ocupe de que no nos falte lo necesario.
Cuando nos sobraban los medios, nos faltaban los fines. Ahora por lo menos no hay medios y no se nos nota tanto lo que somos.
Por eso nos reímos con risa floja. Quizás de alivio.

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