15 febrero 2007

Pico corvo y plumas negras


En América les llaman gallinazos, pero aquí, desde quela cabaña ganadera se redujo a la mínima expresión, no los vemos más que delante de los televisores. esperando enterarse de la última desgracia, el último maltrato o las razones pro las que alguien, más o menos conocido, acabó por reventar de una vez y entregar la cuchara al sepulturero.
El gusto por el sufrimiento, el dolor como circo de tres pistas, sigue teniendo entre nosotros una larga lista de adeptos. Después nos encontramos con que toda esa gente se echa manos a la cabeza, se mesa los cabellos y se queja de lo mal que está el mundo y de la pena que le da que tal niño naciese sin piernas. Se queja y se lamenta, sí, pero en cuanto vislumbra que pueden hablar de tal cosa en la tele la encienden con media hora de anticipación para no perderse el evento.
Hay mucho aficionado al espectáculo de la sangre. Hay mucho devoto de esa pornografía barata del lagrimón, lagrimón falso además, porque se llora con la secreta complacencia de estar disfrutando cada disgusto. Y digo pornografía porque, por definición, la pornografía consiste en mostrar en público lo que corresponde al ámbito privado, y tan pornográfico es mostrar un culo o una teta como una lágrima o unos ojos enrojecidos por la muerte de un ser querido.
Todo esto, que puede parecer muy feo pero sin importancia, delata en realidad la existencia de un problema mucho más profundo: la primacía del sufrimiento sobre el pensamiento. El ser humano debe caracterizarse porque piensa, no porque sufre; sufrir está al alcance una vaca o de un periquito, pero pensar no lo está.
Sin embargo, parece que es más digno de ayuda un hombre con un dolor que un hombre con una idea. Parece que es más fácil pedir una subvención contra el hambre de alguien, o para subvencionar a algún perjudicado o damnificado de algo, que para investigar, por ejemplo, una cura contra el cáncer.
Y así nos va.
Y así nos va a ir mientras la audiencia televisiva y las tiradas de las revistas se multipliquen cada vez que se muestren lágrimas para el consumo de aquellos mismos que antes leían El Caso para poder escandalizarse semanalmente de las once puñaladas o los tres hachazos en la cabeza que, a toda página y con fotos, se describían en portada con todo lujo de detalles.
Y antes, por lo menos, la policía tenía una lista de los suscriptores para tener vigilados a los neuróticos, peor ahora no nos queda ni eso consuelo utilitario.
Ahora lo que nos queda es pedir a esos seres de pico corvo y plumas negras que consumen semejante carroña que se vayan a aletear a otro lado.
O eso o acostumbrarnos al dolor como parque de atracciones, con palco preferente donde más sangre salpique. Y no se engañen: los que ven y leen esas cosas es porque les gustan: lo demás son milongas.

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