09 mayo 2007

Matar al sepulturero


De tan evidente como es, hay veces que no lo vemos: la ley de que el pez grande se come al chico lleva a la conclusión de que al final tenemos el mar con sólo un pez enorme. Y acto seguido, ese gigantesco pez se muere de hambre.
La imparable cascada de concentraciones empresariales, fusiones y OPAs que estamos viviendo en los últimos a os va por ese camino. Las peque as empresas lo tienen cada día más difícil para competir y sobrevivir en un mundo donde las grandes imponen su ley, a veces por las ventajas que les aporta su tamaño, y a veces también por la posición de fuerza que pueden aplicar a sus clientes y proveedores.
Algunas cadenas de distribución, por ejemplo, deciden unilateralmente que pagan a ciento ochenta días. Y el que quiera vender su producto en esas grandes superficies sabe que tendrá que esperar seis meses para cobrar, de modo que el hipermercado no sólo obtiene un margen comercial, sino que puede operar durante seis meses con lo que saca de caja, y sin intereses. Por su tama o, y por esta política abusiva, pueden vender más barato que sus competidores.
Y el caso es que, en principio, a todos nos parece interesante poder comprar más barato, pero no nos damos cuenta de lo que supone, en una provincia como la nuestra, repartir licencias para que se abran grandes supermercados y superficies comerciales. En las ciudades la cosa tiene peligro, porque a falta de industria, la destrucción del pequeño comercio puede acabar por darnos la puntilla. Pero en los pueblos es aún peor: cuando en una comarca cualquiera se abre una gran superficie, el cierre de las peque as tiendas de los pueblos circundantes es casi automático. El que puede, mira los diez céntimos que ahorra en las sardinas y carga fuerte en el supermercado, dejando sólo lo peque o para la tienda del pueblo. Y el tendero, que iba tirando, decide cerrar, harto de ser la farmacia de guardia donde sólo van a comprarle un cartón de leche y una caja de bizcochos.
Ahorramos unos euros yendo a la gran superficie, sí, pero no nos damos cuenta de que los abuelos, los que no tienen coche, los que cada se encuentran más imposibilitados para desplazarse, no pueden ir a esos centros y se quedan sin los pocos servicios que tenían en el pueblo. No nos damos cuenta de que cada vez que vamos al centro comercial de la cabecera de comarca estamos dando una patada en el trasero al que mañana podría llevarnos al médico, al que nos retejaría la casa, al que nos arreglaría la puerta, o al que desatascaría las arquetas en la próxima tormenta.
Cuando destruimos el pequeño comercio de nuestro propio pueblo ganamos tres euros sí, pero por ese precio, obligando a marcharse a los pocos que están activos, dejamos sin manera de vivir a nuestro padre o a nuestro abuelo.
Por ese precio, como dicen en Rusia, matamos al sepulturero para que, cuando llegue nuestra hora, tengamos que quedar tirados en la calle como perros.

Qué baratos somos, carajo

2 comentarios:

  1. Lo de los pueblos no tiene remedio: tanto cacarear lo de la "aldea" global, y lo que único que hay son metrópolis en medio del desierto.

    ResponderEliminar
  2. Y peor aún:

    las metrópolis vienen y van, pero los desiertos se quedan.

    mala pinta lleva esto, camarada...

    ResponderEliminar