17 julio 2007

la peor grieta


El caso es que en Occidente se nos llena la boca hablando de derechos humanos, estado de derecho, democracia y respeto a unas mínimas garantías procesales y personales. Hace décadas que creemos en esas cosas y nos decimos a nosotros mismos que la democracia real necesita todos esos previos para funcionar como algo más que un dictadura con elecciones periódicas.
En el respeto a ese conjunto de normas y derechos basamos nuestra supuesta superioridad moral, y eso es lo que según nuestros gobiernos nos permite exigir a las dictaduras del mundo que depongan su actitud totalitaria y entren en el club de los civilizados.
Vale. Todo estupendo. Todo aséptico, perfumado y hasta recién esterilizado. Y hasta bonito si quieren. ¿Pero cómo encaja en ese puzzle una pieza como la de Guantánamo?, ¿a qué nuevo eufemismo habrá que recurrir en la próxima detención o ejecución de un ministro palestino por parte del gobierno israelí? ¿Asesinato selectivo, como dicen ahora? No está mal.
Lo que el terrorismo internacional ha conseguido va más allá de una cifra abultada de muertos, algunas humillaciones simbólicas y la destrucción de unos cuantos bienes materiales perfectamente sustituibles. Su conquista más preciada ha sido conseguir sacarnos de nuestra posición inmaculada para mostrarnos como criminales. Y no criminales contra sus leyes, sino contra las nuestras propias. Eso es lo grave. Esa es la peor grieta que han logrado abrir en el edificio de nuestra credibilidad y nuestra autoestima.
No entro ahora a discutir si un Estado tiene derecho a utilizar todos los medios a su alcance para defenderse de un plaga como el terrorismo internacional. Lo que no puede es, al mismo tiempo, decirse valedor de la libertad y la democracia y tener a cientos de personas encerradas en una base militar, por tiempo indefinido, sin juicio, y sometiéndolas a torturas. Eso es perfectamente lógico si te llamas Adolf Hitler y el campo de internamiento se llama Dachau, o si te llamas Josef Stalin y el centro de internamiento es el Gulag. Pero cuando eres una de las democracias más antiguas del mundo y te cansas de decir a tu gente que eres la antorcha de la libertad, este tipo de campos de prisioneros no son más que una victoria del enemigo.
La cosa está clara: o cambiamos de métodos o cambiamos de discurso. Y siempre resulta más barato cambiar la máquina que aprender el idioma en el que viene escrito el libro de instrucciones.
Por nuestra parte, como ciudadanos de a pie, más nos vale hacer de tripas corazón y pedir que se suelte a la pandilla de miserables, chiflados y seguramente pringadetes que tienen recluidos en Guantánamo. Y no por compasión ni por razones humanitarias: para que al gobierno de turno no se le ocurra ma ana meternos a nosotros porque alguien, sin decir quién, dijo que éramos sospechosos de algo, sin decir qué.
Porque ahora podrían hacerlo con cualquiera de nosotros. ¿Por qué no?

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