17 junio 2006

Veinte años de CAMPUS




Yo conocí esta revista con ya siete u ocho años, allá en los tiempos en los que se vendía, cuando uno iba media docena de veces al kiosco de la cafetería a ver si había salido porque, como ahora, no tenía fecha fija.
Como desde hacía algún tiempo escribía en un periódico de La Bañeza, Bedunia concretamente, se me ocurrió enviar un artículo al apartado de correos. Meses después lo vi publicado, me animé y pasé por la reunión, en la cafetería Momentos. Allí se desperdigaban por las mesas papeles de todo tipo, desde revistas del despelote a apuntes de microbiología, penal, contabilidad financiera y hasta obitualística. Lo que supuse que serían artículos y colaboraciones para el periódico circulaban más deprisa que el resto, pasando de mano en mano entre juicios unas veces ácidos y otras simplemente vejatorios; presidía el cotarro un tipo enorme mientras el resto se castigaba profusamente los oídos con toda clase de injurias, blasfemias rococó y griterío austrohúngaro o australopíteco. Austroalgo en todo caso.
A eso también estaba acostumbrado, así que me quedé y cogí la costumbre de caer por allí los viernes a ser uno más de los que voceaban, mangoneaban papeles y expurgaban la dudosa genealogía del prójimo.
Luego supe que lo de los papeles era una simple maniobra de encubrimiento para engatusar a los novatos incautos, porque el periódico se hacía en dos días de trabajar de veras, y que el resto del tiempo lo que verdaderamente se ventilaba era dónde ponían peor café, qué profesor tenía más queridas, cual había sido engendrado a escote y la compleja semántica de vocablos como “entrejoder” o “sexofonista”.
Pero el periódico salir, salía. Cuatro veces al año, sin fallar nunca. No había comités, ni consejos de redacción, ni reuniones pare decidir la fecha de la asamblea en que se decidiría reformar el anteproyecto para el borrador de estatuto del Coño de La Bernarda, pero el periódico salía. El método era simple y lo pillé al vuelo: el que tuviese una idea podía contar con que su proyecto saldría adelante con dos condiciones: que se buscara la pastas para financiarla y que se la currara. En CAMPUS eso de tener ideas maravillosas para que curren los demás o las pague el resto no pasó nunca de intento de suicidio.
Así fue como llegamos a una quiebra montaraz que superamos saliendo a hacer publicidad como posesos, y en cuanto se hubieron pagado las deudas, Marcelino, el director enorme, aprovechó la coyuntura para quitarse el cadáver de encima y cederme el catafalco. Juro por Dios que sólo me quedé con el periódico y que no tengo la mnás remota idea de dónde pudieron ir los cuarenta kilos por los que pregunta desde entonces todo el mundo. Los de Marcelino, digo; no os vayáis a creer que aquí hubo nunca cuarenta millones...
Así fue como además de director cambiamos de formato, y después de algunos números y unas cuantas vicisitudes, con quiebras, cuernos, defenestraciones y desfalcos incluidos, convertimos Chema y yo el periódico en gratuito.
Eso fue lo único que cambió realmente, porque las reuniones, los juramentos y la persecución de las autoridades no menguaron nunca. Y la sorpresa de ver que no cerramos, de ver cómo nos la suda lo que digan o lo que hagan va en aumento. A estas alturas y con los cierres patronales que llevan a sus espaldas ya deben de considerar lo nuestro algo milagroso.
Lo que sí ha ido menguando con los años es la participación física de la gente. Porque antes, el que tenía una queja, venía con ella en la mano, daba la cara, y si acaso te decía que si podía ser se lo publicaras con unas iniciales. Ahora, en cambio, la gente manda los artículos por internet, y en vez de escribirlos los copia de un foro argentino. Pero aún así los firma con seudónimo no vaya a ser que alguien se dé por aludido.
O sea, que en CAMPUS lo único que ha cambiado son los estudiantes, que son al fin y al cabo los que hacen el periódico. Lo que echo de menos son las reuniones, que se las cargó internet, y las maquetaciones a destajo, que se las cargó la informática, y a lo mejor aquellos viajes en autobús hasta Budapest, cogorza de anís incluida para hacer más llevaderos los kilómetros, o las ampollas de los ocho mil carteles que nos pegamos entre dos tíos, haciendo pensar al ayuntamiento que todo un regimiento de empapeladores y banderinistas asolaba la ciudad. Si nos pillan de aquella, nos capan.
Veinte años, y lo que ha cambiado es NADA. ¡Qué ciudad la nuestra, joder!

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